Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

miércoles, 15 de mayo de 2024

Pintado en la Pared No. 313

María Josefa Acevedo de Gómez (1803-1861)

 

Fue una escritora colombiana, quizás la primera mujer escritora del siglo XIX colombiano. Fue una señora rara que escribió muy parecido a los hombres, porque escribió cosas aburridas, especialmente eso que llaman “manuales de formación”. Es cierto que también escribió diarios íntimos, biografías, relatos cortos, cartas, pero todo eso pertenece a la órbita de esa escritura escasa en imaginación y abundante en nociones acerca del deber que predominó en aquel siglo. El cultivo de las buenas conductas, la obsesión por “civilizar” forjaron un dispositivo discursivo al que se aferró la escritora para invadir un campo que había sido del dominio masculino.  

La primera gran obra de Acevedo fue su Ensayo sobre los deberes de los casados (1844). En ese libro intentó definir las fronteras entre la escritura masculina y la escritura femenina. Los hombres podían dedicarse a los asuntos del ámbito público, a la discusión cotidiana en la prensa, al farragoso ensayo en el debate de las ideas políticas. Las mujeres -las mujeres ricas y letradas, se entiende- podían dedicarse a escribir sobre los asuntos de la esfera privada; eran “las reinas del hogar” y por tanto las guardianas del orden de la vida doméstica. Una tajante demarcación de funciones que le dejaba a la mujer la posibilidad de tener su propio dominio de escritura y pensamiento: los asuntos de la casa.

Sin embargo, mujeres como ella habían llegado como intrusas al mundo letrado reservado exclusivamente a los hombres. El solo hecho de saber leer y escribir, incluso entre mujeres de la élite, fue una usurpación, un derecho no concedido pero ganado a hurtadillas, con la complicidad en ocasiones de un hermano o de un padre o de un esposo que vigilaron lecturas y dirigieron el gusto de las pocas señoras que pudieron ascender en la vida intelectual. En el libro mencionado, ella dirá al respecto de este conflicto con el poder letrado masculino:

“Los hombres miran como su patrimonio el templo de Minerva, y si entrais en él, os castigarán cruelmente esta usurpación. Os quieren ilustradas, pero no literatas. La mujer que se ocupa en escribir libros, dicen ellos, deja presumir que descuida sus diarios, minuciosos y sagrados deberes, y se la censura con rigor porque intentó salir de su esfera”.

Acevedo creía que era suficiente, para una mujer de aquella época, volverse autoridad moral y escrituraria en los asuntos privados. La política, con todas sus perversiones, era mejor dejársela a los hombres. La formación de los hijos, la temperancia y sobriedad en las costumbres, la moderación en los consumos, el ejercicio de la caridad, todo eso podía quedar a cargo de la madre y esposa; y ella creía que así se lograban frutos “más útiles y más duraderos”. No son detalles menores que su primer libro haya sido publicado gracias al préstamo o donación de una sobrina y que por algún tiempo su Tratado de economía doméstica (1848) le haya sido adjudicado erróneamente a un autor masculino, porque se creía imposible que las mujeres pudieran y supieran decir algo sobre asuntos hasta entonces reservados al pensamiento de los hombres.

La escritora colombiana participó de un proceso de secularización de la moral. Para mediados del siglo XIX, la Iglesia católica ya había dejado de ser la principal formadora moral de la nación. La moral se volvió un discurso universal, adecuado a los propósitos utilitarios de una élite laica que se auto-designó como la única capacitada para ser la guía moral y política de la sociedad. Su Tratado de economía doméstica es un compendio de consignas morales restringido al ámbito privado, modelador de costumbres, dirigido a la formación de mujeres para el control de los hábitos de sus hijos y sus maridos. Está dirigido, por supuesto, a las mujeres que tienen “una casa que gobernar y una familia que educar”, menudas tareas que no han sido poca cosa. Situada en el discurso dominante de la época, en el afán de modelar ciudadanos obedientes de las leyes, individuos auto-controlados, Acevedo contribuyó a la difusión de un ideal de “buen gobierno” circunscrito a las paredes del hogar. Al escribir ese ensayo, la autora se otorgaba autoridad sobre una esfera específica de la sociedad, erigía una soberanía, un poder femenino fundado en las consignas de la utilidad, la sobriedad y el orden.

jueves, 2 de mayo de 2024

Pintado en la Pared No. 312

 

Aimé Césaire

Discours sur le colonialisme (1950)

