Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 28 de diciembre de 2018

El momento de la educación pública



2018 ha culminado con dos acuerdos históricos entre el gobierno del presidente Duque y los representantes de la educación universitaria pública de Colombia; primero fue el acuerdo del 26 de octubre con los rectores y luego fue el acuerdo del 14 de diciembre con los representantes de las organizaciones estudiantiles y profesorales. La magnitud de lo acordado supera muchas expectativas y hace pensar que pueda dar origen a una etapa reconstructiva de lo que han sido, en los últimos veinticinco años. Sin embargo, esa expectativa de cambio hay que fortalecerla de diversos modos.

Primero, es muy importante vigilar el cumplimiento de esos acuerdos, sobre todo cuando mucho de lo acordado es de índole financiera. Los recursos comprometidos son importantes y están sujetos a un cronograma que necesitará seguimiento. Por ejemplo, la modificación del sistema general de regalías en beneficio de la educación superior pública es apenas una buena intención consignada en el acuerdo del 14 de diciembre que deberá volverse un proyecto de ley; las mesas técnicas especializadas pueden ser la solución a la necesidad de garantizar el cumplimiento de lo acordado.

Segundo, y quizás más importante, es necesario dirigir los esfuerzos a que los acuerdos queden plasmados en una política estatal; es decir, hay que superar la buena o mala voluntad de cada gobierno para lograr que haya una legislación que garantice unos compromisos permanentes del Estado con la educación superior pública de Colombia. En ese aspecto es un gran avance el anuncio de la modificación de los artículos 86 y 87 de la Ley 30 de 1992.

Tercero, la financiación es una dimensión importante pero no exclusiva de la calidad de la educación universitaria pública en Colombia. También hay ocuparse de la discusión de una reorganización del sistema universitario nacional que incluya, por ejemplo: los procesos de transición entre la educación media y la educación superior; la separación y complementariedad entre la educación superior técnica y la educación universitaria; el fomento de la investigación en todos los niveles de formación universitaria y en todas las áreas de conocimiento; la redefinición de las prioridades y funciones de entidades como Colciencias; la redefinición de la divulgación del conocimiento científico.

Por último, la educación superior pública no puede tratarse como un sistema separado de lo que ha venido sucediendo con la educación inicial y la educación media. Todo el sistema de educación pública necesita una reorientación que implica, primordialmente, una nueva relación entre el Estado y la sociedad y, más exactamente, la relación del Estado con la infancia, con la juventud, con la formación de ciudadanos.

Un gran logro, no escrito, de estos acuerdos es la aparición de nuevos liderazgos, de una generación consciente de las transiciones políticas y sociales que emergen en Colombia y que ha sido capaz de imponer formas creativas y pacíficas de protesta.

Pintado en la Pared No. 186.






martes, 20 de noviembre de 2018

Francia cierra sus puertas




El gobierno de Macron sigue dando los golpes necesarios para unirse al espíritu retrogrado de la Unión Europea. Francia era el patito feo de la comunidad europea por su disposición libertaria e igualitaria. Macron se ha encargado, sin mucho bullicio, pero con eficacia, de ir destruyendo viejas conquistas sociales. Francia ha sido para América latina un referente en muchos sentidos y seguirá siendo un paradigma en su sistema de educación, en su capacidad de institucionalización de la vida científica y, en particular, por la muy rica tradición de sus ciencias humanas y sociales.
Sin embargo, con el presidente Macron, Francia ha empezado a cerrar sus puertas. Las inscripciones de pregrado en las universidades francesas eran de las más baratas de Europa y del mundo; una licencia, equivalente a un pregrado nuestro, tenía un costo de inscripción anual de 170 euros y un master, equivalente a una maestría nuestra, 243 euros por año. A partir del próximo verano esos costos se dispararán; una licencia será de 2770 euros y un master de 3770 euros. Si convertimos esas cifras en pesos colombianos podremos decir que aún sigue siendo mucho más barato de lo que cuesta, en cualquier universidad pública colombiana, la matrícula semestral en una maestría o en un doctorado. Pero, sin duda, ese aumento vuelve mucho menos atractivo para los jóvenes colombianos intentar estudiar en Francia.
Nuestro sistema de formación en posgrados es tan malo, tan ruinoso para un joven de bajos recursos que, muy posiblemente, si no hay cambios rotundos en nuestro destartalado sistema educativo, la juventud colombiana seguirá volviéndose esa “ola amarilla” que viaja por México, Argentina, Brasil y que se atreve a buscar algunas oportunidades, cada vez más reducidas, en Europa. Francia había sido, hasta hoy, uno de esos lugares posibles para obtener una formación de alto nivel.
Francia solía ofrecerles a los estudiantes extranjeros el acceso a subsidios para el pago de arriendo, cupos en residencias universitarias, acceso al sistema de salud; además de la disposición muy generosa de los servicios de documentación. Ojalá eso no sea incluido en el cierre de puertas que ha ido implementando el presidente Macron, un presidente que parece más empecinado y eficaz que cualquier personaje de la ultra-derecha francesa. El aumento en los pagos de inscripción es una patada a las aspiraciones del estudiantado latinoamericano y una afrenta a las muy bien intencionadas políticas de intercambio que hemos tratado de consolidar en las universidades de este lado del Atlántico.
Tomemos este fiasco francés como acicate para pensar, ojalá por fin, en una necesaria reforma del sistema de posgrados en Colombia. Estos golpes pueden ayudarnos a estimar mejor lo poco y bien que hemos hecho con tanta dificultad en esta Colombia mezquina. Con Francia hay que ser agradecidos porque a muchos intelectuales colombianos les dio aquello que nunca hubiésemos tenido en Colombia. Pero hay que constatarlo: la decisión del gobierno de Macron es una pérdida lamentable y vuelve muy complicado que aquí, en Colombia, promovamos vínculos académicos con ciudadanos, colegas e instituciones de ese país.

