Por: Juan Guillermo Gómez García
Llegamos, al fin, hacia las tres
o cuatro de la tarde. Habíamos avistado el campamento desde la pestaña del
frente de la montaña, como una imagen fresca y despejada. Se levantaba la
figura emblemática de perfil de Jacobo Arango, labrada en la tierra negra a
trescientos metros. Nadie nos detuvo, y nos bajamos de los dos pequeños carros,
luego de un viaje de nueve horas desde Medellín. Nos recibió el comandante Isaías Trujillo. Por
instinto, le di mi libro sobre Bolívar y luego, en la mesa de una casa
prefabricada, se lo firmé. Era como internarse
a una finca a mil quinientos metros de altura en los Andes americanos,
que hubiera diseñado la fantasía de Fourier. Una comunidad auténtica, construida
fuera de la nada, de cuatrocientos o quinientos excombatientes. Todo inspiraba,
de golpe, trabajo, disciplina, una jerarquía de veteranos. Hablamos del incidente del incendio de la
camioneta Koleos que, a medio camino, había tenido un corto-circuito. Fue un
excelente modo, con una taza de buen café, para romper el protocolo.
Dos horas después, Sergio Guzmán
y yo estábamos ante un auditorio, para cualquiera, inusitado. Empecé a hablar
de la revolución rusa, que este año cumple cien años. Mencioné, por supuesto,
las Tesis de Abril, en las que Lenin, contra todo pronóstico, tiró la consigna:
“Todo el poder a los soviet”. Me limité a subrayar que la revolución rusa había
quebrado definitivamente el eurocentrismo, pues había desplazado el eje de la
historia por fuera de Londres, París o Berlín. El mundo pasaba ahora por
Petrogrado, es decir, en cualquier lugar del mundo. Si hoy no tenemos a un político
reformista como Kerenski (era la derecha constitucional de ese medioevo histórico),
un político a la izquierda de Petro, el leninismo podrá tener sentido hoy en
Colombia por la incomparable claridad de sus argumentos. Todo partido político, aduje, es partido si
tiene un código de ideas, si esas ideas son claras y precisas y esas ideas
están para transformar la miserable realidad. Lenin no vive hoy por su
dogmatismo marxista, sino por la jerarquía de sus incuestionables ideas y el
modo de escribirlas. Era un intelectual. No hubo aplausos, pues era una cátedra de
filosofía de la historia, pero mantuve, creo ahora, la concentración una buena
hora. Luego intervino Sergio,
Monchochenko, como le decimos los descarados amigos, y absolvió muy
profesionalmente las preguntas relativas a la amnistía y el indulto.
Salimos esa noche, al lado, doscientos
metros del campamento, con Carlos Alberto (un grande) y Sergio, y hablamos con
unos chicos y chicas que impartían cursos de cine, diseño y periodismo. Dejamos
pues las veinte hectáreas (ni más ni menos que un laborioso kibut), para
entender el otro lado del otro lado. Magníficos cuatro muchachos, con su
campamentico aparte, en una casa destartalada de campesino. Estaban
disciplinadamente allí, desde enero. Un
modelo de pedagogía para una comunidad ansiosa y necesitada de salir de
una guerra atroz, como toda guerra. Eran el modelo de paz, y el modelo paradigmático
de resistencia. Paz y resistencia eran su modelo de vida. ”Sin partido, no hay
revolución”, me dijo radicalmente convencido, una reencarnación de Diego
Rivera.
La comunidad de monte arriba de
Dabeiba es un modelo inigualable. Cinco días son suficientes para respirar un
clima de concordia, de lazos de intimidad. Nunca antes había entendido tanto al
sociólogo francés Emile Durkheim. Comunidad es entrega, sacrificio, jerarquía y
asimismo libertad. La libertad está allí. No sé las discordias internas, que
deben lavarse en casa. Se levantan a las cuatro de la mañana. Reciben
instrucción (nunca estuve a la madrugada, pues soy un vago citadino) de cinco a
siete. Desde las siete de la mañana a las cinco de la tarde trabajan en el
campamento, que está, para arquitectos comunitarios, excelente. Desde las seis
a las ocho parlábamos, muy serios con con Sergio ante ellas y ellos. No saben la
concentración, sobre todo, de la dulcineas con botas pantaneras. Además hablé
de Lenin y Bolívar, y al final me corcharon con muchas preguntas, y preguntas
astutas. Muchas, muy incisivas y pertinentes. Imagínese ustedes que me
cuestionaron, no sin razón, porqué aduje
que Lenin era un ilustrado. Lenin ilustrado ¿cómo salir del paso? Hablé, como
pueden imaginar, de su adorable madre que de niños los ponía a hablar a sus
hijos entre ellos en alemán. ¡Qué mejor introducción a Voltaire, huésped de Federico
II!
Hay muchos perros. Como cincuenta,
y de todas las razas. Finas y precarias. No hay gatos. No hay una sola flor, ni
un cuadro en las paredes. Eran ayer no más pueblos nómadas. Hoy forzosamente
sedentarios. Como siglos de siglos de evolución. Hay un cancha de fútbol en
toda regla, en la que, según escuché, ya hay torneo de todas las veredas. No
dejaron jugar al equipo de la policía, por razones de orden público. Tendrá
mucha razón el comandante y el gobernador. Hay como cincuenta casas de material
perecedero, ya hechas y muy cómodas. Nosotros nos quedamos en carpas, creo
de refugiados de la ONU, calienticas sin sábanas ni almohadas. El desayuno como
el almuerzo y la cena, fríjoles y arroz.
Coca Cola y agua en botella a discreción. Conversé con una guardia con
fusil, solo hay dos, y los demás en traje de paisano. Estaba muy ansiosa:
“Estoy acostumbrada a caminar”. Bien, caminaba de lado a lado, incesante.
Ese día la Corte trató de joder
el fast track. Nada, dijimos, nada.
El proceso de paz está por encima de los pelagatos magistrados. Somos el
pueblo. La guerra es un negocio del capitalismo. El capitalismo solo negocia
con la guerra; es su esencia. Hoy el asunto, si queremos una democracia
profunda, es la paz negociada, de tú a tú, no la paz de las sepulturas. Nos despidieron,
muy afectuosamente, la tropa y los comandantes, y nos encomendaron un cachorro
que vomitó todo el camino de vuelta. Le bautizamos con ternura, al pobrecito:
“Vómito#. Puede, como todo, cambiar de nombre”.