Todos los intelectuales hemos atravesado etapas de subordinación o nos hemos estancado en alguna de ellas. Muchos de nuestros ritos de paso contienen la premisa de la subordinación a unas reglas de la cultura académica. Muchas veces aceptamos de buena gana someternos a la autoridad de quienes son genuinos transmisores de un acumulado simbólico. Pero, más que eso, el intelectual subordinado es una propensión contemporánea asociada con la defensa de las políticas de Estado o con el auto-reconocimiento como empleado de la clase dominante. Intelectual subordinado es aquel que le sirve al Estado, a instituciones, a grupos sociales y económicos dominantes; que se dedica –por obligación o por convicción- a reproducir y administrar sus pautas de control, sus lemas, su moral, su ideal de sociedad. Su dependencia es simple – incluso burda- como asalariado de una institución y se vuelve más compleja cuando debe estar disponible para sus controles y censuras, cuando debe adecuarse a sus normas de escritura, a la legalidad que lo circunda y determina. No se trata solamente de una dependencia pasiva, aceptada, ante los controles que se le imponen; se vuelve activa cuando se auto-considera miembro del cuerpo institucional y se siente impelido a ser distribuidor, administrador y guardián de su normatividad. El intelectual subordinado no sólo se somete a la vigilancia de sus colegas y de sus directivos, también se encarga, él mismo, de ejercer tareas de control y de censura sobre los demás. Es un intelectual oficioso, dedicado a la letra menuda de códigos y reglamentos. Hace cumplir, sin mayor examen, lo que se ha fijado como norma incuestionable.
En apariencia, esa subordinación está fundada en una actitud voluntariosa; participa del credo tecnócrata de la eficiencia, la efectividad y la eficacia; la institución o la razón de Estado deben estar por encima de cualquier singularidad vista como una anomalía que es necesario extirpar. Su labor fundamental es reproductiva; es decir, nunca se va a distinguir por cumplir funciones creadoras en algún aspecto de la vida; su lenguaje también es reducido, apela a los neologismos técnicos y son responsables de pequeñas innovaciones léxicas que circulan en documentos de dudosa originalidad. El experto técnico es quizás una de las cristalizaciones más visibles de ese tipo de intelectual; terminó siendo el profeta de la avanzada neoliberal que, entre las muchas miserias que nos ha garantizado, nos condujo a una inmensa pobreza en ideas y a una débil comprensión de la magnitud de los problemas del país.
El intelectual subordinado es funcional: acepta requerimientos puntuales como experto en algún aspecto técnico preciso. Acudiendo a su lenguaje especializado, se acostumbra a suministrar datos, a rendir informes, a presentar quejas (puede ser capaz de quejarse), denuncias, presupuestos, proyectos de investigación, resultados de esos proyectos. Escribe para sus jefes, atiende las fórmulas reglamentarias y admite y exige que se cumplan los pasos que han consagrado la costumbre o la letra. En su rutina no cabe la audacia. No suele presentar visiones de conjunto y sus aspiraciones más genuinas no trascienden de querer remplazar alguna vez a sus jefes o de despejar del camino a sus rivales más inmediatos.
Los profesores universitarios somos, quizás, la masa más consciente y vergonzante de ese vaivén entre querer ser intelectuales de más amplio espectro y aceptar la condición de funcionarios disponibles para asesorías y consultorías. Oscilamos entre un “heroico” y frustrado espíritu de servidores públicos y una también “heroica” y frustrada rebeldía contra las iniquidades del Establecimiento. Nos debatimos entre el deseo de asumir responsabilidades públicas de orientación de una sociedad que necesita resolver muchos problemas y el temor a participar en la vida pública porque se corre el riesgo de la muerte violenta o, en el mejor de los casos, de no ser comprendidos ni siquiera escuchados. La figuración pública, entonces, se reduce a escribir según las pautas de intrascendentes revistas que cumplen con las normas nacionales e internacionales de aceptación -inventadas por quién sabe quiénes- pero cuyo número de lectores acaso supera el de los miembros de los comités de evaluación. El efecto de esas publicaciones es pernicioso, puesto que el profesor o la profesora se acostumbran a recibir un premio en que se combina la garantía de una limitadísima repercusión social de lo que escribe con el obsequio de un puntaje que se plasma en remuneración salarial. Muchos replicarán diciendo que nuestra labor diaria en el aula tiene un alto impacto persuasor, que allí estamos moldeando nuevas generaciones y dándole cimientos a una sociedad muy distinta a la de ahora. Sin embargo, me temo que ese influjo es un compuesto vaporoso, una ilusión.
Es posible que esta reflexión contenga las exageraciones de la caricatura, pero también mucho de esto tiene que ver con un clima de conformismo intelectual que ha eludido discusiones necesarias.
Segunda quincena de febrero de 2009.