Pintado en la Pared No. 185


miércoles, 14 de noviembre de 2018

El Estado y las universidades regionales




El sistema estatal universitario colombiano está sostenido, en muy buena medida, en una variopinta presencia de universidades regionales nacidas por convicciones de élites locales. Unas remontan sus orígenes a los inicios del siglo XIX, como sucede con la Universidad del Cauca cuya historia parece comenzar con la creación de la cátedra de medicina, en 1826; o como sucede con la Universidad de Antioquia que prefiere situar su origen en 1803, fecha anterior al nacimiento de la vida republicana. De todos modos, varias de esas instituciones están atadas a viejas tradiciones y filiaciones políticas y religiosas. Todas ellas han reproducido las asimetrías de la formación nacional, las carencias y los excesos de unas regiones con respecto a otras, las potencialidades de unos grupos empresariales sobre otros.
Unas tuvieron pretensiones universalistas en la creación de diversos programas académicos; otras surgieron para cumplir funciones muy limitadas; por ejemplo, la Universidad del Quindío nació en la década de 1960 con una evidente vocación pedagógica, concentrada en la formación de licenciados para la educación media de ese departamento, principalmente; la Universidad Tecnológica de Pereira nació y funcionó por lo menos en sus tres primeras décadas como un instituto politécnico. Un poco antes, entre 1949 y 1950, la Universidad de Caldas intentó armonizar el auge de la economía cafetera con la creación de Facultades de Agronomía y Veterinaria.
Ese entusiasmo fundacional de universidades adscritas al Ministerio de Educación Nacional correspondía con el propósito de ampliar la cobertura universitaria en aquellos lugares donde no alcanzaba la expansión de la Universidad Nacional. También correspondía, en el caso antioqueño, con el ánimo de contrarrestar el modelo laicizante del liberalismo y acentuar el sello hispanófilo y católico del empresariado de esa región.
Hoy, ese entusiasmo ha decaído y las élites locales han diferido sus intereses al fundar instituciones universitarias que hacen competencia a las viejas universidades de sello estatal. Por ejemplo, en el caso de la Universidad del Valle, el empresariado regional prefirió preparar un nuevo nicho de formación y reclutamiento de intelectuales y funcionariado con la fundación del Icesi. Proyectos de programas académicos que habían sido pensados originalmente para despegar en la Universidad del Valle fueron trasladados al Icesi, como sucedió con la frustrada creación de la Facultad de Derecho. Hoy, las ciencias humanas y sociales del Icesi son subsidiarias de la tradición creada en la Universidad del Valle. Este fenómeno se asemeja a lo sucedido con la Universidad Eafit en Medellín, como contraparte de la Universidad de Antioquia y de las sedes de la Universidad Nacional.
Un síntoma del alejamiento de las élites locales de las mismas universidades estatales regionales que contribuyeron, alguna vez, a fundar es que el legado documental dio origen a archivos históricos que prefieren ser conservados en las instalaciones de esas universidades privadas recientes. Ese desapego, in crescendo, se ha ido notando en el control del proceso de formación de los médicos, en la decadencia de los hospitales universitarios regionales, en la composición de los gabinetes de los gobiernos en alcaldías y gobernaciones.
A eso se agrega la condición subordinada de ese intelectual formado en las universidades regionales; ante la restringida proyección de esas universidades, limitada a las fronteras de la comarca, el prestigio y reconocimiento de esos intelectuales están ceñidos a las posibilidades de ascenso y consolidación de la política menuda local. Su proyección nacional sólo puede darse, en algunas áreas de conocimiento, según la capacidad de conexión con redes nacionales y transnacionales de comunidades científicas. En términos generales, las universidades estatales en las regiones han comenzado a llevar una vida marginal y necesitan recomponer sus relaciones, sus prioridades, sus vocaciones y, por supuesto, sus fuentes de financiación.  

Pintado en la Pared No. 184. 

viernes, 2 de noviembre de 2018

Las universidades y el Estado, el Estado y las universidades



¿Podemos pensar, hoy en día, en un Estado que tenga el control absoluto de la educación de los habitantes del territorio colombiano? Imposible. Hay un acumulado histórico de un sistema mixto, competitivo, conflictivo en que las iniciativas privadas han ido minando la capacidad hegemónica de un Estado colombiano que, además, nunca ha tenido la vocación de ejercer algún nivel de control expansivo de la educación. Nuestro Estado ha sido tolerante, permisivo y, mejor decirlo, débil en la formulación y aplicación de proyectos educativos, por lo menos desde los tiempos del fiscal Antonio Moreno y Escandón, por allá en la segunda mitad del siglo XVIII. Desde antes, algunas comunidades religiosas habían consolidado una tradición de dominio de la institucionalidad educativa, desde entonces el Estado ha tenido que forjar una muy débil institucionalidad laica, poco competitiva ante el predominio simbólico y económico de la institucionalidad católica con sus proyectos educativos.
En el siglo XIX hubo una gran apuesta del liberalismo (el de los radicales), por relativizar el peso cultural de la Iglesia católica; el nacimiento de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia fue la gran concreción, aún vigente, de un proyecto de educación laica en nombre de un Estado con pretensión de lograr una cobertura nacional con escuelas de primeras letras, escuelas normales y la universidad que iba a estar en la cumbre de la pirámide educativa. Era la Universidad Nacional la que garantizaba la calidad de todo el sistema educativo estatal. Pero la segunda mitad del siglo XX conoció una ofensiva contra la universidad nacional como bastión de la formación de una élite para el Estado en las coordenadas de la neutralidad religiosa y de la meritocracia. El empresariado se alineó, con la Iglesia católica, en la expansión de universidades privadas; la desconfianza y el miedo se apoderó de la clase política colombiana porque creyó que la Universidad Nacional solo reclutaba y adiestraba un variopinto izquierdismo que iba a engrosar la militancia guerrillera. Con ayuda de la fórmula excluyente del Frente Nacional, la principal universidad del Estado comenzó a quedar al margen en la formación de la clase política y, por tanto, fue disminuyendo su injerencia en las políticas y acciones de gobierno. Las universidades privadas bogotanas comenzaron a ser las proveedoras de cuadros ministeriales y presidenciales.
La Universidad Nacional y las universidades de origen estatal nacidas en las regiones quedaron cumpliendo un papel subordinado, con alcance burocrático local y sometidas a los forcejeos de los cacicazgos políticos de las comarcas. En cambio, las universidades privadas se afianzaron en la construcción del proyecto económico neoliberal y en el control de la burocracia central y centralista del Estado. Recuerdo una reciente visita al Universidad del Rosario –hoy con exrector que se trasladó a uno de los ministerios del presidente Duque- en que un profesor informaba, casi como una aventura, que las salidas de campo de su curso consistían en llevar a sus estudiantes al Museo Nacional. Esa es, sin caricatura, la idea de país que alcanzan a tener los colegas universitarios bogotanos. Hasta el Museo Nacional les queda lejos, imaginemos cómo ven lo que está más allá de la cumbre capitalina.
Una de las necesarias e inmediatas discusiones y luchas tendrá que ver con el regreso de las universidades estatales, conocedoras de los mosaicos sociales y étnicos de nuestro complejo país, a las máximas instancias de gobierno. Las universidades públicas tienen que volver al control simbólico e intelectual del Estado y el Estado, a su vez, tiene que reconciliarse con las universidades que financia. Las universidades privadas pueden ayudar a las grandes misiones que lidere ese Estado, por supuesto; pero no pueden seguir teniendo el privilegio de proyectar sus intereses muy particulares y mezquinos como si fuesen los de la nación. Nunca ha sido así, nunca podrá ser así.
¿Estamos listos para una discusión de tal naturaleza? Quizás tengamos que comenzar por creer en nosotros mismos como empleados públicos, como intelectuales formados en los débiles cánones de un Estado vergonzante que mantiene, a regañadientes, unas universidades estatales que pueden generar visiones de país que riñen con los discursos y las acciones que han predominado en los gobiernos de por lo menos los últimos cincuenta años.

