Me equivoqué, había dicho que el primer lugar de la
protesta social colombiana, dictada desde el 21 de noviembre de 2019, era para
los jóvenes. Hoy creo que no, las duras circunstancias del asesinato de líderes
y lideresas sociales me han obligado a cambiar de opinión. Las estadísticas más
conservadoras refieren más de 200 asesinatos al terminar 2019.
Matar a un líder o una lideresa social es eliminar la
ciudadanía activa, la ciudadanía que delibera, que divulga derechos y deberes,
la ciudadanía que congrega, organiza a grupos sociales específicos. Matar a un
líder social es matar a quienes piensan, leen, escriben y, muchas veces,
cuestionan o discuten decisiones gubernamentales en legítimo uso del derecho a
disentir.
Los líderes sociales son el resultado genuino de una
sociedad que intenta organizarse para hacer prevalecer derechos; su formación y
presencia en la vida pública corresponden con la movilización permanente de
fragmentos sociales que necesitan reivindicar aspiraciones muy particulares y,
por supuesto, muy vitales. Unos son líderes o lideresas forjados en la lucha
por la restitución de la propiedad de la tierra; otros han ido moldeándose en
la reivindicación de libertades e igualdades relacionados con la diversidad de
género o con la diversidad étnica del país. Otros defienden asuntos laborales
de gremios específicos. Otros más son estandartes de la defensa de los recursos
naturales. Por eso, ellos y ellas se vuelven símbolos de debates por ciertas
libertades y ciertos derechos. Todos ellos expresan, además, la conjunción muy
compleja de viejas y nuevas sensibilidades políticas.
Los líderes sociales son gente desarmada, no están
hechos para el uso de las armas; han confiado en las supuestas garantías de
deliberación de un régimen democrático. Les han hecho creer en las virtudes del
Estado de derecho, en la acción legal, en la discusión pública, en la apelación
a las instituciones. Los líderes sociales pertenecen al ámbito de la democracia
participativa en que fragmentos de la sociedad intentan resolver conflictos,
satisfacer aspiraciones.
Asesinar líderes sociales, por tanto, alimenta la
desconfianza en los fundamentos de la democracia, pone en tela de juicio el
funcionamiento de los organismos de protección del Estado; suprime brutalmente
la posibilidad de solucionar pacíficamente cualquier conflicto. El asesinato
intimida, silencia y, sobre todo, obliga a que la sociedad se repliegue y,
peor, a que todos dudemos del estatuto deliberativo de quienes,
circunstancialmente, sean nuestros antagonistas en la discusión de cualquier
asunto. El mensaje llano del asesinato es, más o menos, el siguiente: “No quiero
que exista alguien que discuta contra mí; prefiero eliminar a mi rival en la
discusión social o política”.
De modo que al matar a un líder o a una lideresa
social está muriendo la democracia; las buenas costumbres de la civilidad son
eliminadas por la aspereza del recurso armado. Y eso nos lleva a un retroceso feroz
en las reglas de la convivencia, nos obliga a reivindicar algo muy preliminar,
la necesidad de respetar la vida humana. Hay que pedir que dejen vivir a los
líderes sociales, que dejen vivir la acción política cotidiana, cualquiera que
sea su sentido reivindicativo. Primero eso, y luego podemos hablar de otras
cosas que también son apremiantes.
Pintado en la Pared No. 207.