Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Pintado en la Pared No. 77


La nación inventada

(Entre Manuela y María, la novela de la nación).
 
 PARTE I
INTRODUCCIÓN


Nadie pone en duda hoy que María (1867) se impuso como el canon de la novela nacional en la Colombia de la segunda mitad del siglo XIX; tampoco cuestionamos la relativa calidad intrínseca del relato ni el éxito editorial que tuvo en América latina. Fue una novela bella y popular, dos adjetivos que, en apariencia, son incuestionables. Sin embargo, se ha hecho poco examen de las condiciones políticas y culturales que hicieron posible que María existiera y se impusiera sobre otras novelas. Las condiciones que propiciaron su éxito y evitaron que otras novelas gozaran de los mismos honores publicitarios son poco conocidas y, en consecuencia, parecen excluidas o innecesarias para cualquier valoración acerca de cómo una obra y un autor adquirieron una notoriedad y, sobre todo, cómo logró imponerse como el modelo de literatura de ficción que podía condensar un ideal de orden republicano en Colombia. Y al mismo tiempo que ignoramos las condiciones de enunciación que hicieron posible María, desconocemos las condiciones que impidieron que la novela Manuela (1858), escrita y parcialmente publicada una década antes que María, no hubiese gozado de los privilegios de circulación masiva que tuvo la novela de Jorge Isaacs. La novela de Eugenio Díaz Castro fue recibida, al inicio, con entusiasmo por quienes ostentaban la calidad de “jueces en materia literaria” y hasta sirvió de buen pretexto para fundar el primer gran periódico literario del siglo XIX, en 1858, El Mosaico; pero pronto la novela dejó de ser publicada por entregas, llegó hasta el octavo capítulo, y quedó guardada por tres décadas hasta que por fin, en 1889, fue publicada como libro en París por la Librería Garnier.

El propósito de este ensayo se vuelve, entonces, evidente y quizás simple: explicar por qué María sí y Manuela no. Examinar las condiciones del mundo político y letrado de parte de la segunda mitad del siglo XIX, en Colombia, que hicieron posible el triunfo de María y el relativo desprecio de Manuela. Para ese examen voy a partir de varias tesis; la primera tiene que ver con la necesidad de situar esas novelas y otras formas de escritura en un momento discursivo que nos permitiría entender su génesis, su emergencia. Y esa génesis, creemos, está relacionada con el despliegue de formas de escritura en que el pueblo y la nación fueron las categorías centrales del ejercicio de representación; en otras palabras, esas novelas y otras tentativas de relatos aparentemente literarios hicieron parte de una producción escrituraria en diversos géneros que tenía como premisa la necesidad de inventar una nación, de imaginarla, proponerla o imponerla como el ideal de orden en la vida republicana. Ese momento discursivo fue pletórico puesto que tuvo cierta saturación discursiva, si se compara con el momento discursivo precedente, y el catalizador de ese torrente escriturario fue la irrupción en la vida pública del pueblo como agente social y político inquietante, peligroso pero fatalmente indispensable; un sujeto político incómodo pero necesario. Ese momento lo hemos de llamar el de la nación inventada, porque es cuando se acumularon esfuerzos y resultados de agentes políticos y culturales que, con variados dispositivos, concentraron sus esfuerzos en dotar al Estado de la capacidad de decir algo acerca de la sociedad que pretendía gobernar; porque es el momento en que grupos de letrados, aun sin vínculo directo con las tareas del Estado, se organizaron para construir un ideal de orden político que pasó por ampliar un mercado lector –el público de la opinión- capaz de consumir con cierta frecuencia variados productos de escritura; porque se ampliaba el universo de los escritores, porque algunos artesanos autodidactas habían adquirido alguna notoriedad escribiendo en periódicos y como autores de libros y panfletos. Porque, en fin, se trataba de una democratización en el acceso a la cultura letrada que correspondía con una expansión política que, a pesar de guerras y revoluciones, hizo que la política fuera asunto de más gentes y se superara en definitiva lo que hasta entonces había sido lo que hemos denominado, como momento discursivo antecedente, la república de los ilustrados.      


