Me adhiero a la definición que les escuché a unos colegas recientemente; la Universidad del Valle es, más exactamente, un instituto politécnico. Y yo agregaría que es un instituto politécnico con una de las mejores piscinas olímpicas del país, de lo cual, por supuesto, muchos funcionarios del politécnico se sienten orgullosos. En el instituto politécnico del Valle –pongamos a rodar la denominación- los ingenieros y los médicos tienen el poder; disfrutan de los mejores recursos, definen las prioridades y establecen los criterios generales de organización de todo el instituto politécnico. Al lado de los ingenieros y los oficiantes de las ciencias de la salud, están las ciencias puras o exactas que funcionan como unas disciplinas subsidirias, satélites. Y la parte fea, la cara sucia que da vergüenza mostrar, está ubicada en ciertas zonas del hermoso campus; allí se reúnen o más bien se amontonan aquello que todavía lucha por definirse como Humanidades o Ciencias Sociales o Ciencias Humanas. Es un montón de disciplinas desperdigadas en varios edificios en que se impone, hay que admitirlo, el acumulado simbólico –con novedad arquitectónica incluida- de la llamada Facultad de Ciencias Sociales y Económicas que se ha ganado el derecho a mirar por encima del hombro (o simplemente no mirar) a sus colegas desahuciados y sin brújula desperdigados en la Facultad de Artes Integradas, en la Facultad de Humanidades y en el Instituto de Educación y Pedagogía.
Lo que mal se ha llamado hasta ahora Universidad del Valle nació con una vocación de servidumbre intelectual; nació para formar los cuadros técnicos necesarios para cumplir las tareas de los planes de desarrollo y de adaptación de la región a los intercambios basados en la agro exportación. Desde sus orígenes, hace 65 años, la tal Universidad del Valle ha crecido dándole preeminencia a la formación de ingenieros y médicos. Esa marca de su origen es indeleble y define la soberbia con que se comportan unos y las dificultades con que subsisten otros. Las ciencias humanas no poseen todavía un lugar bien definido; al principio sirvieron de ornamento, luego parecen ser un mal necesario y según los lemas mercantiles en la educación comienzan a ser un estorbo, un gasto superfluo.
El ritmo histórico de lo que ha sucedido en la Universidad o Instituto Politécnico del Valle no es el mismo de las ciencias humanas y sociales en Colombia, por fortuna. Al iniciar el decenio de 1990, ya se hablaba de unas ciencias humanas o sociales consolidadas institucionalmente, acostumbradas a brindar generosamente una forma de conocimiento crítico que ha contribuido a examinar los diversos conflictos sociales, políticos, económicos y culturales (ver al respecto: Carlos B. Gutiérrez [ed.]. La investigación en Colombia en las artes, las humanidades y las ciencias sociales, Bogotá, Ediciones UniAndes, 1991). Para entonces ya había disciplinas que, en apariencia, tenían sus linderos bien definidos y podía hablarse de comunidades específicas de economistas, sociólogos, historiadores, politólogos, antropólogos, sicólogos, lingüistas, geógrafos, filósofos, en fin. Hoy, veinte años después de aquel balance, podríamos decir que el capital simbólico de las ciencias humanas, las ciencias sociales y las humanidades en Colombia es muchísimo mayor; que hay comunidades científicas numerosas y muy creativas, visibles y destacadas en revistas especializadas de una gran calidad; en algunas universidades hay fuertes grupos, centros e institutos de investigación que tienen su expresión culminante en colecciones de libros, en la obtención de premios nacionales e internacionales. Todo este acumulado corre el riesgo de ser dilapidado por la ofensiva de las políticas mercantiles que han pretendido asignarles a las ciencias humanas y sociales y a los creadores artísticos un lugar en las lógicas del lucro y en los lemas de eficiencia. De no ser así, estarían condenadas a desaparecer por estrangulamiento financiero.
Mientras tanto, ¿qué ha podido acumular el instituto politécnico del Valle? Ha acumulado muchísimo, pero de manera desigual. La Facultad de Ciencias Sociales y Económicas puede decir, hoy, que tiene un centro de investigación que cumple 35 años de existencia –fue creado en 1976- y que reúne una tradición insoslayable de investigación en la región suroccidental del país. En contraste, la investigación pedagógica y en el difuso espectro de las ciencias humanas no cuenta todavía con un anclaje tan sólido. La dispersión y el individualismo es la regla de oro. No se trata solamente de una historia institucional hostil que ha despreciado el andar de las ciencias humanas; se trata, también, de obstáculos propios, de rencillas entre comunidades científicas mal cohesionadas en la topografía del politécnico.
Las últimas arremetidas en proyectos de reformas de la educación universitaria, en Colombia, deberían ser un acicate para que nos sentemos a pensar, en el instituto politécnico del Valle, cuál es la naturaleza y el lugar de las ciencias humanas, de las humanidades y las ciencias sociales; qué hay de fundamental y de trivial en esas variadas denominaciones. La Facultad de Humanidades es, por ahora, una denominación equívoca que no corresponde con lo que contiene; podría empezar por discutir su propio nombre, por adjudicarse un lugar, por erigirse definitivamente en la sal de la existencia de una verdadera universidad, en la cuna del conocimiento crítico e impertinente que necesita cualquier sociedad. ¿Por qué no pensar, por ejemplo, en que es hora de fabricar su propia tradición investigativa y fundar un centro o instituto de investigación que aglutine en un proyecto colectivo tantas vanidades dispersas? De no hacer el auto-examen y tomar la iniciativa, se vuelve cada día más razonable creer que la Universidad del Valle es, en realidad, un respetable instituto politécnico con una hermosa piscina olímpica.
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