Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

jueves, 29 de enero de 2015

Pintado en la Pared No. 117-Reseña de Los años sesenta. Una revolución en la cultura


Los años sesenta. Una revolución en la cultura. Álvaro Tirado Mejía. Penguin Random House. Bogotá. 2014, 395 pags.

Por: Juan Guillermo Gómez García

Los años sesenta. Una revolución en la cultura (2014) de Álvaro Tirado Mejía es un libro (im)predeciblemente decepcionante. El prometedor título del reconocido historiador obliga a ello, y el juicio emitido, más que un reproche caprichoso, es la invitación cordial a la comunidad académica y universitaria a entablar un diálogo afable y desprejuiciado sobre un libro que cabe calificar de útil, pertinente y estimulante.
Los años sesenta de Tirado Mejía es el universo de ese cambio precipitado, envuelto en un caos de incesantes espectáculos, de la rebeldía hippie de los nadaístas, de la aparición de Cien años de soledad, de la Alianza para el progreso y de los gobiernos del Frente Nacional, de la reforma universitaria inspirada por Atcon, de la institucionalización de las ciencias sociales en la universidad, etcétera. Tirado Mejía hace la revista de esta avalancha de sucesos, figuras y acontecimientos, en la historia más reciente colombiana. En ellas todavía late la destreza narrativa de su ensayo de síntesis Estado y Política en el siglo XIX, aunque abandona el sesgo sociológico exigente de su introducción a Aspectos sociales de las guerras civiles en el siglo XIX en Colombia.  
Tirado Mejía quiere presentar la década de los sesenta, la década de la “revolución en la cultura” en Colombia, como historiador, como cronista y como testigo presencial. De ese ensayo de no lograda mezcla de géneros (que por sí mismo es legítimo, si lo informa conscientemente un espíritu pedagógico-ilustrativo), deriva la inquietante sensación de decepción de conjunto. La decepción procede del contraste del talentoso y osado joven historiador de los setenta y el historiador que escribe Los años sesenta. Una revolución… ¿De qué?
Es de suponer –aunque nada habilita al reseñista a suponer nada- que el historiador Tirado Mejía en su madurez como hombre de ciencia, deseó combinar e incluso arriesgar este tipo de exposición por razones que no quedan del todo dilucidadas. El resultado del libro (mezcla de crónica, historia y testimonio) es un conjunto apenas ensamblado de 395 páginas, que se caracteriza por su esencial discontinuidad y no disimula las costuras de un saco con una manga más larga que la otra y un pantalón que también puede ser una falda. Tirado Mejía va más allá de sus posibilidades y da menos de lo que es de esperar de alguien que contó con la explicable confianza de sus millares de lectores en los años setenta.
Es posible conjeturar también que Tirado Mejía tenía una deuda consigo mismo y con esos lectores que aquí incumplió. Es decir, deuda que acrecentó con Los años sesenta. Una revolución cultural. Todo el mundo académico sabe que Tirado Mejía (nacido en Medellín en 1940) es un historiador  “muy conocido por sus trabajos científicos y por su ‘fuerza novedosa’”, como reza su reseña en Wikipedia. También fue profesor de historia y decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional, co-fundador de la Universidad Autónoma Latinoamericana (UNAULA), embajador en Suiza y presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Estos cargos políticos y diplomáticos son, en general, una escuela complementaria para comprender el país, comprender mejor los hombres, establecer una distancia penetrante para abarcar más amplios cuadros históricos. La mundanidad que da los altos cargos del gobierno y el cosmopolitismo que da la alta diplomacia son una escuela suplementaria, aprovechable para el historiador profesional y para el intelectual latinoamericano: de Andrés Bello a hoy. El hombre de ciencia y el hombre de acción son también compatibles, en una persona, quizá indispensables como lo resalta en “Notas sobre la inteligencia americana” (1936), don Alfonso Reyes. Pero en particular…
Mencionemos los capítulos más relevantes: Tirado Mejía tiene capítulos notables como el tres, “Relaciones hemisféricas y la política exterior de Colombia”, el cuatro, “El papel de la CEPAL y la economía colombiana”, el siete, “Control de la natalidad”, y sobre todo el capítulo 16, “El conflicto universitario en Colombia”. El capítulo 10, “Del hispanismo al nadaismo” es quizás el más novedoso como historia intelectual, pero no parece estructurado a Los años sesenta. Los capítulos ya mencionados justifican los $ 45.000 invertidos por el comprador. En ellos se delata la mirada del especialista sobre las relaciones internacionales de esa década, el proceso del pensamiento económico en el país, las políticas de modernización en materias demográficas y de educación superior; son el núcleo de la argumentación y están muy bien documentados. Resaltan en ellos la seriedad, la sobriedad expositiva y el trazo firme con que ordena los argumentos.
Allí, Tirado Mejía pone de presente los esfuerzos por racionalizar el Estado, la economía y la sociedad por parte de los voceros de la política del Frente Nacional. Las figuras de Alberto Lleras Camargo y Carlos Lleras Restrepo (no de Guillermo León Valencia) son los artífices de esos cambios estructurales, que le dan base y de hecho legitimidad a estas elites dirigentes modernizadoras. Desde esta perspectiva, la política exterior e interior colombiana se movía bajo las premisas y postulados de la Alianza para el progreso y los estudios económicos de la CEPAL de un modo coherente, convincente y necesario. Gracias a estos cambios estructurales, para Tirado Mejía, se pudo asegurar la estabilidad institucional del país, evitar graves crisis económicas o quiebras fiscales y reducir los índices de crecimiento de población que amenazaban con una miseria social y una inestabilidad política concomitante.     