La tesis siguiente es que en ese nuevo momento discursivo, que arranca desde la expansión asociativa de mitad de siglo, y más exactamente desde 1846 y se cierra en 1851 para tener un primer trágico desenlace en el golpe artesano-militar del 17 de abril de 1854, ese nuevo momento discursivo –decimos- se va a caracterizar por una contienda entre tres agentes de producción de discursos acerca de lo que debió ser el orden republicano: los dirigentes liberales, los dirigentes conservadores en alianza orgánica con la Iglesia católica y el pueblo republicano hecho visible principalmente por grupos organizados de artesanos con alguna experiencia en los asuntos públicos. Tres fuerzas históricas en competencia que hicieron esporádicas y problemáticas alianzas, por ejemplo la equívoca alianza de los artesanos que anhelaban medidas proteccionistas con el notablato liberal que auspiciaba el librecambismo económico. Esa competencia hegemónica la fueron ganando los dirigentes conservadores, los principales beneficiarios de la ruptura entre artesanos y partido liberal; fueron los conservadores quienes impusieron sus tácticas publicitarias y sus cánones acerca de lo verdadero, lo bello y lo bueno hasta lograr erigirse en autoridades del proceso de producción de escritura acerca de la nación. Sus círculos letrados, sus periódicos y un público disponible hicieron parte de las condiciones que hicieron posible la aparición (e interrupción) de las dos novelas que vamos a examinar en este ensayo. Interesante retener el fenómeno que intentamos describir: una elite político-letrada que, en aquel momento, decenios de 1850 y 1860, estaba por fuera de cargos públicos –por designación y por representación- había logrado convertirse en detentadora del control del campo de producción de las escrituras acerca de la nación. De modo que mientras el liberalismo colombiano se concentraba en su utopía educativa y en formas de sociabilidad elitista (verbi gracia la masonería y la asociaciones de institutores), corría en simultáneo y con mayor fuerza persuasora una utopía conservadora que, como veremos, se basó en la consistencia ideológica de un grupo de escritores que escribieron las obras fundamentales del pensamiento conservador en Colombia. Fue en los códigos de esa utopía conservadora –he ahí otro postulado nuestro- en que emergió y se impuso y María

domingo, 16 de septiembre de 2012

PINTADO EN LA PARED No. 76




Terminó el Primer Congreso Internacional de Historia Intelectual de América latina


Ha terminado en Medellín (Colombia) el Primer Congreso Internacional de Historia Intelectual de América latina, con cuarenta profesores extranjeros, con cerca de 200 ponencias, con más de 600 asistentes. Pero quizás lo mejor del balance es la amplitud de temas tratados, la posibilidad de establecer relaciones más firmes entre las comunidades académicas de este continente. Todas las previsiones fueron superadas; los organizadores merecen las felicitaciones y los agradecimientos porque garantizaron un evento de enorme complejidad y porque supieron atender hasta los más mínimos detalles.

Juan Guillermo Gómez, Selnich Vivas, Diego Zuluaga y su Grupo de Estudios de Literatura y Cultura Intelectual latinoamericana (GELCIL), los miembros de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia han abierto la puerta de un campo de estudios muy diverso en que se combinan tradiciones con novedades, viejos paradigmas con nuevos retos. La conferencia inaugural del maestro Carlos Altamirano supo formular los dilemas y posibilidades que encierra la historia intelectual; tiene que hablarse siempre en plural, porque variados son los puntos de partida, los caminos metodológicos y los resultados. Pero también señaló claramente un punto de convergencia, la historia intelectual se preocupa por las significaciones, por los textos, por los enunciados. El desafío por venir es entender y aplicar la tesis según la cual la historia intelectual va mucho más allá de las definiciones clásicas de la cultura y comprende creaciones intelectuales que superan la supuesta coherencia de los grandes pensadores y escritores. La ampliación de las fronteras documentales corresponde con la ampliación de las nociones acerca de qué es un intelectual y qué es lo intelectual.

Una de las percepciones inmediatas de este Primer Congreso tiene que ver con las dificultades de comunicación y comunión entre los investigadores sociales y humanistas del subcontinente latinoamericano. Nuestros fondos editoriales universitarios siguen siendo precarios, incapaces de atravesar fronteras con las novedades bibliográficas de cada país; este Congreso de Medellín, como otros encuentros, subsanan en parte esos vacíos, esas ignorancias en nuestra comunicación y ponen en la perspectiva inmediata la necesidad de corregir esos olvidos. Volver a crear sólidos lazos de fraternidad y de investigación mancomunada alrededor de la historia intelectual de América latina parece ser uno de los desafíos más inmediatos.  