Pintado en la Pared No. 183

domingo, 28 de octubre de 2018

Pensar la educación, pensar el Estado



Pensar en educación pública universitaria es pensar en el Estado y en sus funciones primordiales en los tiempos contemporáneos, y el Estado ha sido precisamente uno de los asuntos menos o mal pensados por todos nosotros. Las derechas y las izquierdas coinciden, por razones diversas, en su desprecio al Estado. Los unos porque creen que el Estado es la talanquera para el libre mercado y la libre iniciativa empresarial; en nombre del neoliberalismo ha sido despreciado el Estado regulador y distribuidor de beneficios. Los otros porque creen que el Estado es un monstruo devorador de las libertades civiles y derechos humanos que sólo sirve para proteger los privilegios de las clases económicamente poderosas. Pero los unos y los otros han olvidado que lo mejor que ha sucedido en la historia de la educación superior, en América latina, se ha logrado como políticas estatales, con la intervención de un Estado con alguna suficiencia económica y, sobre todo, con la suficiente capacidad simbólica para generar dispositivos de hegemonía cultural, lo cual aterra mucho en los discursos posmodernos de nuestros días.
Pensar el Estado y su lugar en las sociedades latinoamericanas se vuelve prioritario; pensar en otorgarle el liderazgo en el diseño de modelos generales de la educación, de proyectos a mediano y largo plazo para garantizar sociedades con algún grado de uniformidad y cohesión colectiva. Pero eso es precisamente lo más difícil hoy en día, inculcar una percepción estatista de la vida en común, cuando nos hemos ido acostumbrando, por senderos aparentemente opuestos (a derecha e izquierda), a que el Estado sea una cosa casi inane que no produce ni aplica normas en ningún sentido de nuestras vidas y mucho menos en el campo variopinto, por no decir que caótico, de la educación en todos sus niveles.
Pertenecemos a una generación alimentada en el escepticismo frente al Estado y, quizás, entre las prioridades de cualquier fórmula educativa que se nos ocurra debamos empezar por recuperar la centralidad institucional del Estado. Y no solamente su centralidad, también su universalidad, su capacidad de producir ilusiones de comunión nacional. Nuestros Estados, que alguna vez cumplieron con mucha convicción un papel institutor de lo social, han ido disolviéndose en particularismos e individualismos que nos han hecho creer que nuestras sociedades tienen que aferrarse a las fórmulas selváticas del “sálvese quien pueda” o que se imponga el más fuerte en la competición cotidiana.
El caso colombiano es crudo en ese sentido. Un sistema universitario históricamente mixto ha ido creando las condiciones materiales e ideológicas para que se vaya imponiendo la lógica del lucro de los particulares en la oferta de la educación superior. Hoy, ese sistema mixto se ha vuelto notoriamente asimétrico, porque quienes representan el núcleo de instituciones de educación superior de origen privado (y en varios casos de vocación confesional) han cooptado el Estado para garantizarse el apoyo irrestricto a sus prioridades. Eso ha ido desdibujando la vocación del Estado y les ha permitido a empresarios y comunidades religiosas multiplicar, por lo menos, su apariencia inmobiliaria y sus servicios educativos.
Una de las muchas consecuencias de ese debilitamiento interno del Estado es la primacía de una burocracia del sector educativo proveniente de las influyentes y muy ricas comunidades religiosas y de grupos de empresarios. Y eso ha deformado la perspectiva del ministerio de Educación en beneficio de propósitos muy particulares. Rescatar al Estado, rescatar al ministerio de Educación en función de una perspectiva nacional, integradora, en beneficio del conjunto de instituciones de origen estatal que están dispersas por todo el territorio nacional, parece ser una de las prioridades en cualquier reforma educativa que se nos ocurra.


Pintado en la Pared No. 182

miércoles, 17 de octubre de 2018

Eduque, señor presidente Duque




Muchos en Colombia creemos que se cerró la página de la guerra del Estado contra la subversión armada y que empezamos a escribir las primeras líneas de una redefinición de prioridades en las políticas de gobierno. Por lo menos parece claro que ya no existe el pretexto de un conflicto armado para justificar la prelación del gasto militar. Estamos, se supone, en una transición repleta de ambigüedades, de indefiniciones en que muy buena parte de la sociedad colombiana clama por un cambio sustancial en la fijación de nuevas prioridades estatales. Muchos creemos que debe columbrarse el momento de la educación universitaria pública, porque por mucho tiempo fueron aplazados los necesarios proyectos de la democratización del acceso a las universidades públicas colombianas. A eso le hemos llamado, en los últimos días, la gran deuda histórica que el Estado colombiano tiene con la educación pública y, principalmente, con las universidades estatales que han padecido en las últimas décadas un evidente deterioro en su funcionamiento.
La mezquindad ha sido el sello distintivo de la educación pública en Colombia; pocos recursos para la infraestructura de las instituciones, bajas asignaciones presupuestales para la investigación, para la formación de doctores en todas las áreas, para capacitar maestros de la educación básica. En los últimos cuarenta años ha crecido, bajo la sombra de un Estado complaciente, el sistema de universidades privadas y eso ha implicado que la lógica del lucro se haya impuesto sobre las necesidades formar generaciones de investigadores y profesionales de alto nivel. El sistema de universidades del Estado ha dejado de ser competitivo y suficiente en muchos aspectos y eso evidencia una asimetría entre el tratamiento preferencial a las universidades privadas en desmedro de la promoción de una educación universitaria liderada por un Estado simbólica y financieramente fuerte.
El Estado ha ido tergiversando sus funciones; y en vez de ser garante de un sistema universitario público, ha enajenado su misión en el patrocinio y subsidio de universidades privadas que terminaron siendo bastiones del poder ejecutivo. Por tanto, se ha impuesto una doble discriminación: en la asignación de recursos y en el reclutamiento de profesionales para las acciones gubernamentales. Las universidades privadas bogotanas se han vuelto en las únicas aparentemente disponibles y capacitadas para proveer los miembros de los gabinetes ministeriales. Y aquí viene, en consecuencia, la discriminación siguiente: se ha establecido una cesura regional, una disimetría entre universidades privadas bogotanas y las universidades públicas regionales. Las universidades Externado, Andes, El Rosario, Javeriana (ancladas principalmente en Bogotá) usufructúan los grandes cargos en la dirección del Estado y proveen una mirada centralista y miope sobre los problemas nacionales. Las universidades regionales han ido quedando reducidas al recortado juego de las disputas locales por proyectos gubernamentales de bajo alcance.
El Estado ha sido, pues, acaparado por el centralismo de unas cuantas instituciones universitarias privadas que, con mucha dificultad, perciben la complejidad y variedad del país. De ahí que una de las tareas inmediatas consista en redefinir las prioridades de financiación del Estado y en la creación de una política de fomento de la educación universitaria según un sistema nacional de universidades públicas. Volver a poner el acento en lo público hace parte de la nueva agenda de un país que ha volteado la página del conflicto armado y que puede, por fin, pensar en políticas públicas de educación en todos los niveles.
El presidente Duque tiene la oportunidad histórica de anunciar una etapa nueva en la organización de un sistema estatal de enseñanza universitaria. Poner la educación superior en la agenda de prioridades organizativas del Estado colombiano puede guiarnos hacia una voluntad de otorgarle a la juventud las posibilidades de formación que no ha tenido; de permitirles a los artistas, a los escritores, a los humanistas, a los científicos sociales un ambiente propicio para la creación, el pensamiento, la investigación y la escritura.
Eduque, señor presidente Duque, eduque.  
Pintado en la Pared No. 181

