Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 17 de diciembre de 2017

Pintado en la Pared No. 171-Mayo de 1968-Mayo de 2018


Álvaro Acevedo Tarazona, 1968. Historia de un acontecimiento. Utopía y revolución en la universidad colombiana, Bucaramanga, UIS, 2017.


Llega un libro muy a propósito de una conmemoración importante. El historiador Álvaro Acevedo Tarazona (Universidad Industrial de Santander) ha escrito un libro-mamotreto que contiene una investigación enjundiosa sobre el impacto del Mayo de 1968 francés en la cultura juvenil y el movimiento estudiantil universitario colombiano. Son más de 600 páginas de una investigación rigurosa que nos obliga a pensar en varias categorías que aquel acontecimiento puso a discutir con más fuerza. El libro del profesor Acevedo y la conmemoración misma llegan en un momento oportuno. Estamos ante uno de los momentos de mayor devaluación del sentido de las generaciones jóvenes. El modelo neoliberal en América latina ha contribuido de modo pérfido en el decaimiento de la juventud como categoría social y política. Los gobernantes han olvidado a la población juvenil de sus proyectos políticos, todo lo contrario del impulso que había dado aquel suceso en Francia y sus repercusiones en la vida intelectual latinoamericana en el decenio de 1970.

El libro se interroga y responde acerca de cuál puede ser el significado histórico de los sucesos de 1968. Para el autor, es un hito que le pone sello a un proceso de larga duración “en las estructuras culturales”. Puede entenderse como el aldabonazo que anunció una crisis de confianza del sistema capitalista y de las apuestas socialistas. Es el momento de “crisis del sueño de modernidad”. En suma, se trata de un signo de ruptura en lo que había sido el ascenso de la vida confortable del capitalismo luego de la segunda guerra mundial. Todo lo que parecía firme hasta entonces se desvaneció ante un estallido de rebeliones juveniles que pusieron en tela de juicio las relaciones de sus hijos con sus padres, de los discípulos con sus maestros, de los jóvenes con las instituciones de gobierno. Fue el estallido de un desencanto.

Ahora bien, lo que más puede interesa del libro de Acevedo Tarazona no es tanto la caracterización de aquel hecho, si no más bien el examen de sus consecuencias en la vida pública latinoamericana. Por eso, luego de un par de capítulos genéricos que sirven para situar el hecho, vienen tres capítulos que, a mi modo de ver, son la médula de esta obra generosa. En ellos se detiene en lo que fueron los cambios y convulsiones que sufrió, principalmente, el sistema universitario colombiano porque allí fue donde circularon y se expandieron los discursos asociados con aquella rebeldía juvenil planetaria. Las universidades públicas fueron los espacios en que una clase media, quizás titubeante, intentó encontrar algún tipo de identidad y definición para discutir con el esquema bipartidista tradicional. Es allí donde las izquierdas colombianas adquirieron sus peculiares fisonomías. En este punto, el libro enjundioso de Acevedo es una contribución en la comprensión de lo que ha sido, en la historia cultural y política colombiana reciente, el fenómeno del izquierdismo.

Y decimos que el libro llega en buen momento porque va a ayudarnos a entender porque, luego de que la juventud tomó la palabra, especialmente en el mundo occidental, ha terminado en una categoría social despreciada. Hoy estamos lejos, culturalmente, de los ruidos urbanos que provocó el movimiento de Mayo de 1968; los jóvenes colombianos ya no son los potenciales portadores de utopías, el sistema de universidades públicas está debilitado por la desfinanciación creciente. Lo que era una revolución en inmediata perspectiva es hoy una palabreja devaluada. Estamos lejos de la utopía revolucionaria de aquellos años intensos, y no hablo solamente de la distancia temporal, la distancia es afectiva. Es cierto que aquellos años rebeldes abrieron las puertas de la diversidad, un hallazgo vital en la vida pública de los últimos tiempos; pero también es cierto que ha habido un persistente descuido en políticas de juventud. Para América latina, 1968 no fue solamente la ilusión del Mayo del 68 francés, también fue la matanza de Tlatelolco. La esperanza y el dolor se mezclaron desde el inicio. Hoy, 50 años después, tenemos gracias al libro de Acevedo Tarazona buen sustento para hacer un balance.













martes, 28 de noviembre de 2017

Pintado en la Pared, No 170

Seguimos con los relatos breves de nuestro amigo, el joven escritor Jean-Pierre Velasco (traducción libre de G.L.C) 

Fragmento 12.


Philippe se suicidó a los 23 años, se colgó del techo del baño, dentro de su habitación. Tardaron un par de días en hallarlo suspendido de una soga; su padre, desesperado, descendió el cuerpo con mucha dificultad. Siempre contaba eso llorando: “tuve que cargar en mis hombros a mi hijo muerto. No podía soportar verlo así”. Desde aquella terrible noticia las miradas se dirigieron a mí. Padres y hermanos de Philippe habían creído que yo era su amante o su novio y, por tanto, responsable de su fatal decisión. En realidad, Philippe y yo éramos un par de idiotas tímidos que vivíamos enamorados de mujeres inalcanzables. Y andábamos siempre juntos hablando de nuestra fealdad y nuestros sueños eróticos. Yo supe de los posibles motivos de suicidio muchos años después, casi veinte, cuando en Nancy me encontré con Therese, uno de los amores platónicos de Philippe. Therese había sido compañera nuestra en los últimos años del liceo, en París. Era una de las bellezas más pretendidas, además de bella era una talentosa intérprete del piano. Los años de conversatorio la convirtieron en una maestra de piano muy reconocida y se fue a enseñar en una escuela de Nancy, mientras hacia parte de la orquesta sinfónica. En Nancy se casó y fue, quizás, esa noticia la que desalentó al pobre Philippe. Therese y Philippe tuvieron correspondencia, interrumpida poco antes del suicidio, eso lo pude confirmar con la misma Therese en nuestro casual encuentro en un concierto que ofreció en Strasbourg, en 2012. Seguía siendo bonita y fina en sus modales. Se conmovió al saber del suicidio de Philippe y sentí que había sido poco delicado al decirlo. Me invitó a su casa, cenamos con su esposo, y luego me mostró el último par de cartas. Si aun vivieran los padres de Philippe, les hubiese llevado aquellas cartas como un trofeo, porque siempre me consideraron como el amante funesto de Philippe.  

sábado, 18 de noviembre de 2017

Pintado en la Pared No. 169-Fragmentos de vida

Jean-Pierre Velasco es nuestro joven novelista francés invitado (traducción libre de G. L. C)

Fragmento I.
¿No han notado ustedes que hay momentos de nuestras vidas que han pasado borrosos frente a nosotros, como si no hubiésemos estado ahí, pero sí estuvimos, como si hubiésemos permanecido distraídos por cosas más importantes y, luego, algo nos detiene y nos hace retornar hacia una colección de instantes que no tuvieron importancia y que, súbitamente, han ganado su rostro fijo y nítido? Eso me ha sucedido mirando fotos de mi hija. Una vez fui al colegio a recoger las fotos del álbum del final de año y en el paquete de fotos de todos los muchachos no veía a mi hija, no la encontraba. Llegué a pensar que mi hija nunca había asistido a las sesiones fotográficas; pasé y repasé los paquetes y separé un sobre de alguien que, me preguntaba, “¿será ella?”. Sin mucha convicción llevé a mi casa esas fotos de alguien que no sabía bien si era mi hija o no de doce años. En la casa pude confirmar, con la rara mezcla de mortificación y alivio, que sí era ella. Ese día aprendí algo terrible, había dejado de ver a mi hija durante varios años, ella se había escapado de mí. Había dejado de estar con ella en los instantes diarios, pequeños, de la vida cotidiana. Entre los siete y doce años mi hija se había escapado de mis ojos. Al reconocerla esforzadamente en aquel registro fotográfico descubrí que había estado en otra parte, haciendo otras cosas en que mi hija no había tenido cabida.

¿No les ha pasado algo semejante a ustedes con sus hijos o sus padres o sus amantes? La cercanía del lecho o de las habitaciones no nos asegura nada. La vida íntima está hecha con retazos de momentos vividos; no se hace con ausencias o abstracciones. Yo no me había ido de la casa en ese tiempo ni mi hija tampoco, pero cada uno se había hundido en unas malditas rutinas de separación. Ella, sumergida en la vida escolar de doce o más horas; yo, en mi empleo de oficina, viajes de trabajo, reuniones interminables, noches de escritura. Esos paréntesis son tragedias, muertes acumuladas, olvidos que luego pagamos con miradas que parecen hachazos. Todo esto empezamos a entenderlo cuando el amante duda en darnos el beso acostumbrado o cuando nuestra hija lanza el cuaderno contra la ventana y grita su odio al mundo del colegio o cuando nuestra madre ha dejado de visitarnos. Nos hemos ido muriendo mientras intentamos vivir una vida que no es la nuestra. Y habíamos creído que hacíamos muy bien las cosas, pero para quién. 

