Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Pintado en la pared No. 79




La nación inventada 
(Entre Manuela y María, la novela de la nación)

Parte 3
UN ESCRITOR DE RUANA: UN ESCRITOR DE OTRO MUNDO

Según relato, que es testimonio de parte, el 21 de diciembre de 1858, en Bogotá, llegó hasta el cuarto de un prestigioso escritor un hombre vestido con ruana, con “pantalones de algodón, alpargatas i camisa limpia, pero sin corbata i sin chaqueta”.[1] Aquel hombre, que vestía como los “hijos del pueblo”, llevaba “unos veinte cuadernillos de papel escritos” que constituían los borradores de una novela, venía de alguna hacienda de tierra caliente y buscaba en la gris capital un “juez en materia literaria” que examinara sus manuscritos. El perplejo escritor bogotano tenía ante sí la visión poco convencional de un hombre pobremente vestido pero instruido; parece que sintió alivio cuando notó que aquel recién llegado tenía “su piel blanca, sus manos finas, sus modales corteses, sus palabras discretas” que le anunciaban que estaba ante un “hombre educado”. Era un excepcional escritor de ruana al frente de un distinguido escritor de levita; un sobrio campechano, que se había dedicado a escribir confinado en alguna hacienda cercana al caluroso valle del río Magdalena, buscaba en Bogotá el reconocimiento de un trasegado publicista. Ignoraba las finas normas de etiqueta, las sutilezas formales de la apariencia, del buen vestir y buen decir; su perplejo anfitrión era un reconocido exponente de la cultura letrada bogotana, representante de los círculos de la gente de buen tono, conocedor y practicante de las normas de recepción, legitimación y consagración en los exclusivos recintos letrados. El inesperado visitante era Eugenio Díaz Castro y sus manuscritos eran los borradores de Manuela; el otro era José Maria Vergara y Vergara, a quienes sus compañeros de cenáculo lo habían señalado como la persona más adecuada para atender al escritor provinciano.

Díaz Castro había pasado la primera parte del examen de legitimación. Luego de revisarle su indumentaria y sus modales, Vergara y Vergara siguió con las letras de la novela y la vida del autor. “Dijimos que se le disculparían las faltas de su estilo desde que conociera su vida”, había advertido el examinador.[2] Las faltas de estilo estaban provisionalmente perdonadas, pero el humilde escritor tenía que someterse a un proceso de rehabilitación en asuntos de forma; su juez consideró conveniente que se uniera a las reuniones de la asociación de literatos de Bogota; una prolongación de lo que había sido, un par de años antes, el Liceo Granadino; con ese auxilio letrado estaba garantizado el ascenso literario de aquel escritor silvestre: “ligado íntimamente con los muy estimables escritores Carrasquilla y Borda, estimado por nuestros literatos renombrados los señores Ortiz, y animado sin cesar por la obligante y bondadosa cortesía con que el señor J. Arboleda lo distingue, el señor Díaz irá bien lejos”. Todos aquellos nombres evocaban un círculo de escritores netamente conservador, filo-hispánico y pro-jesuita. El procedimiento del grupo letrado reunido en Bogotá fue admitir al raro escritor de ruana recién llegado; había que enderezar sus faltas de Forma (con mayúscula), “la diosa de este siglo literario”, ese era el propósito de un grupo de escritores que, por entonces, ya se insinuaban como los principales propagandistas de la verdad católica.

El relato de ese encuentro entre los dos escritores lo hizo el mismo José María Vergara y Vergara y es revelador de un encuentro entre dos mundos separados. El uno era el escritor trasegado y reconocido, cuya trayectoria le adjudicaba alguna autoridad, a eso le agregaba ser un dirigente político del partido conservador que ostentaba el poder presidencial en cabeza de Mariano Ospina Rodríguez, desde 1857. Para 1858, los dirigentes conservadores, principales beneficiarios de la ruptura entre liberales y artesanos, ya concentraban sus esfuerzos en promover formas asociativas que contribuyeran al arraigo de la institucionalidad católica y, principalmente, a mitigar los conflictos sociales mediante la difusión de las actividades de caridad. Un año antes había sido fundada en Bogotá la conferencia de la Sociedad de San Vicente de Paúl, toda una innovación en los métodos de acercamiento de la Iglesia católica y sus aliados a los sectores populares, porque se trataba del contacto directo con la pobreza. Ese mismo año había retornado al país la Compañía de Jesús, expulsada por los liberales en 1851.