viernes, 17 de agosto de 2018

Fragmento 13-meditación reciente


Vuelve a colaborarnos el joven escritor mitad francés, mitad ecuatoriano, Jean-Pierre Velasco.

París se ha vuelto oscuro y húmedo; quizás siempre ha sido así, pero ahora es más fácil verlo así. En el invierno se vuelve aún más sombrío y despiadado. Los inmigrantes sucios y hambrientos sobre los andenes, estorbando, pidiendo algo, entumecidos por el frío, con los ojos llorosos. En la televisión, el presidente Macron tratando de adornar con tecnicismo su metódica destrucción de lo que alguna vez hicieron el socialismo y las gentes que lucharon hace cincuenta o sesenta años por un Estado benefactor. Queda algo de caridad cristiana, de paciencia religiosa para ver el cuadro lamentable de la basura acumulada en las calles, los parques invadidos por gentes de otras nacionalidades.
París se volvió lúgubre. En diciembre, las ventiscas y las lluvias obligan al encierro, a quedarse en la casa llenando crucigramas, tomando vino y, si hay suerte en el amor, fornicando hasta la irritación. Afuera hay muy poco que ver, turistas ingenuos que van en busca de los promontorios humanos para tomarse fotografías y enviarlas a muchas partes del mundo. Ellos alcanzan a ver muy poco, a no ser que sean víctimas de un robo y una paliza en una callejuela solitaria; entonces sí tendrán algo para contar.
Los vagones apretujados del metro aseguran saliva ajena en nuestros rostros; roces de mugre, caídas en las escaleras eléctricas, maletas rotas, pisotones. Ya no se puede leer un libro mientras se viaja. Las miradas se volvieron desconfiadas; a veces un sonido fuerte, casi un estallido asusta y hace correr en sentidos diversos. No siempre es una bomba o un atentado, es un simple crujido de alguna máquina. París dejó de vivir tranquila; los ladrones, los asesinos, los terroristas, los inmigrantes, los policías, los políticos asustan por todas partes.    
Los franceses casi no sonríen porque tienen una mezcla de miedo y rabia. Miedo, porque ya han sentido la muerte cerca, han sentido de nuevo la ruina humana, la pobreza que se agolpa en las puertas de sus casas. Rabia porque tienen impotencia, nada pueden hacer, nada saben hacer sus políticos cada vez más mediocres. Entonces toman las mejores decisiones que pueden entre el miedo y la rabia, irse de Paris, alejarse de eso que les produce miedo o asco o rabia. Tratan de dejar lejos eso que los sobrecoge y para lo cual no tienen soluciones. Los parisinos se van yendo y dejando sus casas para quienes saben vivir entre el miedo y las sombras.
Sólo queda un poco de terapia musical para sobrevivir o para preparar el suicidio; llegar a la casa y escuchar de Erik Satie aquella breve pieza para piano: Once Upon a Time in Paris.

Pintado en la Pared No. 181

viernes, 10 de agosto de 2018

El uribismo



El uribismo es un fenómeno ideológico derivado del influjo del expresidente Álvaro Uribe Vélez en la vida pública colombiana en por lo menos los últimos quince años. Desde el inicio de su primer mandato presidencial, en 2002, el hoy expresidente y senador supo establecer una comunicación cotidiana con sus seguidores, hizo ejecutorias que lo transformaron  rápidamente en un salvador o ídolo y hasta hoy es dueño de un lenguaje procaz y vociferante muy eficaz. Uribe Vélez y sus seguidores más conspicuos fueron dándole amplitud verbal a la discusión desapacible adobada con mentiras y diatribas hasta volver parte del sello de identidad del uribismo el desparrame de adjetivos descalificadores de los adversarios políticos.
A los científicos sociales nos parece apasionante, por misterioso, ver cómo las ideas de alguien se vuelven moneda corriente, circulan, se expanden y adquieren tales alcances que el autor original no habría previsto. Esa circulación de las ideas hasta que se vuelven el tuétano del comportamiento colectivo, el sello de identidad de adhesiones fanáticas es algo que en el estudio de las ideas y de las multitudes siempre llena de asombro. Sin duda, la fuerza del líder tiene mucho peso, pero no lo es todo; en la expansión y afirmación sectaria de unas ideas participan unos corifeos que, en nuestro caso, son varios y muy activos porque han sido discípulos aventajados. Y luego, allá en cierta clase media y en segmentos del pueblo profundo, el mensaje se vuelve sentimiento visceral difícil de extirpar.
Uribe Vélez ha sido uno de los dirigentes políticos colombianos más populares de los últimos tiempos y esa popularidad plasma una especie de comunión de opiniones e intereses que han dotado de identidad a un populismo de derecha. Pero el uribismo es mucho más  que lo que su líder piensa, dice y ejecuta; es, mejor, una sensibilidad, un estado emocional que, en sus momentos más fanáticos, ha merecido llamarse “el furibismo”, por su aspecto furioso o iracundo. Precisamente la iracundia y el odio se han ido volviendo expresiones de la sustancial intolerancia que caracteriza al uribismo. El uribista odia y habla con odio, porque no concibe compartir el espacio público con sus enemigos políticos; en consecuencia, la aniquilación de los rivales es una de las aspiraciones que constituyen la médula emocional de esa tendencia política. En la gente del común es fácil detectar esta esencia pasional del uribismo, tanto por la ciega adhesión a su ídolo, a su jefe, como por la virulencia con que atacan al adversario.
Casi como consecuencia, matar es importante para el uribismo. Todo aquello que se oponga a su proyecto político hay que eliminarlo, hay que extirparlo porque corrompe el sistema. Los acuerdos con la guerrilla de las Farc son, para los uribistas, algo espurio porque la aspiración fundamental ha sido la total aniquilación del movimiento guerrillero y todo lo que les parezca próximo.
La gente del común suele plasmar de manera directa y cotidiana esa sensibilidad uribista. Hablando con un ama de casa, un tendero de esquina, un conductor de bus va uno descubriendo un repertorio de ideas comunes y movilizadoras. El uribismo es la resultante de una comunión entre el líder y sus seguidores; no será fácil discernir qué proviene original y directamente de los principales dirigentes políticos y qué es una elaboración propia de las gentes del pueblo. Sin embargo, parecen existir puntos de confluencia, esas ideas-fuerza que distinguen a una agrupación política.
Los uribistas coinciden en cierta voluntad de depuración. A los uribistas que he conocido les parece incómodo, o por lo menos extraño, que el Estado tenga que garantizar derechos a las diversidades étnicas y de género. Muchos de ellos piensan que esas identidades diversas deben, simplemente, adaptarse a una legislación universal y que cualquier concesión de derechos particulares es una desviación. Pero, además, predomina entre ellos expresiones de homofobia o de incomprensión a las muy diversas expresiones de libertad sexual. La protesta social, la oposición política suelen ser, para ellos, un asunto inadmisible que perturba la realización del proyecto político. De la misma manera que les cuesta aceptar una sociedad plural, los uribistas desean comunidad política unánime y sumisa, obediente ante el jefe o patrón o líder.
Esa inclinación dogmática, autoritaria y violenta parece ser parte de los ingredientes de una cultura política que se afirmó en la vida pública colombiana.