Pintado en la Pared No. 168-La crítica histórica


En Colombia nos quejamos de la casi inexistencia de los críticos literarios; la queja puede extenderse a la casi nula crítica histórica. Al austero paisaje de novedades librescas en la historiografía colombiana le sigue la pobre actividad crítica que ejercemos nosotros mismos. Eso puede indicar varias cosas; una, inmediata, es que nos leemos muy poco, por no decir que nos ignoramos con holgura. Hay cierto desinterés informativo y formativo, poco deseo de ser curiosos y, luego, exhaustivos. La otra, también posible o complementaria de la anterior, es que somos una pequeña comunidad científica muy condescendiente, tememos herir susceptibilidades, perder la amistad de los colegas. Por esto último, la comunidad de historiadores ejerce una muy débil autoridad a la hora de examinar aquello que puede ser considerado aporte original, contribución a una tradición. Aún más, somos pobres en ejercicio del criterio y entonces aceptamos que cualquier cosa de calidad dudosa tenga un brillo innecesario. O, al revés, que una obra valiosa se pierda, como decía una novia añeja, en la bruma de la nada.
Esa pobre crítica tiene repercusiones. Se destaca en las muy débiles y esforzadas secciones de reseñas de nuestras revistas especializadas. Pero también se destaca en la impunidad consentida con que algunos colegas pueden recurrir a formas fraudulentas de escritura sin ninguna sanción de la comunidad a la que pertenece. En algo más se hace notoria esta deficiencia nuestra: hace rato no tenemos debates historiográficos; ¿entre quiénes podemos tener una didáctica discusión sobre alguna obra en particular, sobre una tendencia interpretativa, sobre un método de dudosa eficacia? Sobre nada discutimos hace rato. Del mismo modo que no debatimos tampoco exaltamos a alguien en particular ni rendimos homenaje. Nos está faltando, quizás, llegar a una etapa profesional e institucional mayor; es probable que todavía estemos a mitad de camino en la adquisición de una mayoría de edad colectiva.

¿Cuántas reseñas de libros anuales escribimos los historiadores colombianos? ¿Cuántas reseñas les exigimos semestralmente a nuestros estudiantes? Ese género breve, argumentativo, sintético y punzante ha perdido encanto. Las conversaciones alrededor de un libro o de un autor han quedado reducidas a la simpleza y obviedad. A nuestros estudiantes, si acaso logran leer libros completos, les queda difícil luego escribir más allá de resúmenes o parafraseos anodinos. Allí hay otro gran desafío formativo. 

Pintado en la Pared No. 167-Los libros de Historia en Colombia


La profesora Maritxa Lasso lo dijo claro: los historiadores escribimos libros. Mejor, agrego yo, los científicos sociales culminamos nuestras investigaciones en forma de libros. El libro es el corolario, la forma suprema de expresión de lo que sabemos y podemos hacer. Los artículos en revistas especializadas son accesorios y, con mucha frecuencia, pasan inadvertidos para el público, salvo el personal especializado (los pares evaluadores) designado para evaluar cada propuesta de artículo. Sin embargo, hemos caído en el engaño de escribir artículos para revistas, porque es lo que nos coloca en categorías superiores ante Colciencias o nos ayuda a aumentar el puntaje salarial en las universidades. Pero lo que se produce para las revistas es hermético e intrascendente. Quizás, algunos números monográficos bien concebidos y bien nutridos de colaboradores representativos salen adelante. Y hemos ido dejando de lado el lento, sistemático y paciente proceso de creación de obras de largo aliento que se plasman en libros.
Los artículos para revistas especializadas son fragmentos, cosas incompletas y demasiado especializadas a las que les dedicamos demasiado esfuerzo. Para los historiadores eso se ha ido convirtiendo en una deformación profesional porque implica un empobrecimiento de lo que llamamos investigar y escribir. Claro, un artículo en una revista especializada puede llamar la atención sobre una obra en proceso, puede servir de muestra de un avance interesante, insinuar o anunciar que algo muy importante viene en camino. Pero en vez de ser un medio expresivo circunstancial, el artículo lo hemos ido volviendo el gran propósito, incluso a la hora de presentar proyectos nos exigen el compromiso de colocar artículos en revistas situadas en determinadas categorías.
Mientras tanto, qué paisaje intelectual hemos ido pintando los historiadores con la caída en esa tendencia. Hace rato no hay grandes libros de historia, no hay visiones de conjunto ni estudios de larga duración. Eso empieza a notarse en las librerías colombianas, en las ferias del libro. Algunos esfuerzos editoriales universitarios se han encaminado, quizás para disimular el desértico panorama, a publicar trabajos de grado, colecciones de tesistas que no hay que despreciar pero que contienen más defectos que virtudes. Muchos de eso trabajos son interesantes esbozos, investigaciones monográficas cuyo alcance es microscópico.
¿Cómo sacudirnos de esa tendencia? No va a ser fácil desterrarla porque es la predominante y porque, dirán muchos, es rentable. Nos hemos ido llenando de doctores de Historia y, cosa llamativa, muchos de esos doctores han llegado a la cima de su formación profesional sin presentar una obra que los distinga y sea su marca de presentación. Nos hemos ido volviendo articulistas especializados; incluso, si entrásemos en detalle con alguna perspicacia, propensos al auto-plagio, a una escritura reiterativa con leves modulaciones, con cambios adjetivos alrededor de un pequeño y concentrado esfuerzo documental. Así será muy difícil escribir libros acerca de la historia de Colombia que sirvan para formar generaciones y futuras o, también, que generen apasionadas discusiones. 

domingo, 29 de octubre de 2017

Pintado en la Pared No. 166- El concepto de revolución en la generación de Los Nuevos (2)


Mientras Jorge Eliécer Gaitán vinculó desde sus inicios en la vida pública a la revolución rusa con un proyecto político reformista en que no cabía la movilización armada, en otros miembros de su generación se admitió la posibilidad de la violencia. Un buen ejemplo de esa posición lo brinda Luis Tejada (1898-1924). En su corta existencia, el autor de Gotas de tinta le adjudicó a la idea de revolución un matiz mucho más expansivo y omnipresente; porque creía que la revolución podía incluir, además de la acción política, la vida cotidiana, la creación artística, la sensibilidad colectiva. Unas revoluciones podían ser lentas, pacíficas y casi imperceptibles, otras podían ser necesariamente violentas. Esa violencia estaba revestida, además, de misticismo y romanticismo, porque quienes actuaban violentamente en nombre de la revolución eran portadores de una “idea del porvenir”. Tejada exaltó la violencia revolucionaria como un hecho esencialmente bello:

“Sin embargo, la revolución es bella. Lo es, con belleza encendida y brutal, porque constituye un hecho esencialmente bárbaro, un retroceso a la calidad del hombre instintivo de la selva. La revolución, como toda solución violenta, significa el triunfo del instinto sobre la razón”. (La revolución, 1920)

La breve lucidez de Tejada le alcanzó para dejarnos una idea expansiva del hecho revolucionario. La revolución no era un asunto limitado a una esfera de la vida. Su reivindicación de la violencia hacía parte de la búsqueda de un mito movilizador para los jóvenes intelectuales que habían nacido con el siglo y habían visto el derrumbe de antiguos ídolos.
La revolución violenta también la exaltó, en el decenio 1920, su amigo José Mar (1900-1967); pero lo hizo con otras intenciones. Para 1922, el joven periodista boyacense era el secretario general del partido liberal y era el mensajero de los proyectos insurreccionales del viejo general y jefe de ese partido, Benjamín Herrera. Había en ese tiempo un clima conspirativo de un arrinconado partido liberal. La idea de revolución, en José Mar, era un rezago de la cultura política del siglo XIX. Fue con ese sentido que en 1922 invitó a la juventud estudiantil a adherirse al partido liberal y, sobre todo, a una rebelión armada:

“Para nosotros la guerra no es palabra prohibida. Nosotros no consideramos que el liberalismo deba renunciar al recurso de las armas; nosotros no consideramos que las presentes circunstancias políticas del país eliminen toda posibilidad o toda justificación de una guerra civil”.
(El temor de la guerra, 1922)

