Antes Macondo no existía. Una obra contra la mentira
Juan
MorenoBlanco[1]
Grupo
Nación/Cultura/Memoria – Universidad del Valle
El mismo día en que supimos que a Gabriel García Márquez le
otorgaron el Nobel el Ministro de Educación ordenó que en todos los colegios se
leyera el primer capítulo de “Cien años de soledad”, pero eso no fue posible
porque para entonces todos los estudiantes del país estaban en vacaciones. Esta
anécdota, que parece una metáfora garciamarquiana, cobra actualidad ahora que
los medios de comunicación nos saturan con la solemnidad de las declaraciones
oficiales y semioficiales acerca de la importancia de la obra y figura del desaparecido
escritor. Que “una segunda oportunidad sobre la tierra”; que “la supremacía del
reportero sobre el novelista”; que el “Realismo Mágico”; que “tuve el honor de
conocerlo”; que “esa excepcionalidad suya”… pareciera que el repetido ejercicio
de la elipsis –con la que se escribió la satírica prosa de “Los funerales de la
Mamá Grande” y “El otoño del patriarca”- quisiera ocultar la significación para
Colombia de la titánica y corrosiva labor que la obra del cataqueño acometió
contra el nacionalismo cultural –ese que se expresa en el formalismo abusivo,
pomposo e hipócrita.
Y es que el provinciano sin apellidos que transformó la historia y
la cultura colombianas es para sus compatriotas casi un desconocido. La
tormenta de etiquetas y generalizaciones que lo cubren tardará mucho en amainar
para que la lectura de su escritura tenga su oportunidad.
Paradójicamente es cuando un extranjero recién llegado a nuestra
lengua nos afirma que ninguna otra literatura como la de García Márquez lo
encanta que recibimos un aldabonazo y
nos obligamos a releerlo ya no adivinando lo que sabemos que nos va a decir
sino escuchándolo, dejándonos fascinar por esa voz perfecta que con metáforas
sutiles y afortunadas nos va alfabetizando sobre esa realidad de la memoria y
la conciencia tan difícil de creer llamada Colombia. Antes Colombia no existía,
fue Macondo la que la hizo existir. Hoy nos es imposible hablar de este país sin
apoyarnos en las metáforas garciamarquianas. Cada cuento, columna periodística,
reportaje y novela construye imágenes de Colombia burlándose de lo oficial, de
lo verdadero; los López de Mesa y los Germán Arciniegas del establecimiento que
construyó la memoria de la desmemoria, la verdad de lo mentiroso, quedan
relegados al estante de las cuquerías ideológicas de la Atenas Suramericana. Su
prosa cuidadosa nos enseña el distanciamiento crítico en la comprensión de
nuestra historia. En la lengua garciamarquiana la realidad se amplía, su
lectura nos enriquece porque nuestra visión accede al reconocimiento de lo que
el nacionalismo cultural nunca reconoció: el saber de la palabra ancestral que
circula en la voz común; el presentimiento de que el olvido ha devorado lo
mejor de nosotros mismos; la calidad mentirosa, interesada y violenta de la
palabra del político y del atuendo que lo acompaña; la seguridad de que el
camino de las armas es el peor camino; la plasticidad filosófica del chiste; la
valía de los sentimientos de fraternidad y reconocimiento que une a los niños
Buendía y a Sierva María de Todos los Ángeles con los indios y los esclavos.
Antes de García Márquez teníamos la imagen de un país en cuya
capital se hablaba el mejor español del mundo y cuya cultura de abolengo
católico-hispánico se bastaba a sí misma, impetuosa y altiva como las montañas
que la aislaban. Si hoy pensamos distinto es porque han sucedido muchísimas
cosas que transformaron la idea de “lo nacional” forjada por nuestras élites en
el siglo XIX, pero entre ellas la irreverencia y la sátira magníficas de
nuestro escritor fueron capitales para liberarnos de la servidumbre de lo que la
Constitución Política de 1886 sacralizó. Lo más contundente en su arte fue el
irrespeto y atrevimiento ante el legado colonial y republicano que había
monumentalizado la verdad. Su manera de hacer literatura para combatir la
mentira no tiene antecedentes. En un párrafo de “Los funerales de la Mamá Grande”
retrata sin concesiones la cultura política del Frente Nacional; una frase de
“Cien años de soledad” ridiculiza la supuesta diferencia fundamental entre los
partidos liberal y conservador; aquí y allá se burla del esencialismo cultural
de los cachacos; una anécdota de “Crónica de una muerte anunciada” muestra la
ceguera de la iglesia oficial ante las expectativas de los feligreses; una
imagen de “El otoño del patriarca” profetiza la violenta sordidez de los
consejos comunitarios de Uribe; desde “La viuda de Montiel” sus tramas nos
repiten que en Colombia toda política secundada por la violencia se hace para
robar la tierra a sus legítimos propietarios.
Difícilmente otra expresión artística y cultural podía ir a
contracorriente de lo que la maestría de este costeño ponía ante nuestros ojos
como evidencia incontestable. Con él tuvimos por fin un desvelamiento del país
diverso, de la voz cultural que viene unida al cuerpo del territorio, de los
relatos marcados por la experiencia del más de las gentes, de los signos que
delatan los deseos, de la memoria que reclama su lugar en la historia. Su obra
nos puso a soñar un país plural.
[1] Profesor Titular de la Escuela de
Estudios Literarios de la Universidad del Valle, Cali, Colombia. Docteur en
Études Ibériques et Ibéro Americaines, Université Michel de Montaigne-Bordeaux
III. Autor de, entre otros libros, La
cepa de las palabras. Ensayo sobre la relación del universo imaginario wayúu y
la obra literaria de Gabriel García Márquez, Edition Reichenberger, Kassel,
2002 y Gabriel García Márquez:
littérature et interculturalité, Editions Universitaires Européennes, Sarrebruck, 2011.
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