Pintado en la Pared, No. 180.

viernes, 27 de julio de 2018

No matarnos


Colombia ha sido un país acostumbrado a resolver sus diferencias políticas con métodos violentos y está intentando aprender, con poca convicción, a recurrir a formas legales, deliberativas, propias de una genuina democracia representativa. El acuerdo logrado por el gobierno de Juan Manuel Santos con las Farc anuncia, en buena medida, esa intención que no es compartida por una derecha recalcitrante que va a tomar el poder presidencial este próximo 7 de agosto. La desmovilización de la antigua guerrilla no satisface a aquellos que consideran que la aniquilación militar de ese grupo armado era la única vía admisible.
En Colombia, país mayoritariamente católico, no se ha asimilado todavía aquel mandamiento básico que dicta “no matar”. El recurso de tomar las armas para defender intereses de fragmentos de la sociedad se acrecentó en los últimos decenios cuando el café fue desplazó por la cocaína como el cultivo más rentable; desde entonces, la actividad política ha estado teñida por los vínculos de los líderes políticos con algún tipo de organización criminal dedicada al narcotráfico. Los partidos políticos tradicionales y la guerrilla misma terminaron pareciéndose a estructuras del crimen organizado con incidencia creciente en la vida pública. La tendencia de los últimos decenios es que muchos miembros de la dirigencia política han tenido algún tipo de vínculo con algún aspecto de la producción y exportación de cocaína, lo cual ha implicado alianzas con los tentáculos armados del paramilitarismo y de la guerrilla.
Esa política facinerosa se afianzó en Colombia con métodos muy violentos que han buscado el control de territorios y de rutas comerciales para el lucrativo negocio de la droga. Eso ha implicado una enorme crisis de liderazgo político que significa que grandes nombres de la política colombiana tengan algún historial delictivo y, aun así, cuenten con una notoriedad pública cercana a la devoción colectiva. Varios capos de la mafia local han gozado de admiración popular y también políticos prominentes de reconocido historial criminal también han gozado de simpatía electoral.
Desmontar simbólica y prácticamente estas estructuras político-militares del crimen organizado es una de las tareas inmediatas de la sociedad civil que desea un país donde la deliberación política cotidiana y las disputas dentro de las coordenadas de la democracia representativa puedan hacerse sin que se ponga en riesgo la vida humana. En Colombia, por fortuna, hay una porción considerable de ciudadanos dispuesta a movilizarse a favor de una vida pública fundada en el ejercicio razonado de la crítica, del debate de ideas y, sobre todo, sin vínculos ni intereses relacionados con la lógica perversa del lucro narcotraficante. Una nueva forma de hacer política en Colombia debe retirar de sus prácticas aceptadas y posibles la aniquilación política de sus rivales, aunque desmontar el odio promovido como elemento movilizador de adhesiones políticas no es fácil.
El antiguo mandamiento cristiano de no matar necesita, en la situación colombiana, una pequeña pero significativa precisión. No solamente se trata, en nuestro caso, de aprender a no matar, de desearle el bien y no el mal al prójimo; se trata, sobre todo, de aprender a no matarnos. Una sociedad que ha estado acostumbrada a auto-aniquilarse, a hallar enemigos dentro de su propio cuerpo y extirparlos es una sociedad que ha estado padeciendo una enfermedad colectiva. Un criterio necesario de selección de nuestros líderes políticos futuros tiene que ver con la capacidad de elaboración de nuevos principios de vida en común, de convivencia. Un buen líder, para Colombia, tendrá que ayudarnos a entender que no podemos seguir matándonos y que podemos encontrar buenas razones para convivir y discutir a pesar de los conflictos y a pesar de los diversos que somos. Aún más, un buen líder sabrá hacernos entender que los conflictos y las diferencias nos enriquecen, nos hacen crecer. ¿El nuevo presidente Iván Duque podrá asumir un liderazgo de esa índole?

