Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 27 de julio de 2018

No matarnos


Colombia ha sido un país acostumbrado a resolver sus diferencias políticas con métodos violentos y está intentando aprender, con poca convicción, a recurrir a formas legales, deliberativas, propias de una genuina democracia representativa. El acuerdo logrado por el gobierno de Juan Manuel Santos con las Farc anuncia, en buena medida, esa intención que no es compartida por una derecha recalcitrante que va a tomar el poder presidencial este próximo 7 de agosto. La desmovilización de la antigua guerrilla no satisface a aquellos que consideran que la aniquilación militar de ese grupo armado era la única vía admisible.
En Colombia, país mayoritariamente católico, no se ha asimilado todavía aquel mandamiento básico que dicta “no matar”. El recurso de tomar las armas para defender intereses de fragmentos de la sociedad se acrecentó en los últimos decenios cuando el café fue desplazó por la cocaína como el cultivo más rentable; desde entonces, la actividad política ha estado teñida por los vínculos de los líderes políticos con algún tipo de organización criminal dedicada al narcotráfico. Los partidos políticos tradicionales y la guerrilla misma terminaron pareciéndose a estructuras del crimen organizado con incidencia creciente en la vida pública. La tendencia de los últimos decenios es que muchos miembros de la dirigencia política han tenido algún tipo de vínculo con algún aspecto de la producción y exportación de cocaína, lo cual ha implicado alianzas con los tentáculos armados del paramilitarismo y de la guerrilla.
Esa política facinerosa se afianzó en Colombia con métodos muy violentos que han buscado el control de territorios y de rutas comerciales para el lucrativo negocio de la droga. Eso ha implicado una enorme crisis de liderazgo político que significa que grandes nombres de la política colombiana tengan algún historial delictivo y, aun así, cuenten con una notoriedad pública cercana a la devoción colectiva. Varios capos de la mafia local han gozado de admiración popular y también políticos prominentes de reconocido historial criminal también han gozado de simpatía electoral.
Desmontar simbólica y prácticamente estas estructuras político-militares del crimen organizado es una de las tareas inmediatas de la sociedad civil que desea un país donde la deliberación política cotidiana y las disputas dentro de las coordenadas de la democracia representativa puedan hacerse sin que se ponga en riesgo la vida humana. En Colombia, por fortuna, hay una porción considerable de ciudadanos dispuesta a movilizarse a favor de una vida pública fundada en el ejercicio razonado de la crítica, del debate de ideas y, sobre todo, sin vínculos ni intereses relacionados con la lógica perversa del lucro narcotraficante. Una nueva forma de hacer política en Colombia debe retirar de sus prácticas aceptadas y posibles la aniquilación política de sus rivales, aunque desmontar el odio promovido como elemento movilizador de adhesiones políticas no es fácil.
El antiguo mandamiento cristiano de no matar necesita, en la situación colombiana, una pequeña pero significativa precisión. No solamente se trata, en nuestro caso, de aprender a no matar, de desearle el bien y no el mal al prójimo; se trata, sobre todo, de aprender a no matarnos. Una sociedad que ha estado acostumbrada a auto-aniquilarse, a hallar enemigos dentro de su propio cuerpo y extirparlos es una sociedad que ha estado padeciendo una enfermedad colectiva. Un criterio necesario de selección de nuestros líderes políticos futuros tiene que ver con la capacidad de elaboración de nuevos principios de vida en común, de convivencia. Un buen líder, para Colombia, tendrá que ayudarnos a entender que no podemos seguir matándonos y que podemos encontrar buenas razones para convivir y discutir a pesar de los conflictos y a pesar de los diversos que somos. Aún más, un buen líder sabrá hacernos entender que los conflictos y las diferencias nos enriquecen, nos hacen crecer. ¿El nuevo presidente Iván Duque podrá asumir un liderazgo de esa índole?

Pintado en la Pared No. 179.