El brioso José Mar que militó en el comunismo incipiente del decenio 1920 se volvió un ardoroso defensor del proyecto político liberal encarnado en la figura de Alfonso López Pumarejo en la década siguiente. La revolución en marcha era, en su opinión, la encarnación del izquierdismo liberal y, principalmente, la posibilidad de realización de un programa político modernizador por la vía de las reformas. El liberalismo se había vuelto revolucionario porque asumía “la cuestión social”, asunto despreciado por la seguidilla de gobiernos conservadores. Una clase obrera aliada con el liberalismo en el poder, y no con el comunismo, era la situación nueva que promovieron algunos de los jóvenes militantes comunistas del decenio anterior. El ascenso al poder había hecho olvidar cualquier intención de alzamiento armado.   


lunes, 16 de octubre de 2017

Pintado en la Pared No. 165-Octubre aciago


El concepto de revolución en la generación de Los Nuevos (I)


Buscando qué dijeron los intelectuales de la generación de Los Nuevos, en Colombia, acerca de la revolución rusa, me tropecé con la Balada de octubre aciago, poema de León de Greiff escrito en 1919 y que hace parte de su poemario Libro de signos, publicado en Medellín en 1930. El largo poema tiene alusiones inequívocas al hecho revolucionario. El “mes agorero” está presidido por un astro rojo, por “una enemiga estrella roja” que, muy posible, refiere el emblema que ha identificado por siglos el palacio del Kremlin. La travesura poética puede ser marginal y pasar como una simple anécdota juguetona en medio de lo que dijeron, de modo prolijo, otros intelectuales de aquella generación que tuvieron una trayectoria política que incluyó algún grado de simpatía con la revolución bolchevique, me refiero a, por ejemplo, Luis Tejada, Luis Vidales, Jorge Eliécer Gaitán, José Mar. 
Para aumentar la anécdota, “octubre aciago”, dicen los entendidos, es una recurrencia en la obra de García Márquez. El mes de octubre tiene un sello penumbroso en sus relatos y suele merecer el adjetivo de “aciago”. ¿Simple coincidencia? ¿Una meditada afinidad entre poeta y novelista? 
Apartados de esta travesura del ocio creador, la revolución bolchevique o “maximalista”, adjetivo común entre los periodistas de la década de 1920, tuvo varios sentidos entre los jóvenes intelectuales de la generación nueva. Rescatemos por ahora el sentido que le otorgó el estudiante de Derecho, Jorge Eliécer Gaitán; para él, la revolución socialista de 1917 debía verse como una evolución, de tal modo que el socialismo era el resultado de cumplir varias etapas y era, principalmente, la encarnación de un método científico de comprensión de la realidad social, esta interpretación le permitía alejar esta experiencia socialista de los antecedentes utópicos del siglo XIX y de las prácticas caritativas difundidas, en su momento, por la Acción Católica. El deslinde con el socialismo de los artesanos y con la perspectiva social de la Iglesia católica era, para el político en ciernes, apremiante.
Lo que decía en esbozo en su tesis de grado de 1924, aparecerá de modo más definido en la década siguiente, cuando era un político consolidado que buscaba afianzar su propio movimiento político plasmado en la propuesta de la UNIR (1933). Por ser la revolución un fenómeno evolutivo, gradual y acompasado por las ciencias de la sociedad, era indispensable la existencia de un partido político encargado de guiar esa táctica, que fuera artífice de ese método de acción: “La realización de todo un plan político no puede ser obra de la improvisación ni puede ejecutarse sino gradualmente”. Y aún más tarde en 1942, seguirá diciendo que “el proceso de las revoluciones es eminentemente evolutivo”.
Gaitán supo acomodar su idea de revolución y, sobre todo, su percepción de la revolución rusa a su proyecto político. Desde muy joven, el dirigente liberal asumió su práctica política como un proceso de reformas orientado por una organización política, no le concedió en su reflexión ni en su praxis la más mínima posibilidad a la lucha armada. Eso lo diferenció rápidamente de las veleidades románticas de otros miembros de su generación.


miércoles, 11 de octubre de 2017

Pintado en la Pared No. 164-150 años de la Universidad Nacional de Colombia


Si creyéramos un poco más en nosotros mismos, si supiéramos un poco de lo que hemos hecho y, sobre todo, de lo que hemos venido siendo, nos detendríamos con mayor trascendencia a conmemorar ciertos hechos. Tenemos tan pocos mitos sólidos, hemos estado tan acostumbrados a lo superficial que tenemos una escala de valores muy ramplona para medir lo que ha sido el devenir de nuestro país en su proceso republicano. Son 150 años de la Universidad Nacional de Colombia. El solo hecho de esa suma de años ya debería decirnos algo; por ejemplo, que, en medio de una vida pública tan cruenta, esa institución ha persistido, que la apuesta fundacional de los liberales radicales de 1867 no ha sido ni equivocada ni fallida. Hace 150 años nació una universidad pública con la voluntad de reunir saberes, transmitir y producir conocimiento, formar funcionarios para el Estado y para la sociedad. Esos propósitos iniciales se han fortalecido y el vínculo entre la universidad y la sociedad colombiana se ha vuelto profundo, entrañable; s{i, también ha sido un vínculo conflictivo, con ondulaciones a favor o en contra del Estado o de la sociedad o de la misma universidad.
Hoy, 150 años después, siento que a la Universidad Nacional se le debe un homenaje porque, al hacerlo, estamos recordándonos que, en medio de todo y a pesar de todo, una institución hecha para forjar la sapiencia de una nación aún está ahí. Que en ella han nacido y crecido las ciencias en todos sus aspectos, han surgido dirigentes políticos y empresariales, han sido formados ciudadanos para todas las variantes partidistas, han crecido otras instituciones que la acompañan en sus funciones fundamentales. Y digo que se le debe un homenaje porque hasta ahora no siento nada que se parezca a eso; el cincuentenario ha ido pasando inadvertido porque el gobierno de Juan Manuel Santos no le ha interesado el asunto y porque, peor, para ese gobierno no ha sido importante la educación pública a pesar de los mentirosos lemas que proclamó, sobre todo, durante su segundo mandato.
Esta conmemoración toma a la Universidad Nacional en un estado deplorable; su campus está deteriorado y sus finanzas son cada vez más exiguas. Las políticas gubernamentales de los últimos veinte años la han sometido a una competencia desigual con los emporios de las universidades privadas. Eso incide de modo notorio en la calidad de sus programas académicos; sin embargo, esa institución cuenta con un enorme acumulado y sigue siendo la universidad que mejor representa el triunfo del mérito sobre la fortuna, el triunfo de la capacidad y el talento sobre la mezquindad de las lógicas del lucro y el libre mercado.

Todas las universidades públicas, por lo menos, deberíamos recordar y recordarnos la magnitud de esta evocación, porque es una manera de decirnos, entre todos, que la universidad pública ha sido, es y seguirá siendo la mejor apuesta en una sociedad en que muchas veces ha prevalecido la fuerza sobre la razón, el dinero fácil sobre el trabajo riguroso, el despilfarro en cosas excedentes sobre las prioridades de la cultura. La Universidad Nacional es obra de la persistencia colectiva de los mejores seres de nuestra nación.