Una de las consecuencias inmediatas de la segunda guerra mundial fue el despertar de los movimientos anti-colonialistas en el mundo. Al lado de eso, ascendió vigorosamente un discurso de reivindicación de la diversidad étnica. A partir del decenio 1950 comenzó a cambiar violentamente el mapa del mundo, muchos países le apostaron a una lucha por la independencia de los antiguos imperios occidentales que estaban acostumbrados al saqueo de territorios en Asia, África y América. Los fundamentos del colonialismo europeo estaban derrumbándose. No sólo estaba cambiando la geografía política en el mundo, estaban cambiando los puntos de referencia de las ciencias humanas. Precisamente, en 1950, una comisión de científicos liderada por Claude Lévi-Strauss publica un informe presentado a la UNESCO acerca de la cuestión racial. El punto de vista del antropólogo francés provocó ardorosas discusiones entre colegas y preparó rupturas que definieron el derrotero de las ciencias humanas y sociales de la segunda mitad del siglo XX y las repercusiones de esa revaluación de las viejas perspectivas nos llegan hasta hoy. El estatus en apariencia inamovible de los centros de pensamiento europeo estaba siendo cuestionado, como también fueron relativizados los principios racistas de jerarquización entre dominantes y dominados, entre ricos y pobres, entre desarrollados y subdesarrollados, entre la superioridad blanca y la inferioridad de negros, amarillos, indígenas y mestizos. Entre el colonizador civilizado y el colonizado salvaje. Todo eso fue desbaratado, al menos en el discurso.

Así es, en medio de esa efervescencia revaluadora nació el discurso vibrante sobre el colonialismo pronunciado por el martiniqueño Aimé Césaire. Su escrito es un minucioso ajuste de cuentas con lo que él llamó el “pseudo-humanismo europeo” que justificó los saqueos, matanzas y negocios en nombre de una supuesta civilización superior, la del blanco cristiano. Césaire, desde el inicio, se preocupa por presentarle a la Europa colonizadora un doble problema, el de la explotación del proletariado y el del saqueo colonial, junta los conflictos de clase y raza como síntesis de lo que Europa ya no es capaz de resolver.

Para el intelectual antillano, varios oficiantes de las ciencias humanas, entre ellos muchos franceses, se convirtieron en los “perros guardianes del colonialismo”; su examen crítico incluye a filósofos, historiadores, geógrafos, teólogos, arqueólogos, antropólogos, psicólogos. Todos ellos han reproducido en diversas modulaciones la hipocresía que precedió al nazismo; desde Ernest Renan hasta Roger Caillois, es decir, desde las discusiones acerca de la formación nacional, en el siglo XIX, hasta los debates antropológicos de mediados del siglo XX, Aimé Césaire detectó un prolongado discurso colonialista que inventó la superioridad del cristianismo, de la civilización blanca europea.

Para Césaire, el imperialismo europeo había destruido sociedades comunitarias, fraternas, “ante y anti-capitalistas”, democráticas, e impuso fatalmente la barbarie, el genocidio. Sin embargo, en ese ritmo arrasador de las colonizaciones, el autor añade un matiz, el colonizador europeo con su brutal violencia sobre los pueblos que dominaba también se “des-civilizó”, fue volviéndose bestia, se fue degradando. Por eso es que el escritor martiniqueño advierte acerca de la hipocresía del pensamiento “humanista europeo” que condenaba a Hitler; dice Césaire que Europa venía cometiendo desde mucho antes los crímenes que sólo vino a repudiar con la segunda guerra mundial y los repudió porque, en esa ocasión, las víctimas eran blancas. Pero mientras los cometieron contra los pueblos de otros confines de la Tierra, los intelectuales europeos no se indignaron. Europa, antes de la aparición de Hitler y el horror nazi, ya era una experimentada violadora de los derechos humanos

El Discurso sobre el colonialismo de Aimé Césaire no puede leerse aislado de una intensa conversación que hubo antes, durante y después de esa obra. Ya mencionamos la aparición del libro de Lévi-Strauss. En 1948, Leopold Sedar Senghor publicó una antología de la poesía negra francesa con un célebre prólogo de Jean-Paul Sartre; ese mismo año, el tunecino Albert Memmi publicó Portrait du colonisé; en 1952, el discípulo de Césaire, Frantz Fanon, escribe su ensayo psicoanalítico en que examina las relaciones entre negros y blancos, Peau noire, masques blancs. En 1955, el sociólogo norteamericano, Franklin Frazier, publica un estudio de los negros de clase media norteamericana y de su afán por ser aceptados en el mundo asociativo de los blancos, Black Bourgeoisie. En definitiva, la intelectualidad negra y el pensamiento anti-colonial experimentaban un intenso auge en aquel tiempo.

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