viernes, 16 de enero de 2015

Pintado en la Pared No. 116

Pour la liberté d´expression

La masacre perpetrada en París contra la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo ha movilizado a los franceses y ha puesto a discutir en muchas partes del mundo acerca de la libertad de expresión y del respeto a los credos religiosos. Los sucesos sangrientos de París colmaron los noticieros y dejaron en la sombra otros hechos violentos en el mundo, como lo que sucedió casi de modo simultáneo en Nigeria, también en nombre de un fundamentalismo religioso.

Creo que hay razones suficientes para concentrar las cámaras, las plumas y los micrófonos en los tristes sucesos de París. Primero, porque lo sucedido en aquella ciudad es excepcional y rompe brutalmente con lo que ha sido para sus ciudadanos y para los visitantes la atractiva capital de Francia. Ver las calles de París sitiadas por hombres fuertemente armados y en un despliegue militar de la gendarmería nos pone en una situación de guerra y miedo a la que sus habitantes y los turistas no estaban acostumbrados. La sociedad francesa tiene muchos problemas por resolver, es cierto, tiene encrucijadas sociales y raciales enormes y hay injusticias y desigualdades que se amontonan peligrosamente en las comunas que rodean a París, pero aun así Francia se ha distinguido por debatir cotidianamente sus odios y adhesiones; los periódicos, los informativos radiales y televisivos reúnen frecuentemente en mesas redondas a los contendientes políticos. El fogueo argumentativo ante el público ha sido algo común en la vida pública francesa, así que un salto a las situaciones violentas del 7, 8 y 9 de enero constituye un golpe muy fuerte a la sensibilidad colectiva y al imaginario que Francia había logrado difuminar por el mundo. La ciudad de los museos, las universidades y los cafés estuvo asediada por hombres que mataron sin piedad a unos intelectuales en plena reunión del equipo de redacción de un periódico que ofendía a todo el mundo con sus dibujos y que se auto-calificaba como un semanario “irresponsable”.  

Y la segunda razón me parece aún más dramática: un dogma armado hasta los dientes y que se siente ofendido por unos dibujantes cree que lo mejor que puede hacer en nombre de su credo religioso es matar a quienes sólo han sabido usar un lápiz. La desproporción es aplastante y habla terriblemente mal de los dogmáticos; demuestra que la adhesión a cualquier credo es siempre ciega e ilusa; que los dogmas son tan débiles que no soportan ni la risa. Ante esto, los matices que el papa Francisco I ha querido poner en consideración son inaceptables; una de las conquistas humanas contemporáneas es la emancipación de la escritura de las formas de censura institucionalizadas por las creencias religiosas. En los primeros pasos de la libertad de prensa, la opinión estuvo controlada para proteger de la palabra y de la risa a las Iglesias; pero luego se logró la libertad absoluta de opinión y se dejó que fuese el mercado de la opinión el propio regulador de lo que triunfaba y lo que perdía en la discusión cotidiana. La máxima volteriana parecía, hasta hoy, haber triunfado: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero haré hasta lo imposible para que puedas decirlo”. Para el jerarca de los católicos, quien se meta con su madre podrá ganarse un puñetazo, de modo que quien se meta con su dios corre el riesgo de algo peor.


Antes de los hechos del 7 de enero, Charlie Hebdo era un semanario que apenas circulaba entre unos sesenta mil suscriptores y era una voz marginal y disonante en la discusión diaria entre los franceses. Era una de las tantas publicaciones de dibujantes satíricos que quedaban colgadas en los quioscos parisinos, incluso podía ser intrascendente para la clase media educada de ese país. Hoy, catapultada por la masacre, la publicación tuvo dos millones de compradores. Muchos de los compradores circunstanciales hicieron largas filas a pesar del frío matutino y compraron el periódico no porque fueran furibundos admiradores de Charlie Hebdo, sino porque como buenos franceses aman la libertad de expresión.

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