Pintado en la Pared No. 179.

miércoles, 11 de julio de 2018

Post-Colombia



Colombia vive momentos difíciles y nuevos después del acuerdo de paz firmado entre la guerrilla de las Farc y el gobierno del presidente Juan Manuel Santos. Lo que se ha vivido desde entonces y lo que seguiremos viviendo con la llegada del nuevo presidente lo hemos ido entendiendo, los colombianos, como un delicado, tenso y hasta peligroso momento de transición. Y a ese momento hemos querido darle un nombre, pero cuál es el más apropiado.
Empezamos muy optimistas e ingenuos a hablar del “post-conflicto”. Pero muy pronto nos dimos cuenta de que la firma del acuerdo de paz no significaba el fin del conflicto armado en Colombia ni de la violencia pública que ha caracterizado al país en los últimos cincuenta años. Entonces quisimos ser más precisos y hemos preferido hablar del “post-acuerdo”; eso, por lo menos, nos pone en el terreno de la precisión histórica, lo que estamos viviendo es posterior a la firma del acuerdo en noviembre de 2016. Hablar de un tiempo colombiano de “post-acuerdo” es hablar de un momento incierto, de muchas discusiones acerca de la aplicación del mismo acuerdo. Alrededor de él se han organizado tendencias políticas que se enfrentaron, hace poco, en las elecciones presidenciales, aquellos que han hablado de volver “trizas” ese acuerdo y otros que piensan que es necesario respetarlo y cumplirlo por todas las partes implicadas.
Otros podemos pensar que puede hablarse de unos tiempos “post-Farc”, porque indica simplemente la desmovilización de una guerrilla legendaria que, incluso, en su proceso de existencia dejó de serlo y se volvió una organización militar criminal. Una lectura detallada del mismo acuerdo revela que las Farc claudicaron ante el Estado colombiano, que decidieron entregar sus armas y buscar otras alternativas de inserción en la vida pública colombiana con el apoyo, muy incierto, de un Estado ineficiente y, sobre todo, inexperto en la administración de la paz. Un temor bien fundado en Colombia es que la antigua guerrilla termine dispersa en otras organizaciones militares ilegales o masacrada por grupos militares de derecha o desterrada de cualquier ejercicio legal de la actividad política según las reglas de la democracia del país. Pueden combinarse todas las posibilidades anteriores y encontrarnos ante un proceso de aniquilación y exterminio como en otras terribles épocas.   
El asesinato de líderes sociales en los últimos años ha sido un fenómeno selectivo y sistemático que ha ido en aumento desde las elecciones que dieron como ganador al candidato que representaba las tendencias de derecha y ultraconservadoras, enemigas de lo firmado en noviembre de 2016. Para esos líderes sociales, el proceso de paz se volvió la declaración de una Colombia post-mortem. En todo caso, estamos viviendo un momento post que, ojalá, no se nos vuelva póstumo. Debía ser el inicio de algo nuevo y vivificante, pero muchos no lo quieren así. Darle nombre y consistencia al momento que vivimos es el gran reto que tenemos en Colombia. 

Pintado en la Pared No. 178.






martes, 10 de julio de 2018

La incertidumbre mexicana




Según la sabiduría popular, la esperanza es lo último que se pierde; millones de mexicanos le apuestan a esa ilusión con el triunfo de Andrés Manuel López Obrador. Su elección conjuga varios equívocos que han tenido su trayectoria en América latina relacionados con creer que estamos ante el triunfo de un genuino proyecto político de izquierda o ante el peligro de una avanzada socialista que va a arrinconar la libertad de empresa. Ni lo uno ni lo otro; el triunfo de López Obrador no es ni para asustarse en nombre de los sacrosantos principios conservadores ni para entusiasmarse en nombre de alguna hermosa utopía de la igualación social y económica. Ni el personaje ni las circunstancias son propicios.
La magnitud de la violencia pública en México no va a remediarse en pocos años, necesita una continuidad en la acción estatal, cambios sistemáticos y profundos en las instituciones militares, policiales y judiciales. Algo que no podrá suceder en uno o dos lustros. Tampoco tendrá solución a largo plazo la histórica simetría entre el centro y las regiones; las desigualdades entre la monstruosa capital mexicana y regiones sumidas en el abandono, expuestas a grupos delincuenciales organizados y protegidos por agentes estatales corruptos o intimidados, no podrán borrarse en unos cuantos años. Eso exige grandes reformas económicas, una redistribución de los recursos del Estado, cambios profundos que implican negociaciones entre múltiples agentes y organiza sociales con muy diversos intereses.
Ahora bien, el personaje no da para entusiasmarse. El izquierdismo de López Obrador es vaporoso. Su trayectoria política no es la de un disidente ni la de un resistente; al contrario, su experiencia política se ha ido forjando dentro del establishment. Durante su campaña electoral surgieron algunas dudas sobre sus vínculos con gente corrupta y es mucho más notorio que recibió apoyo de organizaciones de derecha. La obsesión por llegar al poder presidencial volvió a López Obrador un negociador sin pudores; eso explica, en parte, que haya tenido el apoyo del Partido Encuentro Social que reúne a la ultraconservadora derecha evangélica.
Por todo esto es completamente absurdo adjudicarle una identidad izquierdista a López Obrador. Lo más posible es que su gobierno sea un experimento populista y que el amplio apoyo electoral lo catapulte a la condición de un caudillo, algo que no es ajeno en la tradición política mexicana. El desespero de una democracia tan ensangrentada ha obligado a las gentes a buscar una alternativa que no encaje con los partidos políticos históricos. López Obrador se ofreció como una alternativa ante el desprestigio del PRI y sus mutaciones más recientes. Sin embargo, el personaje no es garantía para hacer grandes deslindes ni para grandes logros. México se ha inclinado por una contradicción que veremos cómo se resuelve en el camino.

Pintado en la Pared No. 177.

domingo, 22 de abril de 2018

Políticas para la juventud



Cincuenta años después del Mayo del 68 y de la matanza de Tlatelolco, la juventud ha dejado de ser el sujeto político y el objeto de la política que tuvo protagonismo en las transformaciones de las sociedades latinoamericanas. Su peso demográfico y su presencia en la vida urbana dejó de ser decisiva y, poco a poco, ha ido transformándose en un agente social sobre el cual ya no están concentradas las miradas de las dirigencias políticas. Los modelos económicos neoliberales han puesto en segundo plano la condición de ciudadanía y le ha dado mayor realce a la condición de agentes productivos y consumidores según las lógicas del lucro y el mercado. Ni política ni económicamente la juventud es, ahora, un agente social de importancia.

En el caso colombiano, las cifras de por lo menos la última década son desalentadoras en los asuntos relacionados con la gente joven. Aumento del desempleo juvenil, disminución en el acceso al sistema universitario público, aumento de los embarazos en mujeres adolescentes, aumento en el consumo de alucinógenos; a eso agregamos que, en las tasas de homicidio, la franja de edad entre 15 y 30 años es la más afectada; y en cuanto al suicidio juvenil también hay cifras preocupantes. Todos esos datos informan de una situación alarmante o, al menos, de una profunda anomalía social. La percepción más inmediata es que la juventud es una categoría social en desahucio, despreciada por los economistas y los partidos políticos. Para los jóvenes hay múltiples encrucijadas y pocas esperanzas. No es un grupo poblacional estratégico en los cálculos de los economistas, a no ser que sea visto como un agente relevante para cierto tipo de consumos.

