Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

lunes, 1 de junio de 2009

NUESTRO TIEMPO

PINTADO EN LA PARED No.13


Difícil, esquivo y apasionante el examen de nuestro tiempo, del tiempo en que nosotros hemos vivido o, para ser exactos, en el que hemos podido sobrevivir. El último cuarto del siglo pasado y los inicios del actual han sido intensos en señales de un proceso de cambio que quizás todavía no desciframos. Un periodo hecho de acontecimientos, aquí y allá, que no pueden verse como hechos aislados y singulares sino que pertenecen a una escalofriante inclinación por la aniquilación de seres humanos. Masacres sistemáticas en África, Europa, Asia y América latina; cambios en la nomenclatura política mundial con la disolución del supuesto experimento socialista. Un accidentado y poco convencido proceso de unificación en Europa; un aumento galopante de la pobreza en países que han sido saqueados por centurias por las fuerzas sórdidas e implacables de la “civilización”. Un debilitamiento del imperio militar, económico y político de Estados Unidos.

Pero preguntémonos por nosotros mismos, qué ha sido de Colombia en las últimas tres décadas. Nosotros, que hemos visto perder amigos, enemigos, familiares, líderes políticos y conciudadanos hasta lograr registros que se publican en informes y libros frondosos que circulan por el mundo; nosotros, que hemos escapado ilesos o maltrechos de alguna situación violenta, debemos tener en alguna parte de nuestro ser alguna huella de lo que ha sido este país. Desde mediados del decenio 1980 hemos estado inmersos en casos de magnicidio, de desapariciones forzadas, de procesos de paz frustrados, de secuestros masivos, de torturas, de expropiación violenta de la propiedad de la tierra, de degradación de la disputa política, de pérdida de la brújula ética en el personal político y en las instituciones del Estado. Todo esto, y más, son sin duda signos de una ostensible mutación de la sociedad colombiana cuyas causas y consecuencias aún no hemos sabido ponderar.

Cómo explicar que mientras en nuestras vidas urbanas se han implantado unas adquisiciones tecnológicas sin las cuales no podríamos vivir –la Internet o el teléfono móvil, por ejemplo- se ha ido imponiendo un comportamiento político que se afirma en el recurso armado. Ni las guerrillas ni el Estado colombiano ni sus incómodos aliados se han caracterizado precisamente por la ternura y, al contrario, han exhibido toda su voluntad arrasadora contra las gentes pobres del campo o contra quienes han denunciado la crudeza de sus procedimientos. Cómo explicar que mientras grupos étnicos tradicionalmente marginados han logrado algún tipo de reconocimiento plasmado en la Constitución de 1991, la mayor parte de la dirigencia política se ha ido banalizando en su relación orgánica con el hampa del narcotráfico y ha acudido al crimen para consolidar bastiones electorales. Cómo explicar esa combinación desigual de modernizaciones y modernidad, de abundancia de lo uno y falta de lo otro, y viceversa.

Hemos ido padeciendo –o gozando- un proceso de mutaciones que deben estar conduciendo a algo y cuyo corolario parece ser el momento único que vivimos ahora con el régimen del presidente Álvaro Uribe Vélez. Creo que no hemos examinado la particular situación, difícil de repetir en nuestra historia política, de un presidente reelecto en dos periodos sucesivos y que pudiera, si lo desea, gobernar por cuatro años más. Ese sólo hecho es un grueso nudo del proceso vivido por la sociedad colombiana en las últimas tres décadas y tiene que ver con la entronización de lo que podríamos llamar un modo de vivir la vida, un modo de concebir la dirección de la sociedad; un modo de concebir el ejercicio de la política y las relaciones entre los individuos. La figura del presidente Uribe Vélez es la cristalización de lo que un amplísimo espectro de nuestra sociedad ha querido ser o tener.

La seguridad, la convicción y, por supuesto, la arrogancia del personal político que se ha decidido por gobernarnos, como a unos “hijitos”, no salen de la nada. Esos comportamientos entre mesiánicos y cínicos que nos han invadido tienen raíces en un terreno que les ha sido propicio. Responden a una necesidad y han sabido afirmarse como una condición fundamental e imprescindible; para muchos es imposible imaginar un país sin el presidente Uribe Vélez. Ese terreno ha sido abonado por intelectuales que, de buena o mala fe, lúcidos o desesperados, consolidados o muertos de hambre, estimaban que ante una situación política excepcional las soluciones debían ser también excepcionales; que la democracia representativa, que los cortos periodos presidenciales de cuatro años eran insuficientes para adelantar políticas duraderas, estables, contra la insurgencia armada. Una revisión bibliográfica (y en la prensa), entre 1998 y el 2001, podría ayudarnos a constatar con nombres propios la enunciación de esa tendencia. Allí hay, si nos lo propusiéramos, un interesante tema de investigación.

Eso es, a propósito, algo que nos hace mucha falta en nuestra Universidad: la investigación sistemática del devenir político contemporáneo, de ese tiempo cercano en que hemos sobrevivido. Llámese centro o instituto, el caso es que debería haber una reunión de voluntades y saberes dispersos, atomizados por miopías administrativas y vanidades que se escudan en elucubraciones epistemológicas, que se concentre en la interpretación sistemática de nuestro tiempo. Filósofos, sociólogos, psicólogos, antropólogos, politólogos, abogados, economistas, lingüistas, semiólogos, críticos de arte, literatos, historiadores, allí hay un asunto que nos convoca y que trasciende más allá de las modas y las parcelas. Tanto cambio en el mundo y en el país debería hacernos cambiar. ¿No les parece?


Junio de 2009.

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