Uno de los grandes logros de este evento es haber dejado los cimientos del próximo congreso que será en Buenos Aires, en 2014.  
 

domingo, 9 de septiembre de 2012

PINTADO EN LA PARED NO. 75



SIGUE LA BASURA INTELECTUAL

No es difícil conseguir colegas que nos odien; pero según un recomendable método terapéutico hawaiano no solamente hay que perdonarlos, también hay que pedirles perdón y amarlos; que nos perdonen por haber provocado en ellos tanto rencor, por haberles despertado sentimientos tan hostiles; y amarlos porque es la mejor manera de aplacarles esas fuerzas desparramadas en el odio. Uno de esos colegas, con o sin razón, pero con mucho odio, sentenció alguna vez: “Y sigue la basura intelectual”. Eso se unió a otros comentarios de otros colegas, no muy distantes institucionalmente, que han supuesto que el autor de estas notas que salen episódicamente en este blog están contagiadas de “afrancesamiento”, que son ‘boberías” lanzadas al campo virtual sin ningún sustento científico. Después aparecieron avisos en que se repetía la ofensiva palabra basura junto al adjetivo intelectual.

Sin derrame de pasión, creo que esa ferocidad crítica con prolongación anónima tiene algo de razón. Los profesores universitarios estamos muy cerca de la producción y consumo de basura; es posible que aquello que hoy nos resulta trascendental mañana va fácilmente a un depósito de basura, a un último rincón de un anaquel polvoriento de alguna sala olvidada; peor aun, puede ser sometido al descuartizamiento definitivo. Las gentes que habitamos las universidades somos propensas a deleitarnos con una dulcería de la cual dejamos después, saciados, los desperdicios que otros recogerán y le darán quién sabe qué merecido o triste destino.

A eso se añade la dificultad para tener un auditorio fascinado con la basura que producimos. Por desgracia o por fortuna, los auditorios universitarios son escasos en personal dispuesto a dejarse seducir por nuestros cantos de sirena. Son más bien pocos los incautos que siguen con devoción a alguien. Hoy, en el caso estricto de los historiadores, la única persona que puede reclamar y proclamar un auditorio fascinado y cautivo, sobre todo en horario dominical, es la profesora Diana Uribe con sus relatos radiales que nos ahorran páginas de aburridas lecturas.

Lo que ahora llamamos historia intelectual es un campo de producción de conocimiento histórico muy susceptible de recibir esos improperios que son, en cierta manera, la mejor bienvenida a alguna novedad mal asimilada. Un autor muy autorizado, Martin Jay, de la Universidad de California (no es francés, por supuesto), definía bien la historia intelectual como un campo muy hibrido y, por tanto, expuesto a dardos de insatisfacción provenientes de flancos diversos. La historia intelectual intenta superar la tradicional historia de las ideas y se mezcla con una historia de los intelectuales, de sus creaciones y de las instituciones a las que pertenecen; y puede agregar, además, preocupaciones muy propias de la historia cultural clásica: historia del libro y la lectura, por ejemplo. En fin, dentro de las tantas cosas posiblemente repugnantes de la historia intelectual es su presunta concentración en asuntos elitistas y su poca capacidad para servir de música de fondo para marchas de protesta de determinados grupos sociales. Y así como nada puede ofrecerles, en principio, a los de abajo, la historia intelectual tampoco deja contentos a los amigos filósofos o sociólogos que pueden regodearse con sus finas interpretaciones.

Por ahora me basta aventurar que la historia intelectual sugiere una sensibilidad en la interpretación que, en estos tiempos, no es nada despreciable. Si en algo es necesario cambiar ahora es en eso: en la sensibilidad interpretativa; el asunto ahora no es de volumen de fuentes documentales sino de calidad en la mirada y hasta de belleza en la escritura. Diana habla mucho porque no escribe, es mi sospecha. Y esa incapacidad se ha multiplicado en otros, aunque a veces logran encadenar un sustantivo con un adjetivo sin mayores sobresaltos gramaticales. 

domingo, 2 de septiembre de 2012

PINTADO EN LA PARED No. 74



NUESTROS TIEMPOS (2)