miércoles, 11 de julio de 2018

Post-Colombia



Colombia vive momentos difíciles y nuevos después del acuerdo de paz firmado entre la guerrilla de las Farc y el gobierno del presidente Juan Manuel Santos. Lo que se ha vivido desde entonces y lo que seguiremos viviendo con la llegada del nuevo presidente lo hemos ido entendiendo, los colombianos, como un delicado, tenso y hasta peligroso momento de transición. Y a ese momento hemos querido darle un nombre, pero cuál es el más apropiado.
Empezamos muy optimistas e ingenuos a hablar del “post-conflicto”. Pero muy pronto nos dimos cuenta de que la firma del acuerdo de paz no significaba el fin del conflicto armado en Colombia ni de la violencia pública que ha caracterizado al país en los últimos cincuenta años. Entonces quisimos ser más precisos y hemos preferido hablar del “post-acuerdo”; eso, por lo menos, nos pone en el terreno de la precisión histórica, lo que estamos viviendo es posterior a la firma del acuerdo en noviembre de 2016. Hablar de un tiempo colombiano de “post-acuerdo” es hablar de un momento incierto, de muchas discusiones acerca de la aplicación del mismo acuerdo. Alrededor de él se han organizado tendencias políticas que se enfrentaron, hace poco, en las elecciones presidenciales, aquellos que han hablado de volver “trizas” ese acuerdo y otros que piensan que es necesario respetarlo y cumplirlo por todas las partes implicadas.
Otros podemos pensar que puede hablarse de unos tiempos “post-Farc”, porque indica simplemente la desmovilización de una guerrilla legendaria que, incluso, en su proceso de existencia dejó de serlo y se volvió una organización militar criminal. Una lectura detallada del mismo acuerdo revela que las Farc claudicaron ante el Estado colombiano, que decidieron entregar sus armas y buscar otras alternativas de inserción en la vida pública colombiana con el apoyo, muy incierto, de un Estado ineficiente y, sobre todo, inexperto en la administración de la paz. Un temor bien fundado en Colombia es que la antigua guerrilla termine dispersa en otras organizaciones militares ilegales o masacrada por grupos militares de derecha o desterrada de cualquier ejercicio legal de la actividad política según las reglas de la democracia del país. Pueden combinarse todas las posibilidades anteriores y encontrarnos ante un proceso de aniquilación y exterminio como en otras terribles épocas.   
El asesinato de líderes sociales en los últimos años ha sido un fenómeno selectivo y sistemático que ha ido en aumento desde las elecciones que dieron como ganador al candidato que representaba las tendencias de derecha y ultraconservadoras, enemigas de lo firmado en noviembre de 2016. Para esos líderes sociales, el proceso de paz se volvió la declaración de una Colombia post-mortem. En todo caso, estamos viviendo un momento post que, ojalá, no se nos vuelva póstumo. Debía ser el inicio de algo nuevo y vivificante, pero muchos no lo quieren así. Darle nombre y consistencia al momento que vivimos es el gran reto que tenemos en Colombia. 

Pintado en la Pared No. 178.






martes, 10 de julio de 2018

La incertidumbre mexicana




Según la sabiduría popular, la esperanza es lo último que se pierde; millones de mexicanos le apuestan a esa ilusión con el triunfo de Andrés Manuel López Obrador. Su elección conjuga varios equívocos que han tenido su trayectoria en América latina relacionados con creer que estamos ante el triunfo de un genuino proyecto político de izquierda o ante el peligro de una avanzada socialista que va a arrinconar la libertad de empresa. Ni lo uno ni lo otro; el triunfo de López Obrador no es ni para asustarse en nombre de los sacrosantos principios conservadores ni para entusiasmarse en nombre de alguna hermosa utopía de la igualación social y económica. Ni el personaje ni las circunstancias son propicios.
La magnitud de la violencia pública en México no va a remediarse en pocos años, necesita una continuidad en la acción estatal, cambios sistemáticos y profundos en las instituciones militares, policiales y judiciales. Algo que no podrá suceder en uno o dos lustros. Tampoco tendrá solución a largo plazo la histórica simetría entre el centro y las regiones; las desigualdades entre la monstruosa capital mexicana y regiones sumidas en el abandono, expuestas a grupos delincuenciales organizados y protegidos por agentes estatales corruptos o intimidados, no podrán borrarse en unos cuantos años. Eso exige grandes reformas económicas, una redistribución de los recursos del Estado, cambios profundos que implican negociaciones entre múltiples agentes y organiza sociales con muy diversos intereses.
Ahora bien, el personaje no da para entusiasmarse. El izquierdismo de López Obrador es vaporoso. Su trayectoria política no es la de un disidente ni la de un resistente; al contrario, su experiencia política se ha ido forjando dentro del establishment. Durante su campaña electoral surgieron algunas dudas sobre sus vínculos con gente corrupta y es mucho más notorio que recibió apoyo de organizaciones de derecha. La obsesión por llegar al poder presidencial volvió a López Obrador un negociador sin pudores; eso explica, en parte, que haya tenido el apoyo del Partido Encuentro Social que reúne a la ultraconservadora derecha evangélica.
Por todo esto es completamente absurdo adjudicarle una identidad izquierdista a López Obrador. Lo más posible es que su gobierno sea un experimento populista y que el amplio apoyo electoral lo catapulte a la condición de un caudillo, algo que no es ajeno en la tradición política mexicana. El desespero de una democracia tan ensangrentada ha obligado a las gentes a buscar una alternativa que no encaje con los partidos políticos históricos. López Obrador se ofreció como una alternativa ante el desprestigio del PRI y sus mutaciones más recientes. Sin embargo, el personaje no es garantía para hacer grandes deslindes ni para grandes logros. México se ha inclinado por una contradicción que veremos cómo se resuelve en el camino.

Pintado en la Pared No. 177.

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