En la actual campaña presidencial colombiana, no hay un discurso específico dirigido a la gente joven. Los temas relacionados con la educación pública no son prioridad en la agenda proselitista de estos días y no se escuchan fórmulas siquiera llamativas acerca de qué hacer con la educación universitaria, cómo volverla accesible a sectores sociales tradicionalmente excluidos o cómo evitar el masivo éxodo de jóvenes estudiantes que buscan becas para realizar estudios de posgrado en el exterior ante la mercantilización de la enseñanza universitaria en Colombia. Las instituciones formadoras de artistas están sometidas a presupuestos precarios y la vida cotidiana en las ciudades ha ido arrinconando las expresiones creativas de los jóvenes; el deporte y la recreación también han padecido escasa financiación y han estado sometidos a una burocracia intermediaria que ha dilapidado los escasos recursos en escenarios deportivos insuficientes y deficientes.  

Hacen falta políticas para la juventud. La esperanza de una mutación en la vida pública colombiana, luego del acuerdo de paz con las FARC, debería contemplar un temario en favor de la población juvenil colombiana. Mucha gente joven ha sido asesinada en los más de cincuenta años de nuestro conflicto armado. Muchos jóvenes encontraron algún tipo de refugio en alguna forma de actividad armada y, hoy, para ellos deberíamos comenzar a esbozar formas de inclusión en los proyectos políticos más inmediatos.

Pintado en la Pared No. 176.


lunes, 9 de abril de 2018

A los 70 años del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán


Es ilustrativo de la condición de la democracia colombiana, del proceso histórico de su vida pública que los máximos hitos estén asociados con la tragedia. Precisamente aquellos momentos más cuestionables en el funcionamiento cotidiano de la democracia son los hechos que nos atraen y convocan. No es el nacimiento de algo o de alguien ni la creación de algo determinante lo que concite nuestra débil memoria colectiva. Nuestros recuerdos están teñidos por la sombra de la muerte. Nuestra vida pública no es vida, no contiene alegrías. Aparte de las efímeras glorias futboleras, no tenemos referentes comunes que se basen en algo portentoso que hayamos creado.
En el momento presente, los acuerdos de paz con una legendaria guerrilla no nos han producido sino malestar, tensiones cotidianas y han revivido odios viscerales. Además, los acuerdos con las FARC no han detenido, sino, al contrario, han desencadenado asesinatos de líderes sociales, sobre todo vinculados con el anhelo de restitución de la tierra.   
Por estos días, la televisión nos ha saturado con ilustres hombres asesinados. Documentales sobre el lamentado cura guerrillero, Camilo Torres Restrepo, una telenovela basada en el asesinado del humorista político, Jaime Garzón, y ahora tenemos que evocar los 70 años del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, uno de los líderes más populares que ha tenido la política colombiana del siglo XX. Y a eso podemos agregar otros magnicidios que tienen su aniversario propio y que siguen siendo puntos de referencia de nuestras actitudes y comportamientos cotidianos.
Con este acumulado de experiencia, la sociedad colombiana, al menos en uno de sus fragmentos esclarecidos, debería dedicarse a crear otras formas de recuerdo y, sobre todo, a provocar otro tipo de sensaciones colectivas, alejadas de la confrontación, del odio y del deseo de aniquilación del adversario político. Sin embargo, estamos en un momento muy confuso de la historia política colombiana, un momento irresoluto en que nos debatimos entre un retorno a las pasiones encendidas, a la desmesura emocional que empuja hacia conductas amenazantes y la intención (apenas eso) de dotar de un ánimo reflexivo y tolerante el debate público de las ideas políticas. Hay una gran fuerza de regresión en Colombia que parece haberse fortalecido por estos días en que deberíamos habernos percatado de un cambio fundamental en lo que había sido la cotidianidad política de los últimos cincuenta años.   
Colombia es, según muchas encuestas, unos de los países más felices del mundo. Esa es una forma de afirmación de una gruesa patología. En vez de reconfortarnos, esa presunta felicidad es síntoma de un esfuerzo evasivo. Un país cuya vida pública ha estado dotada de tanta violencia en tantos sentidos, el sentimiento de goce o de disfrute o de alegría revela una profunda anomalía que los especialistas en psicología y siquiatría pueden ayudarnos a escudriñar.

Pintado en la Pared No. 175.

domingo, 4 de marzo de 2018

¿Qué hacemos ante Colciencias?



Una de las debacles culturales que han dejado los ocho años de la presidencia de Juan Manuel Santos es la decadencia de Colciencias. Su estatuto de institución promotora y reguladora de la investigación científica en Colombia se ha deteriorado tanto como para ser hoy un débil organismo muy poco confiable; el sistema nacional de ciencia y tecnología que intentó diseñarse a inicios de la década de 1990, desde la presidencia de Virgilio Barco Vargas,  ya no es eso, es apenas una entidad de pocos recursos económicos, incapacitada para financiar, premiar y estimular la investigación en todas las esferas del conocimiento. A eso se añade su pérdida de credibilidad por su composición y funcionamiento burocratizados y clientelizados. Puede afirmarse con certeza que una institución que busca y juzga la excelencia no está hecha, ella misma, de gente con excelencia académica, esclarecida para trazar rumbos generales a la academia colombiana.  En el último decenio, le ha añadido a su declive funcional su falta de criterios claros para evaluar y premiar la calidad investigativa. Una de las razones de su torpeza en este aspecto es que se enredó en la aplicación de modelos foráneos para clasificar la producción científica colombiana.

Pero hay que decir que las dificultades en la investigación, especialmente en el ámbito de las ciencias humanas en Colombia, no es responsabilidad completa, ni más faltaba, de una institucionalidad obsoleta y desprestigiada. La comunidad científica de las ciencias humanas y sociales no ha sabido asumir liderazgos ni promover discusiones que permitan definir posiciones tajantes ante una situación tan adversa. A algo nuevo tenemos que apostarle, desde hoy, cuando experimentamos una transición política que hace suponer el desmonte de un viejo conflicto armado y una deseable concentración de esfuerzos en la creación científica y artística. Y esa apuesta, aunque tenga su dosis de incertidumbre, como cualquier novedad, debe partir de algún examen o balance acerca de lo que podemos seguir siendo, como científicos sociales y humanistas, con o sin Colciencias.