domingo, 3 de septiembre de 2017

Pintado en la Pared No. 163-El retorno a lo básico



El historiador usa el tiempo y, por tanto, piensa el tiempo. Eso nos han enseñado a hacer algunos historiadores que nos dicen, a su modo, que no olvidemos el tiempo. Cuando vamos en busca de un objeto de estudio, estamos preparando una relación temporal en varias dimensiones. Una, muy obvia, la del encuentro de la temporalidad del historiador con la temporalidad del asunto elegido para el examen. Una conversación entre tiempo presente y tiempo pasado, una conversación entre momentos de las sociedades. Una conversación desigual en que el historiador se siente superior, omnisciente.  Pero hay otra dimensión, la de la temporalidad elegida y sus conexiones y contrastes inmediatos. Esa temporalidad se llena de límites, fechas probables del inicio y del fin de algo, entonces hablamos de procesos. O vemos esa temporalidad formada por pequeños sucesos que, en sumatoria, constituyen un acontecimiento significativo o una etapa definida o una tendencia de época, en fin.
La temporalidad tiene otras dimensiones menos evidentes; tiene que ver con su densidad histórica. Hay momentos, como aquellos que conocemos como de transición, en que muchas cosas se acumulan en muy pocos años. Momentos densos en información, plagados de datos significativos, de actividad colectiva e individual en muchos ámbitos; momentos de seres ambiguos que no pueden zafarse de viejas prácticas y creencias pero que comienzan convivir con nuevas prácticas y nuevas concepciones del mundo. También hay momentos de planicie, de cierta aridez en la experiencia colectiva, como si la sociedad hubiese pactado una tregua en sus conflictos o como si de modo subterráneo se preparase una ruptura muy radical e intempestiva.
Fernand Braudel, poco y mal leído, fue quizás el más acucioso manipulador del tiempo como categoría. Su modelo, basado en la disección de estructuras temporales, produjo una manera de escribir e indagar en la ciencia histórica que le permitieron a esa disciplina convertirse en la reina de las ciencias sociales. Recuperar a este historiador francés en la lectura iniciática, en la formación de nuevas generaciones de historiadores puede ayudar a resolver varias cosas; además de ayudar a entender la relación íntima del historiador con el tiempo, sirve para aleccionar acerca de la relación entre el espacio y el tiempo. Hoy, cuando aparecen ciertas modas que el mercado académico sabe vender como lenguajes políticamente correctos, leer a Braudel es gratificante porque demuestra que la ciencia histórica tiene modelos ya clásicos para hablar acerca de la relación de los seres humanos con su entorno geográfico. Braudel enseñó a narrar los cambios históricos del clima, de los mares, de los vientos. Puso a debatir los vínculos entre el espacio natural y las mentalidades colectivas. Y, quizás más importante, nos demostró que punto culminante de la investigación histórica es el libro. El corolario de una larga y sistemática pesquisa que puede atravesar lustros es un libro; una historia no se narra ni explica cabalmente en un artículo de revista especializada. La forma comunicativa sustancial del proceso de investigación del historiador es el libro.
Fernand Braudel y otros historiadores han sido medianamente sepultados por las frivolidades posmodernas que son improductivos cantos de sirena. Antes de leer a los autores posmodernos hay que leer, por método, a los modernos. Buena parte de las carencias escriturarias de nuestros días, en las ciencias sociales, tiene que ver con la propensión a dudar, precisamente, de las virtudes de la investigación y la escritura. El inmovilismo de los planes de estudio de nuestros programas de Historia, en Colombia, tiene que ver con este desapego por leer y comentar a los modelos básicos (no los llamemos ni clásicos ni grandes para evitar otras discusiones). Si se aplicasen en mínimo grado algunas de las sugerencias de estos historiadores que sacudieron los paradigmas epistemológicos en el transcurso del siglo XX, tendríamos diseños curriculares más audaces.
Leer a Braudel o a Edward P. Thompson es tan básico como leer, en una formación literaria, a Cervantes y su Quijote o a García Márquez y Cien años de soledad. Es lo básico, y cuando eludimos lo básico vivimos sin bases, volando entre nubes.  


viernes, 18 de agosto de 2017

Pintado en la Pared No. 162-El libro en Colombia (4)

De la ciencia a la política
La conversación entre científicos y aficionados a las ciencias que querían hacer parte de una exclusiva comunidad ilustrada fue lo predominante hasta los años de la ruptura política, así lo ha demostrado la obra de Silva Olarte y ayuda a reafirmarlo Nieto Olarte en su estudio sobre el Semanario del Nuevo Reyno de Granada, bajo dirección del “sabio” Caldas; pero al lado del libro científico que entretuvo las ilusiones de una élite criolla hubo otro género de obras que pudieron haber llegado a sectores en apariencia muy alejados de la capacidad lectora. No es fácil hacer hallazgos de lectores y lecturas entre grupos sociales que podemos calificar como plebeyos o populares en los últimos años del siglo XVIII. Sin embargo, en una reciente tesis de maestría, cuyo asunto central son los casos de maltrato a la mujer en los últimos decenios de la vida colonial, aparece de modo casi distraído el hecho de que, en 1782, el cultivador de una pequeña parcela cerca de Almaguer (gobernación de Popayán), para justificar el asesinato de su esposa, haya reconocido que leyó el Prontuario de la teología moral del padre Francisco Lárraga, un libro que servía de manual de los confesores católicos desde su primera edición de 1706 y que ocupó lugar primordial en muchas bibliotecas personales sobre todo en la primera mitad del siglo XIX. En su comparecencia, el labrador había leído a su manera el famoso manual de Lárraga: “No peca el marido que mata a la mujer cogida en adulterio”.[i]
Los libros e instrumentos científicos distinguieron fácilmente las “librerías” de los hombres ilustrados; mientras la antigua biblioteca de los jesuitas y la del convento de los franciscanos en Santafé de Bogotá mostraron el predominio de lo que podemos llamar las formas del libro sagrado, los listados testamentarios de sacerdotes católicos, hacendados y hombres de letras demuestran que hubo una tendencia a reunir libros que se ocupaban de asuntos profanos. Por ejemplo, el remate de los bienes que habían pertenecido al presbítero Juan Mariano Grijalba, rector del Real Colegio y Seminario de Popayán entre 1784 y 1808, demuestra un equilibrio entre obras profanas (171) y libros sagrados (143); a eso se añade que el mismo remate de sus bienes propició que su biblioteca y objetos tales como microscopios, prismas, termómetros, brújulas y globos terráqueos terminaran en manos de individuos laicos.[ii]
Pero esta situación del libro todavía replegado en exclusivas librerías de gente ilustrada interesada en la difusión de las ciencias naturales de la época va a cambiar fuertemente a partir de la coyuntura revolucionaria que surge con la crisis monárquica de 1808 a 1810. Muy evidente, aquellos que parecían consagrados a las minucias de la botánica, la química y la física, como Caldas, pasarán a interesarse en otras ciencias, las de gobierno. Los proto-científicos reunidos alrededor de la expedición botánica y del Semanario del Nuevo Reyno de Granada, pasarán a discutir ardorosamente sobre la interinidad política del virreinato; Caldas, por ejemplo, de redactor responsable del Semanario será, enseguida, redactor del Diario político de Santafé de Bogotá. Los periódicos o “papeles públicos” adquirieron importancia por su eficacia comunicativa, un formato breve de circulación regular que proporcionaba noticias frecuentes sobre una situación política inédita. “Con la Revolución asistimos, en primer lugar, a un cambio en lo que se lee”, advierte el historiador Isidro Vanegas y algunos epistolarios de la gente de la época lo confirman; entre 1810 y 1815, por lo menos, era apremiante para los hombres notables suscribirse a varios títulos de periódicos y, además, era primordial afianzar buenas relaciones con los administradores de correos.[iii]
La política absorbió las preocupaciones del notablato criollo; sus bibliotecas personales comenzaron a revelar los intereses propios de hombres públicos consagrados a las tareas de gobierno. Es el caso de los libros que pertenecieron a Francisco de Paula Santander, presidente encargado entre 1821 y 1827 y por elección entre 1832 y 1837; su viaje de exilio y su presencia sistemática en el proceso de construcción estatal, luego del triunfo definitivo sobre el ejército español ayudaron a moldear los géneros de libros contenidos en su biblioteca. Destacamos, por ejemplo, la sección dedicada a lo que podemos llamar asuntos militares, resultado obvio de su actividad al lado del ejército: reglamentos de infantería, libros de estrategia e ingeniería militares, manual de procedimientos para las tropas, diccionarios de sitios y batallas. Más relevante quizás, el grupo de autores relacionados con la administración del Estado: codificaciones, códigos, constituciones de varios países, revistas de estadística, tratados sobre sistemas marítimos, manuales de contribución e impuestos, planes de secretarías de hacienda. Por supuesto, el alto porcentaje de autores y obras de ciencia política encabezados por la obra de Jeremy Bentham; los diez volúmenes de la obra de Maquiavelo y luego Jean-Jacques Rousseau. Entre los asuntos militares de política y administración del Estado, su biblioteca personal reunía casi el 32%. Luego, entre la literatura y la filosofía se sumaba un 24.6%. Sin duda, el viaje de exilio le permitió interesarse por las bellas artes,  por el teatro italiano, por la poesía y la novela alemanas en cabeza de Goethe; sin embargo, se impusieron las prioridades del político profesional, del hombre de Estado.[iv]