Hemos dicho en nuestro No. 73 que situábamos entre 1920 y 1950 una larga mutación en todos los órdenes de la vida en la historia colombiana. Precisemos: un conjunto de mutaciones que condujeron a cambios drásticos en las condiciones de la creación intelectual, en las condiciones del consumo de esas creaciones. El país atrozmente moderno, violentamente moderno, en que hemos nacido y sobrevivido (porque muchos de nuestros compañeros de viaje han muerto) arrancó en el decenio de 1950 y más exactamente, para colocar un mojón de orientación, con la instauración del pacto bipartidista llamado Frente Nacional (24 de julio de 1956) y cuyo primer gobierno fue el de Alberto Lleras Camargo, entre 1958 y 1962. Situemos ahí el despegue de la porquería de país moderno, peligroso y seductor, doloroso y excitante que hemos tenido el privilegio y la desgracia de gozar y padecer. Muchos más autorizados e informados que yo pueden ayudarme en el inventario de acontecimientos que han ido sumándose, imbricándose hasta dotar de personalidad ese enorme monstruo colectivo de nuestra historia reciente: nadaistas, hippies, movimientos guerrilleros, autodefensas, mafias del narcotráfico, ejércitos para-estatales, instituciones estatales corruptas. Abogados que no saben de Derecho; médicos forenses sin título que dirigen institutos de medicina legal; ingenieros que no saben hacer ni puentes ni túneles; sacerdotes católicos que no creen en el más allá; izquierdistas tan peligrosos o más que sus rivales de la derecha. Añadamos una colección de masacres y magnicidios; los logros y también los desastres culturales de la radio y la televisión, en menor escala el cine, que volvieron añicos la cultura del libro. Pero también mujeres organizadas para conquistar derechos básicos en la vida pública; artistas autónomos en sus ejercicios de creación; comunidades indígenas y afrodescendientes que han sacudido el monólogo del blanco ilustrado y católico; un sistema universitario (medio fraudulento y todo, pero tenemos algunas universidades serias); organizaciones de teatro; las diversas tendencias de las artes plásticas; un premio Nobel de literatura surgido de las entrañas de una vigorosa cultura oral. En fin, como ven, un amasijo de virtudes y perversiones que constituyen nuestra modernidad última.

Para llegar a esa modernidad tenebrosa y a la vez liberadora, fue necesario caminar un largo pasaje en que hubo un cambio de sensibilidad y, dándole la vuelta, una sensibilidad del cambio. Ese fue un proceso lento, con sus pequeñas y grandes heroicidades, en que algunas figuras individuales dotaron de sentido esa transición. Sin los héroes de esa transición no habríamos acumulado los elementos del cambio desatado después. Ellas y ellos enfrentaron casi en solitario un sistema de valores y creencias que se había prolongado, que se había naturalizado y que se creía dueño de los cánones acerca de lo bello, lo bueno y lo verdadero. Entre los decenios de 1920 y 1950 fue cuestionado el orden literario mediante géneros menores como la poesía y la crónica periodística, en las plumas de León de Greiff, Luis Vidales y Luis Tejada. La mujer irrumpió en la política de masas gracias al ejemplo de María Cano. La condición de la mujer artista y del arte pictórico cambio con las irreverencias, no exentas de sentimientos católicos de culpa, de la pintora Débora Arango (les pedía perdón a los curas por pintar mujeres desnudas). Quintín Lame recorrió valiente y orgulloso el duro camino sinuoso de defensa de los derechos ancestrales de las comunidades indígenas. Los afrodescendientes presentaron sus propios intelectuales y políticos. Jorge Eliécer Gaitán, oscilante y ambiguo, situado entre la tradición ilustrada del siglo XIX y el innovador en la política multitudinaria del XX, desafió las aristocracias de los partidos liberal y conservador. Los directores de la refinada revista Mito pusieron a discutir temas y autores escabrosos para una sociedad pacata y gris y enseguida llegaron los artistas plebeyos con su escándalo nadaísta. Y luego los cuerpos comenzaron a moverse y a juntarse con desenfado al ritmo de orquestas como las de Lucho Bermúdez. Después nos iríamos acostumbrando al lema del muerto al hueco y el vivo al baile, lo que nos recuerda una modernidad zurcida con hilos de sangre; con desigualdades sociales; con exclusiones políticas. Hasta llegar hoy a este país asimétrico, mezcla de atrasos inexplicables con adelantos indescifrables.

Gilberto LOAIZA CANO, septiembre de 2012  

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