Así que estamos ante dos alternativas de funcionamiento de la institucionalidad reguladora y promotora de la actividad científica de alto nivel en Colombia; la una, basada en una transformación muy profunda de Colciencias que implique, entre varias cosas, su autonomía presupuestal y la presencia muy activa, en la dirección y diseño de políticas, de miembros notables de las ciencias humanas y sociales en Colombia, de tal modo que una de las creaciones de un nuevo sistema de ciencia y tecnología sea un departamento o sección encargado de fijar, en exclusiva, los criterios y prioridades en la investigación en el estricto campo de las ciencias humanas y sociales, sin injerencias del modelo evaluativo de las otras ciencias y menos de los patrones extranjeros de medición. Y, la otra, fundada en la construcción de una institución enteramente nueva que aglutine, en exclusiva, a la comunidad de científicos y creadores institucionalmente reunidos en las ciencias humanas y sociales de Colombia. Cualquiera de esas dos posibilidades, que apenas vislumbro, exige, de todos modos, un ejercicio de revisión de nuestra trayectoria colectiva de por lo menos los últimos cincuenta años. Examen a fondo con discusión a profundidad que no sé si estamos dispuestos a asumir. Quizás, nuestras vidas son ya demasiado confortables para someterlas a esfuerzos de esa naturaleza.

Claro, queda la peor alternativa, seguir participando de la deriva y confusión que, en nuestros comportamientos cotidianos, aceptamos en cada convocatoria de medición de grupos y publicaciones. En ese caso, como dice el dicho: “apaguemos y vámonos”.   


Pintado en la Pared No. 174

domingo, 25 de febrero de 2018

Colombia, la mal educada



Los ocho años de gobierno del presidente Juan Manuel Santos, en Colombia, están en su crepúsculo. Su logro más conocido en el mundo y reconocido con el Premio Nobel de Paz fue la desmovilización de una vieja guerrilla; sin embargo, en otros ámbitos, sus logros son discretos y, en particular en la educación, su gobierno deja como balance algo parecido a un desastre cultural. Varios datos elementales son señal de un evidente retroceso de la educación y la investigación en Colombia.
Para empezar, el sistema universitario colombiano sigue teniendo una tasa de cobertura muy rezagada en comparación con otros países de América del sur, está muy atrás de Chile, Brasil y Argentina. Esos países, por demás, han sido en el último decenio grandes receptores de estudiantes colombianos que buscan condiciones menos desventajosas para asegurar una formación de posgrado. Durante los gobiernos de Uribe Vélez (2002-2010) y Santos (2010-2018), se afianzó un modelo privado, y por supuesto muy oneroso, en la matrícula para estudios de maestría y doctorado, y esa es quizás la principal causa de la ya conocida diáspora de jóvenes colombianos por el resto de América latina.
Durante el gobierno de Santos aumentó la brecha de matrículas de estudiantes entre universidades públicas y universidades privadas; hoy en día se estima que las últimas abarcan casi el 55% de estudiantes matriculados y las públicas están recibiendo el porcentaje restante. Eso indica un debilitamiento del sistema de universidades públicas. El presupuesto para las universidades públicas es deficitario y eso tiene ostensible expresión en la ruinosa situación de edificios e instalaciones de varias universidades públicas mientras que las universidades privadas realizan ambiciosos proyectos inmobiliarios en las principales ciudades.
El balance desastroso lo completa el declive académico y financiero de Colciencias, la institución encargada de guiar y sostener el sistema de investigación en Colombia. Un titular de la prensa colombiana fue lapidario al respecto: en investigación han sido “ocho años perdidos”. En ese lapso, ha habido el mismo número de directores. Ninguno de ellos ha logrado definirle un derrotero a ese organismo y, al contrario, nos hemos acostumbrado a una historia de incoherencias, de cambios abruptos en sus criterios y prioridades pero, aún peor, a una sistemática disminución de su presupuesto. De modo que tenemos como resultado una institución incapacitada económica y académicamente para liderar la política investigativa del país.
Quien sea el próximo presidente de Colombia tiene un gran desafío en la reorientación de la política educativa e investigativa del país. Mientras tanto, quienes somos agentes centrales del funcionamiento del sistema universitario público colombiano necesitamos proponer soluciones que enderecen la decadencia de nuestras universidades y que pongan el acento en la creación de una nueva estructura institucional para orientar la investigación y la creación artística.

Pintado en la Pared No. 173


viernes, 2 de febrero de 2018

Fragmentos de vida-No. 21


Seguimos con los relatos breves de nuestro amigo, el joven escritor Jean-Pierre Velasco (traducción libre de G.L.C)

Pauline Abellán Rubio es una francesa de padres españoles, nació hace ochenta y dos años y vive en las afueras de París, en Pavillons-sur-bois, un pequeño municipio lleno de casonas con fachadas encantadoras. Pauline lleva una vida tranquila de mujer jubilada (los franceses usan la palabra retiro en vez de la palabra jubilación), los miércoles y sábados sale al pequeño mercado ambulante, no tanto para comprar alimentos que serán quizás olvidados en el fondo de la nevera, sino, principalmente, para conversar animadamente con sus amigos de generación. Es el momento de “ponernos al día”, dice Pauline; hablamos de nuestros achaques, de las visitas al médico y de nuestra asociación de caminantes. Pauline participa de la programación de caminatas quincenales, casi siempre los domingos, por los parques y bosques de la región parisina, aunque también, con la ayuda de la alcaldía, les organizan a los viejos retirados salidas más largas a Normandía o Bretaña o Bélgica.

Pauline va muy poco a París; “Paris sigue siendo hermoso para mi, pero ya no está hecho para mis viejos pulmones”. De vez en cuando sube al RER B (el equivalente a un tren de cercanías) y en veinte minutos está en la gare du Nord. Prefiere reunirse con sus pocos amigos de París en el Petit Palais, uno de los pocos museos con entrada gratuita y con una acogedora cafetería. “Me aburre ver cuadros y esculturas, me gusta ir a conversar con mis antiguos compañeros de trabajo que todavía viven”.  Los casi veinte años de jubilación la han convertido en una habilidosa jugadora de crucigramas. Tiene una colección de revistas con juegos de palabras y de números, y al lado pone un deshojado Petit Robert que le ayuda a resolver algunos enigmas. Se pone al frente del televisor, prepara una sopa de verduras y cuando se cansa de los crucigramas y de la mala televisión francesa sale a dar la vuelta diaria de la compra del pan para el desayuno del día siguiente.

Una visita a su casa se vuelve un asalto a su rutina. Queda desacomodada por algunos días, vuelve a sacar su carro que conduce con la destreza de una adolescente, les muestra a los visitantes los pequeños encantos de los pueblecillos de la banlieue parisina y se deleita con los platos que saben preparar los recién llegados. Luego de marcharse la visita, todo vuelve de un golpe al mismo orden, al mismo ritmo, las botellas de vino vacías se han acumulado y hay que salir a botarlas, la mesa del comedor hay que recogerla y la conversación vuelve a ser un monólogo previsible; el paseo en el mercado ambulante se torna una necesidad apremiante y los vacíos desafiantes de los crucigramas incompletos necesitan llenarse antes del anochecer. “Las palabras no me han dejado morir”. 

Pintado en la Pared No. 172

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