[i] Mirando el Prontuario del padre Lárraga, la afirmación es contraria a la que expresó el esposo asesino de 1782: “Y la razón porque no puede el marido matar a su mujer adúltera cogida en el mismo adulterio, ni tampoco al adúltero, es porque no se guardaría el moderamen inculpate tutelae”, Francisco Lárraga, Prontuario de la teología moral, Barcelona, Imprenta de Sierra y Martí, 1814, p. 427. Sobre este caso, Lida Elena Tascón, Sin temor de Dios ni de la real justicia. Amancebamiento y adulterio en la Gobernación de Popayán, 1760-1810, Universidad del Valle, 2014,  p. 162.
[ii] Remate de bienes del padre Grijalba, Archivo Central del Cauca, Sección Colonia, J-II-10 su (sig. 10057), fols. 11 v.-26 v. (1808-1809). Entre los beneficiarios del remate se cuentan notables criollos como José Félix de Restrepo, José Antonio Arroyo, Gerónimo de Torres.
[iii] I. Vanegas, La Revolución neogranadina, Bogotá, Ediciones Plural, 2013, p. 119; el mismo Vanegas es compilador de un precioso epistolario lleno de testimonios sobre el interés lector de un grupo de comerciantes: Dos vidas, una revolución. Epistolario de José Gregorio y Agustín Gutiérrez Moreno (1808-1816), Bogotá, Universidad del Rosario, 2011. 
[iv] Nos hemos basado en el estudio preliminar y el inventario reunidos en el tomo Santander y los libros, Biblioteca de la Presidencia de la República, Bogotá, 1993

Pintado en la Pared No. 161-El libro en Colombia (3)

El  libro en la transición hacia la república, 1767-1839
En esta etapa varios hechos contribuyeron a la consolidación del libro como instrumento educativo del Estado bajo control de la potestad civil. El libro dejó su reclusión en el ámbito predominante religioso católico; la gran biblioteca de los jesuitas pasó a ser una biblioteca pública que incentivó “un uso intensificado del libro” y, agreguemos, permitió una paulatina apropiación laica del legado bibliográfico que había acumulado la Compañía de Jesús. Los libros de esa biblioteca pasaron a ser de dominio público y a servir de apoyo a la formación universitaria.[i] Ese cambió lo acompañó la difusión cada vez más amplia del libro científico, bajo el impulso de la política cultural de la Corona; varias veces, el rey, con ayuda de los virreyes, se encargó de recomendar las innovaciones científicas europeas traducidas al español y que debían hacer integrarse a la enseñanza universitaria en sus posesiones americanas. Algunos de esos libros fueron tutelares en la formación de por lo menos dos generaciones universitarias que entraron en contacto con las novedades de la química, la física, la botánica y medicina, principalmente. Un ejemplo se destaca al respecto, el Diccionario universal de física de Mathurin-Jacques Brisson, libro de tres volúmenes publicado originalmente en francés, en 1781 y cuya traducción al español, problemática por cierto, comenzó a ser publicada en español entre 1796 y 1802; una enjundiosa obra que llegó a los diez volúmenes y que necesitaba, sin duda, del mercado lector de las posesiones españolas en América. La recomendación real era, por supuesto, una actitud de mecenazgo en apoyo a los esfuerzos de los científicos e impresores españoles que abordaron la titánica tarea. La recomendación real llegó el 30 de agosto de 1801 y decía que “habiéndose publicado el Diccionario de Física de Brisson, obra de gran mérito en su clase, traducida al castellano con notas del traductor que la hacen más apreciable, y considerando el rey su importancia por lo que puede influir en el adelantamiento y progresos de los conocimientos útiles, se ha servido su Majestad mandar que vuestra excelencia promueva su despacho dándola a conocer y recomendándola por los medios que le dicte su celo y procedencia. Lo que de real orden participo a vuestra excelencia para su inteligencia y cumplimiento”.[ii] La recomendación debió tener impacto, porque la obra aparece en inventarios de varias bibliotecas (o librerías particulares), por ejemplo en las de Camilo Torres y Francisco de Paula Santander.
El libro científico tuvo su mejor momento, al parecer, entre 1767 y 1808. La presencia de José Celestino Mutis, el paso por el virreinato de Alexander von Humboldt y la organización de la expedición botánica alentaron en los criollos letrados la afición por la exploración científica y por la búsqueda de modelos de conocimiento de la naturaleza. Algunos, como Francisco José de Caldas, se obsesionaron (y se frustraron) con la intención de ponerse al día en el conocimiento de los avances de las ciencias naturales. Sus dificultades para adquirir ciertas obras en boga le hicieron sentir agudamente la distancia con respecto a los lugares de producción de las novedades en algunas ciencias. En su epistolario, Caldas exhibió a menudo la angustia de la incomunicación ante la dificultad para tener a la mano las obras de Linneo o Buffon; hacia 1801 dijo que “la imposibilidad de instruirnos parece invencible. A cuatro mil leguas de distancia de la metrópoli, añada fuerzas marítimas de la Gran Bretaña que cierran la comunicación de España con sus colonias, y casi desesperaremos de poder algún día saber lo que un niño europeo”.[iii]




[i] R. Silva, 2002: 72-81.
[ii] (Documentos para la Historia de la educación en Colombia, tomo VI, 1800-1806, doc. 262, pp. 40 y 41).
[iii] Carta de Francisco José de Caldas a Santiago Pérez de Valencia, Popayán, marzo 20 de 1801, Cartas de Caldas, Bogotá, Academia Colombiana de Ciencias Exactas, 1978, p. 59.

Pintado en la Pared No. 160-El libro en Colombia (2)

Los puntos extremos de una historia
La historia de la cultura impresa precedió y acompañó los procesos de transformación de la vida pública y puso un sello definitorio de las características de la historia republicana; más precisamente, la cultura letrada fue fundamento de la emergencia de un personal político y de la puesta en marcha de un ritmo de discusión permanente apoyado, principalmente, en impresos de breve formato, en particular los periódicos o “papeles públicos”, y, en menor medida, por el formato más exclusivo del libro. El predominio del universo de los impresos, en el caso de lo que fue el antiguo virreinato de la Nueva Granda y que hoy conocemos como Colombia, lo situamos entre 1767, año de la expulsión de la Compañía de Jesús y de inicio de una política publicitaria de la Corona que partió de la expropiación de la biblioteca de esa comunidad religiosa y su paulatina reorganización en busca de sintonía con un proyecto de reforma educativa en el entonces Nuevo Reino de Granada, plasmada en el Plan de Estudios que rigió entre 1774 y 1779 .[i] Hacia 1777 podía hablarse, entonces, de una biblioteca pública y, sobre todo, de un ambiente más o menos favorable a la circulación de impresos.  Aunque la expulsión de la Compañía de Jesús tuvo indudable sello autoritario, dio inicio a una etapa propicia para la circulación de saberes, para cierta expansión asociativa en las coordenadas muy estrechas de los criollos ilustrados. Unos han constatado, por ejemplo, un incremento del comercio del libro y un ambiente más favorable para su circulación;[ii] otros, más recientemente, constatan, además de una “renovación del periodismo”, la voluntad de aplicar una política cultural en un variado espectro.[iii] Eso entrañó la múltiple tentativa peninsular de modificar los estudios universitarios, de proyectar la utilidad de ciertos avances tecnológicos y científicos, de obtener inventarios de los recursos naturales de sus posesiones. Es cierto que el ejercicio de la opinión siguió controlado por las autoridades coloniales que otorgaban, o no, licencias de publicación y mantuvieron una fuerte censura previa; sin embargo, en medio de ese ambiente estrecho para la comunicación, hubo un tenue pero significativo florecimiento de “papeles públicos” en que se mezclaron la necesidad publicitaria de la Corona con el interés de algunos escritores por cumplir, a veces de modo obsequioso, una labor de agentes de comunicación de los actos de gobierno y de los propósitos ilustrados de la monarquía. Algunos historiadores consideran que hubo en esos años una relación ambigua en que se mezclaron las necesidades de difundir y prohibir, en que hubo desconfianza y a la vez convicción sobre los efectos de la circulación periódica de ideas. Esa ambigüedad produjo momentos de tensión y represalias, pero también consolidó una incipiente esfera de opinión letrada, exclusiva y excluyente, pero productiva y significativa que se plasmó en la existencia de algunos periódicos que sirvieron para forjar las premisas de la opinión letrada permanente, regular, que fue más ostensible y plural después de la coyuntura decisiva de 1808 a 1810.[iv]
El decenio 1930 conoció la última gran tentativa del Estado por popularizar el libro y la lectura; en buena medida, la República Liberal, como lo explica el historiador Renán Silva, y como yo lo entiendo, fue una tentativa de culminar un proyecto varias veces fallido que consistió en la expansión de la cultura letrada y con la convicción de moldear a los individuos y formar ciudadanos bebiendo en las fuentes bautismales de la razón y la ciencia.[v] Por su despliegue en acciones, la República Liberal fue un momento culminante de la presencia de intelectuales iluminados que como agentes del Estado le dieron cimiento a una política cultural de masas basada en la expansión del libro, de la escuela y de la figura laica del maestro; por eso, entre otras cosas, desde finales de la presidencia de Enrique Olaya Herrera y en los inicios del primer gobierno de Alfonso López Pumarejo hubo una reorganización institucional en la formación de maestros de escuela;  el nacimiento en el decenio 1930 de facultades de ciencias de la educación fue uno de los elementos institucionales en el conjunto de políticas estatales de difusión cultural en que el libro y la lectura ocuparon lugar central.[vi]