Eugenio Díaz Castro estuvo alguna vez en los claustros universitarios, pero tuvo que interrumpir sus estudios para dedicarse a sobrevivir en las tareas rudas del campo en haciendas de la sabana de cundinamarquesa y luego en aldeas de tierra caliente. Había vivido en las zonas marginales de la república, donde según el determinismo geográfico de los políticos letrados de la época predominaba la barbarie y el desorden, donde era imposible cumplir a cabalidad con cualquier actividad intelectual. A Vergara y Vergara le sorprendió, de inmediato, que un hombre de ruana –vestimenta distintiva de los sectores populares- pudiese ser un escritor. Díaz Castro venia de vivir y escribir inmerso en ese otro mundo; pero, lo que nos interesa, venia con un relato que representaba la vida pública de esos lugares; que contaba lo qué decían, sentían, gozaban y padecían las gentes no letradas que habitaban en ese otro mundo donde no parecían haber llegado las pretendidas virtudes del orden republicano; donde todavía el cura párroco ejercía una autoridad inconmovible, donde no había escuelas de primeras letras ni periódicos ni talleres de imprenta. Era un mundo variopinto que estaba lejos de lo que podían ver los círculos de políticos y letrados anclados en la ensimismada Bogotá.

Los dos compartían, de modo desigual, el atributo de la escritura y ejercían, también de modo desigual, el acto de escribir como herramienta de representación de la realidad. Ahí asoma la diferencia ostensible que caracterizaba a Díaz Castro; en sus manuscritos, con todas las supuestas imperfecciones inherentes, el excepcional escritor de ruana traía la propuesta de cómo narrar ese universo abigarrado, ausente o al menos distante de las discusiones del círculo letrado capitalino. Traía las voces de afuera, describía gentes, costumbres e ideas que no habían estado incluidas todavía en el repertorio discursivo de las élites de la política y la cultura de aquel tiempo. Las incorrecciones, los desaliños de su lenguaje eran el resultado de un acercamiento fidedigno a esos modos de hablar que no estaban incluidos o aprobados en la reglamentación escrituraria de los literatos de Bogotá; su escritura se había cultivado en el contacto íntimo con las gentes de las aldeas polvorientas de una república todavía incipiente. Díaz Castro era, por tanto, poseedor de una perspectiva narrativa que no nos resulta despreciable; era el narrador que había puesto en relación el mundo de la escritura con el mundo todavía sin escritura. El entusiasmo inicial de Vergara y Vergara por la novela que traía aquel rudimentario escritor de tierra caliente debió responder a una doble curiosidad: la de aquello que era objeto del relato y la del método narrativo que había adoptado Díaz Castro. Para nosotros, ahora, el autor de Manuela se nos revela como un intermediario cultural que, en su momento, trató de poner en limpio, en molde impreso, las voces no letradas del universo republicano y de ese modo nos dejó abiertas las puertas de una rica polifonía en la discusión acerca de lo que era y no era, para los olvidados habitantes aldeanos, la nación. Viniendo de abajo a buscar legitimación entre los círculos letrados de Bogotá, Díaz Castro comenzaba a situarse entre dos mundos: del uno tomaba la materia de sus escritos, del uno provenía su experiencia, como lo supo sustentar en muchos de sus relatos; del otro tomaba el dispositivo escriturario, la tradición vertida en normas de correcta escritura.

Y así fue, Díaz Castro aceptó humildemente la posición de un aprendiz y esa condición la aprovechó en el periódico literario El Mosaico, fundado entre él y su consagrado anfitrión. Varios de sus relatos están antecedidos de dedicatorias y notas de agradecimientos para sus maestros de estilo; y enseguida desparramó su experiencia de vida en otras regiones, en contacto con otros gustos, otras costumbres; tomó casos  “históricos” de aquí y allá para demostrar que, por ejemplo, los sectores populares también tenían conocimientos musicales, que entre ellos también existía “la soltura, la elevación y la finura”; que no podía imponerse un universalismo en esa materia y que era necesario saber entender que el país poseía una variedad de aires musicales que, en vez de considerarlos desvíos de una norma, eran indicio de la riqueza en la producción musical.[3] Un escritor como éste evocaba una polifonía que, seguramente, era uno de los atributos centrales –y conflictivos, por supuesto- de su novela Manuela




[1] Jose Maria Vergara y Vergara, “El senor Eujenio Diaz”, El Mosaico, Bogotá, 15 de abril de 1858, pp. 89-91.
[2] Jose Maria Vergara y Vergara, proologo a Manuela, El Mosaico, Bogotaa, No. 2, 1o. de enero de 1859, p. 16.
[3] Eugenio Diaz Castro, “La variedad de los gustos”, El Mosaico, Bogotá, No. 43, octubre 29 de 1859, p. 348. 

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