1Algo detalladamente explicado por Renán Silva Olarte (Los Ilustrados de Nueva Granada, 2002, pp. 46-71).
2Renán Silva, Los Ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808. Genealogía de una comunidad de interpretación, Medellín, Eafit-Banco de la República, 2002, pp. 251-277. Téngase en cuenta, también, la legislación peninsular de 1778 a favor de la imprenta en ambos lados del Atlántico; al respecto, Fermín de los Reyes Gómez, El libro en España y América. Legislación y censura (siglos XV-XVIII), vol. 1, p. 607
3 Gabriel Torres Puga, Opinión pública y censura en Nueva España. Indicios de un silencio imposible (1767-1794), México, El Colegio de México, 2010, pp. 195, 196.
4 Además de los autores ya mencionados, aporta en la misma perspectiva el balance que hace de los periódicos difusores de la ciencia, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, Miguel de Asú, La ciencia de Mayo. La cultura científica en el Río de la Plata, 1800-1820, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, pp.93-116.
5No es casual que el mismo historiador que ha hecho tan minuciosos estudios sobre el mundo intelectual de los ilustrados, en la segunda mitad del siglo XVIII, le haya interesado dar el “salto” hacia los hechos culturales promovidos por los gobiernos liberales entre 1930 y 1946 (R. Silva, República liberal, intelectuales y cultura popular, 2005).
6 Sobre la aparición de las ciencias de la educación en esos años, en Colombia: Rafael Ríos, Las ciencias de la educación en Colombia, 1926-1954, 2008, pp. 64-93.

viernes, 11 de agosto de 2017

Pintado en la Pared No. 159-El libro en Colombia (1)




La vida del libro en su relación con el proceso histórico de cualquier país latinoamericano puede enseñarnos a entender el carácter de nuestros ciclos de modernidad. Hoy, cuando algunos intelectuales importantes anuncian la extinción del libro impreso y el paso definitivo a las formas electrónicas y digitales de circulación de lo que antes se publicaba en papel, se vuelve más interesante entender cómo ha sido nuestra relación, como sociedad, con el mundo de lo impreso.
Hacia inicios del siglo XIX, las incipientes máquinas de imprenta estuvieron asociadas con la modernidad cultural y política; acompañaban la emergencia de una opinión pública deliberante y muy competitiva en que las fuerzas políticas se disputaban el control de los procesos de comunicación cotidiana, buscaban conquistar públicos y adeptos a facciones políticas, partidos, caudillos, proyectos de organización política. El libro y los múltiples impresos periódicos correspondieron con el ascenso de un mercado lector. Al final de ese siglo, en el caso colombiano, ya se insinuaban las librerías como lugares especializados y comercialmente autónomos que promocionaban generosos catálogos de libros en muy diversos géneros, desde los extremos de la bibliografía sagrada a la bibliografía profana. El libro había logrado un lugar institucional en bibliotecas dotadas y reglamentadas por el Estado según políticas de adquisiciones oficiales; y también había logrado un lugar preferente en vitrinas de almacenes, en las casas de gente de “buen tono”, en el humilde taller del artesano, en las pulperías, en las posadas de los caminos, en las sedes de asociaciones mutualistas. En suma, el libro se había vuelto un objeto de circulación masiva y había abandonado su sello de exclusividad social y política.
Aun así, el comercio del libro tuvo durante largo tiempo una relación casi directa con el poder político. Varios políticos y hasta presidentes del país fueron propietarios de rutilantes librerías. Desde Antonio Nariño hasta José Vicente Concha, pasando por Salvador Camacho Roldán y Miguel Antonio Caro, las profesiones de librero y político fueron contiguas. Ellos sabían que la circulación de determinados libros garantizaba, en buena parte, el triunfo de determinadas ideas e, incluso, como sucedió con los impresores, los libreros fueron militantes de uno u otro partido y eso lo expresaron de manera categórica en la naturaleza de sus catálogos. Unos fueron esmerados difusores de la fe católica y otros le apostaron a paradigmas de la vida laica.
Y cuando el mundo de los impresos parecía haber alcanzado su hegemonía en el mercado cotidiano de la opinión y la lectura, llegaron otras formas de comunicación que fueron arrinconando la circulación del libro. Cuando la lectura cotidiana del libro comenzaba a tener cifras comerciales importantes y expresaba un hecho alfabetizador en la sociedad colombiana, aparecieron de manera arrolladora la radio, el cine y la televisión. Se impusieron otros ritmos de comunicación cotidiana y la vida del libro impreso comenzó a erosionarse.

Hoy, sociedades que no alcanzaron a redondear su relación comunicativa con el libro impreso saltaron a las formas digitales de comunicación, rápidas, volátiles. Varias generaciones que no conocieron el contacto cotidiano con el papel impreso navegan en las formas de conversación vaporosas de las redes sociales. El libro en su forma tradicional ha comenzado a estorbar y a verse como un elemento extraño.  Eso habla de lo superficiales que han sido nuestros ciclos de modernidad.  

lunes, 24 de julio de 2017

Pintado en la Pared No. 158-Perros peligrosos


Peter Kriegel, zoólogo especialista en etología animal. Artículo tomado de Die Zeitung, abril 11 de 2012. El artículo fue solicitado por el periódico luego de un terrible caso de muerte de una joven pareja en las afueras de Bonn. Peter Kriegel es autor de Animales y vida cotidiana. Paradojas del mundo animal en el mundo de los humanos (2008). Traducción libre para Pintado en Pared.

“Perro que no muerda no es perro”, decimos desde hace mucho tiempo en Alemania. A eso añado que los perros son animales y hay que entenderlos como tales. Los perros muerden porque son animales, porque, como todos los animales, pueden sentirse amenazados; porque necesitan proteger sus crías o determinar el dominio sobre un territorio o porque quieren ganar entre los machos los favores de una hembra o porque están hechos para perseguir y atrapar o para vigilar. Claro, según la raza o la disposición ancestral serán más determinados en sus actos y estarán más o menos dotados para lanzar sus dentelladas. Como todos los animales, los perros tienen su memoria biológica y a ella son naturalmente fieles. También solemos decir que el perro es nuestro amigo más fiel; pero precisemos que esa fidelidad ha sido un laborioso aprendizaje histórico, largos años de cercanía entre ser humano y perro. Por encima de esa fidelidad hay otra, muy superior, es la información biológica de la especie, con los diversos empaques que son las razas. Según el olfato, la visión y el oído, esa información biológica se expande, se materializa en lo que llamamos el carácter o los atributos de cada raza. Cada perro es fiel representante de una información biológica que lo define.
Y hay otro elemento que solemos olvidar y es sustancial a cualquier perro de cualquier raza, de cualquier lugar, de cualquier cruce de ancestros, es la mordida. El embeleco contemporáneo del amor a las mascotas, y a los perros en particular, nos ha hecho olvidar esa parte vital y diferenciadora de los caninos: sus mordiscos, su mandíbula, su composición dental. El buen veterinario debería decirnos desde el inicio muchas cosas básicas al respecto, antes de que tomemos decisiones acerca de cuál perro nos va a acompañar durante un poco más de una decena de años. Resulta que hay perros que han sido determinados biológicamente para apretar y no soltar a su presa, otros están dotados para apretar y desgarrar fatalmente al soltar. Los humanos, conocedores del material disponible (o armamento), han aprovechado ciertas razas para usos mortíferos, canes que sirven para labores de protección casi militar, otros que sirven para perseguir, capturar y arrastrar a la presa hasta desangrarla, otros más que capturan, aprietan y luego comienzan a desgarrar. En las guerras han sido muy útiles por letales (los romanos en sus invasiones sabían mucho al respecto).
La democratización del consumo de las mascotas ha ido poniendo en manos inexpertas (mezcla de ingenuidad e irresponsabilidad) a canes que deberían estar en regimientos militares, bajo estrictos controles de reproducción, en férreas disciplinas, en espacios amplios para correr, combatir y fatigarse, bajo la autoridad de soldados vigorosos. Ahora los mastines, dogos, buldogs adornan los pequeños apartamentos de la clase media, corretean en los parques infantiles y caminan sueltos por las mismas veredas que transitamos los peatones. Resulta que esos perros pueden pesar unos 40 kilos y cuando amenazan y agreden su fuerza puede equivaler a una triplicación de su peso, así que se vuelve casi imposible bloquear una tracción de casi 120 kilos. Ante esto de nada sirve la buena voluntad del amo que terminará, por lo menos, arrastrado y olvidado por su “tierna mascota”.
La mandíbula y la dentadura corresponden plenamente con la memoria biológica de estas categorías caninas. Varias razas de estos perros tienen doble juego de colmillos arriba y abajo; algunos de esos colmillos tienen la forma de un garfio, de modo que no se sabe si es peor que penetren en la piel o que se retiren. Agreguemos la capacidad de presión en que los mastines y sus derivados son campeones sempiternos; y, por si fuera poco, su olfato les permite detectar los torrentes sanguíneos y las zonas blandas de sus víctimas, allí apretarán sin piedad y sin dificultad.
No se trata de condenar a unas razas, se trata más bien de entender que hay una relación entre la dotación corporal y la información genética que estos animales nunca podrán traicionar. Los mastines y demás perros de presa están hechos para ciertos lugares y ciertas situaciones que hacen honor a su denominación legendaria, no podemos pedirles que se comporten como un bullicioso pekinés o como un tembloroso chihuahua. Quizás sea más importante tratar de entender qué le está sucediendo a una sociedad cuando quiere mostrar que tiene a su lado a razas caninas que han hecho parte de equipos de guerra. ¿Es una advertencia sobre sus temores en un mundo cotidiano inseguro? ¿Es una declaración de hostilidad ante un vecindario que no le es confiable? ¿Una simple exhibición de superioridad y fuerza? ¿Demasiados filmes bélicos o de venganzas entre bandas mafiosas en que estos perros hacen parte del reparto estelar? ¿Otro de los tantos excesos del libre mercado?

Cualquier cosa que sea, la única recomendación que se me ocurre, y válida para cualquier perro, desde el más inocuo hasta el más intimidante, es que no olvidemos que todos los perros son animales, que están hechos para morder y que lo harán no porque hayan planeado hacerlo, sino porque han recibido del medio o del momento la estimulación necesaria que los llevará a actuar de ese modo, con la poca o gran dotación dental que los caracterice. Unos perros nos morderán y serán motivo para algún chiste, otros no nos permitirán reír. Todo lo contrario.  

Pintado en la Pared No. 157-Los médicos de la Regeneración



Poco sabemos de la vida pública durante la Regeneración, al menos del lapso que va de 1886 hasta la guerra civil de los Mil Días (1899-1901). Hay algunos estudios puntuales, monográficos, pero no una visión que nos complete el paisaje de lo que fue el mundo de relaciones entre los individuos, sobre el funcionamiento del espacio público de opinión. Tenemos claro, como especie de premisa, que con el triunfo de la alianza de los conservadores y los liberales moderados, sellada por la Constitución de 1886 y refrendada por el Concordato de 1887 que le devolvió a la Iglesia católica potestades que desempeñó con holgura desde entonces y hasta bien entrado el siglo XX, tenemos claro, decimos, que las reglas de funcionamiento de la vida pública tuvieron modificaciones importantes: la libertad absoluta de prensa tuvo limitaciones; la injerencia eclesiástica en el sistema de instrucción pública tuvo el carácter de política cultural oficial. Pero esto es para nosotros lugares comunes, frases de cajón poco o mal demostradas.
Si nos adentramos en la letra menuda de la época, en averiguar cómo los individuos se asociaron y con qué propósitos, quizás hallemos algunos hechos significativos que no habíamos detectado o ni siquiera vislumbrado. Por ejemplo, el incremento de una sociabilidad formal, apoyada en la especialización del trabajo, en la consolidación social de determinadas profesiones. Todo esto tuvo su apoyo legal en la aparición de una legislación en torno al otorgamiento de personería jurídica que entrañó algo más que la necesidad de un registro legal de los asociados, de una descripción de los objetivos de la asociación y de un seguimiento o vigilancia de sus actividades. Aquí estamos ante un asunto que va más allá de la influencia de la Iglesia católica en la custodia de la moral pública, se trata de una especie de regulación de profesiones que habían logrado un estatus comercial y ciertos niveles de reconocimiento en el mercado y ante un público.
En unos casos puede tratarse de asociaciones que reunían a profesiones en ciernes y, en otros, a asociaciones que reunían a profesiones que habían acumulado una trayectoria pública desde antes de la Regeneración. Entre esas profesiones vale detenerse en los médicos. Por lo menos en Bogotá fue evidente el vínculo (quizás una forma eufemística de la vigilancia) entre la jerarquía eclesiástica y la Iglesia católica y la Academia Nacional de Medicina, asociación derivada de la Sociedad de Medicina y Ciencias Naturales. En 1888, esta asociación tuvo pronta colisión con el arzobispo José Telésforo Paul, quien asistía a sus sesiones: en una de ellas, el presidente de la asociación presentó las teorías de Charles Darwin y recibió la inmediata condena de la curia y de la prensa conservadora por la difusión del “evolucionismo materialista e insultar las creencias de un pueblo altamente religioso”.
 A pesar del desliz ideológico, la Sociedad de Medicina pudo participar ( o debía hacerlo) de las actividades públicas programadas por el arzobispado. Para 1892, la asociación se tornó en Academia Nacional de Medicina y se propuso organizar el Congreso Médico Nacional del año siguiente; una presidencia honoraria compartida por el omnipresente Miguel Antonio Caro y los médicos Jorge Vargas y Manuel Uribe Ángel lanzó un temario de discusión para aquel evento en que se revela una preocupación que, en años venideros, iba a ser mucho más fuerte. Aquel congreso anunció una vocación pública que la profesión médica supo explotar y consolidar en los primeros decenios del siglo XX.
Llama la atención que la profesión médica incluyera a veterinarios y naturalistas; una vieja disposición científica proveniente de la temprana Ilustración europea parecía arrastrar todavía la concepción del ejercicio médico. Su espíritu de intervención social también parece provenir de esa raíz ilustrada en un temario que incluía la reflexión sobre la higiene pública y más precisamente sobre la necesidad de determinar políticas públicas de salubridad para ciertos segmentos sociales de la población, entre ellos “la clase trabajadora”. Quizás más interesante es la tentativa de institucionalización de la profesión mediante la reglamentación de la farmacia y de la práctica médica, la diferenciación legal entre la medicina y la odontología. Punto aparte mereció el interés por las enfermedades de “las vías genito-urinarias de la mujer”.

Los médicos colombianos estaban delimitando el ámbito legal de su oficio, negociando con la Iglesia católica su presencia en la vida pública y activando su injerencia en el control social. Todavía no se vislumbraba la fuerte presencia del personal médico en el sistema de instrucción pública, en los procesos de clasificación de las aptitudes de los individuos. 

domingo, 2 de julio de 2017

Pintado en la Pared No. 156


La ciencia histórica en el proyecto interdisciplinario
del doctorado en Humanidades de la Universidad del Valle


Es muy difícil que la ciencia histórica esté por fuera de cualquier apuesta interdisciplinar. Primero, la propia historia de las ciencias humanas y sociales ha puesto a la Historiografía o ciencia histórica en un lugar central en la integración de formas de conocimiento sobre el hombre y la sociedad. La Historiografía fue, por mucho tiempo, la ciencia que devoró a las demás; en la tradición francesa fue la ciencia integradora y, como se decía a mediados del siglo XX, “totalizante”. Ella reconstruía las relaciones de los seres humanos con el tiempo y el espacio, categorías abarcadoras; hacer investigación histórica era establecer conversaciones con la economía, la sociología, la psicología, la geografía. Las ciencias humanas, dominadas en el siglo XX por el proyecto estructuralista era expresión del triunfo de ese proyecto, ella podía despedazar el tiempo en estructuras cortas, medianas y largas, podía dar cuenta de la vida de los hombres en las dimensiones más inmediatas y en las más duraderas, casi a escala geológica. En fin, la Historia ha sido ciencia aglutinadora, devoradora.
Alguien, con mayor autoridad, advirtió que la ciencia histórica es la playa por la cual caminan las demás ciencias humanas. Y todo porque en ella se sintetizan tiempo y espacio, categorías imprescindibles. Siempre acudimos a la historia para situar cualquier hecho, la dimensión histórica es aquella que nos remite a las condiciones que ayudan a explicar cualquier hecho o fenómeno en la vida de los seres humanos, por eso su carácter explicativo imprescindible.
Al ser la ciencia que lograba tantas síntesis, puso en el pináculo de los recursos de investigación a sus oficiantes. En el caso francés, los historiadores pudieron inventarse y administrar la Maison des Sciences de l´Homme y allí decidieron sobre cuáles eran las prioridades de financiación de la investigación en las Humanidades de ese país. Ser historiador era estar en el centro dominante de un campo científico. De tal manera que a la bulimia de una disciplina, tan dispuesta a integrarlo todo para logar alguna explicación plausible de los hechos del pasado, se le agregaba la hegemonía en el control de los procesos administrativos del conocimiento. Todo este legado, vertido en las condiciones de un país de muy corta tradición en la investigación humanística, como Colombia, no deja de convertirse en una enorme paradoja. Una cosa es, por tanto, la tradición de una disciplina y otra cosa es el estado de formación de las comunidades científicas de cada lugar. Ese legado es, para nosotros, apenas un referente que puede volverse en un horizonte de deseo. Ojalá, alguna vez, investigar en Historia, en Colombia, entrañe acaparar el dominio de las ciencias humanas y sociales.
Todo esto para decir que, por sus propios orígenes y tradiciones, la Historiografía es una ciencia expansiva, abarcadora, ecléctica, dispuesta a establecer todos los vínculos que sean necesarios. Atraviesa sin dificultad las fronteras ficticias de las ciencias humanas. Además, está asociada a tradiciones diversas por su propia naturaleza epistemológica y discursiva. En lo epistemológico, porque sus métodos de indagación parten de la íntima relación con todas las formas de lo textual; la ciencia histórica demanda saber hacer operaciones ante los archivos, ante todas las formas de expresión documental; en lo discursivo, porque la forma culminante de la investigación histórica sigue siendo la escritura, el máximo esfuerzo por borrar la distancia entre un pasado muerto y nuestras existencias en el presente. La escritura de la Historia transita en las brumas de lo ficticio y lo real, lo conjetural y lo fáctico, lo probable y lo cierto. La escritura histórica mezcla relato y explicación, es narración documentada que intenta reconstituir lo que ya no es. Por esa condición ambivalente de su escritura, la Historiografía está, en ciertas tradiciones, más cerca de las artes y las letras (por ejemplo en la tradición británica) que de las ciencias sociales (caso francés) y, también por eso, hace parte de las experimentaciones postmodernas de nuestros días.


Gilberto Loaiza Cano, junio de 2017

lunes, 19 de junio de 2017

Pintado en la Pared No. 155-ZVTy N-Dabeiba



Por:  Juan Guillermo Gómez García

Llegamos, al fin, hacia las tres o cuatro de la tarde. Habíamos avistado el campamento desde la pestaña del frente de la montaña, como una imagen fresca y despejada. Se levantaba la figura emblemática de perfil de Jacobo Arango, labrada en la tierra negra a trescientos metros. Nadie nos detuvo, y nos bajamos de los dos pequeños carros, luego de un viaje de nueve horas desde Medellín.  Nos recibió el comandante Isaías Trujillo. Por instinto, le di mi libro sobre Bolívar y luego, en la mesa de una casa prefabricada, se lo firmé. Era como internarse  a una finca a mil quinientos metros de altura en los Andes americanos, que hubiera diseñado la fantasía de Fourier. Una comunidad auténtica, construida fuera de la nada, de cuatrocientos o quinientos excombatientes. Todo inspiraba, de golpe, trabajo, disciplina, una jerarquía de veteranos.  Hablamos del incidente del incendio de la camioneta Koleos que, a medio camino, había tenido un corto-circuito. Fue un excelente modo, con una taza de buen café, para romper el protocolo.
Dos horas después, Sergio Guzmán y yo estábamos ante un auditorio, para cualquiera, inusitado. Empecé a hablar de la revolución rusa, que este año cumple cien años. Mencioné, por supuesto, las Tesis de Abril, en las que Lenin, contra todo pronóstico, tiró la consigna: “Todo el poder a los soviet”. Me limité a subrayar que la revolución rusa había quebrado definitivamente el eurocentrismo, pues había desplazado el eje de la historia por fuera de Londres, París o Berlín. El mundo pasaba ahora por Petrogrado, es decir, en cualquier lugar del mundo. Si hoy no tenemos a un político reformista como Kerenski (era la derecha constitucional de ese medioevo histórico), un político a la izquierda de Petro, el leninismo podrá tener sentido hoy en Colombia por la incomparable claridad de sus argumentos.  Todo partido político, aduje, es partido si tiene un código de ideas, si esas ideas son claras y precisas y esas ideas están para transformar la miserable realidad. Lenin no vive hoy por su dogmatismo marxista, sino por la jerarquía de sus incuestionables ideas y el modo de escribirlas. Era un intelectual.  No hubo aplausos, pues era una cátedra de filosofía de la historia, pero mantuve, creo ahora, la concentración una buena hora.  Luego intervino Sergio, Monchochenko, como le decimos los descarados amigos, y absolvió muy profesionalmente las preguntas relativas a la amnistía y el indulto.
Salimos esa noche, al lado, doscientos metros del campamento, con Carlos Alberto (un grande) y Sergio, y hablamos con unos chicos y chicas que impartían cursos de cine, diseño y periodismo. Dejamos pues las veinte hectáreas (ni más ni menos que un laborioso kibut), para entender el otro lado del otro lado. Magníficos cuatro muchachos, con su campamentico aparte, en una casa destartalada de campesino. Estaban disciplinadamente allí, desde enero. Un  modelo de pedagogía para una comunidad ansiosa y necesitada de salir de una guerra atroz, como toda guerra. Eran el modelo de paz, y el modelo paradigmático de resistencia. Paz y resistencia eran su modelo de vida. ”Sin partido, no hay revolución”, me dijo radicalmente convencido, una reencarnación de Diego Rivera.
La comunidad de monte arriba de Dabeiba es un modelo inigualable. Cinco días son suficientes para respirar un clima de concordia, de lazos de intimidad. Nunca antes había entendido tanto al sociólogo francés Emile Durkheim. Comunidad es entrega, sacrificio, jerarquía y asimismo libertad. La libertad está allí. No sé las discordias internas, que deben lavarse en casa. Se levantan a las cuatro de la mañana. Reciben instrucción (nunca estuve a la madrugada, pues soy un vago citadino) de cinco a siete. Desde las siete de la mañana a las cinco de la tarde trabajan en el campamento, que está, para arquitectos comunitarios, excelente. Desde las seis a las ocho  parlábamos, muy serios con  con Sergio ante ellas y ellos. No saben la concentración, sobre todo, de la dulcineas con botas pantaneras. Además hablé de Lenin y Bolívar, y al final me corcharon con muchas preguntas, y preguntas astutas. Muchas, muy incisivas y pertinentes. Imagínese ustedes que me cuestionaron, no sin razón,  porqué aduje que Lenin era un ilustrado. Lenin ilustrado ¿cómo salir del paso? Hablé, como pueden imaginar, de su adorable madre que de niños los ponía a hablar a sus hijos entre ellos en alemán. ¡Qué mejor introducción a Voltaire, huésped de Federico II!
Hay muchos perros. Como cincuenta, y de todas las razas. Finas y precarias. No hay gatos. No hay una sola flor, ni un cuadro en las paredes. Eran ayer no más pueblos nómadas. Hoy forzosamente sedentarios. Como siglos de siglos de evolución. Hay un cancha de fútbol en toda regla, en la que, según escuché, ya hay torneo de todas las veredas. No dejaron jugar al equipo de la policía, por razones de orden público. Tendrá mucha razón el comandante y el gobernador. Hay como cincuenta casas de material perecedero, ya hechas y muy cómodas. Nosotros nos quedamos en carpas, creo de refugiados de la ONU, calienticas sin sábanas ni almohadas. El desayuno como el almuerzo y la cena, fríjoles y arroz.  Coca Cola y agua en botella a discreción. Conversé con una guardia con fusil, solo hay dos, y los demás en traje de paisano. Estaba muy ansiosa: “Estoy acostumbrada a caminar”. Bien, caminaba de lado a lado, incesante.       
Ese día la Corte trató de joder el fast track. Nada, dijimos, nada. El proceso de paz está por encima de los pelagatos magistrados. Somos el pueblo. La guerra es un negocio del capitalismo. El capitalismo solo negocia con la guerra; es su esencia. Hoy el asunto, si queremos una democracia profunda, es la paz negociada, de tú a tú, no la paz de las sepulturas. Nos despidieron, muy afectuosamente, la tropa y los comandantes, y nos encomendaron un cachorro que vomitó todo el camino de vuelta. Le bautizamos con ternura, al pobrecito: “Vómito#. Puede, como todo, cambiar de nombre”.


             

                       

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