Los
ocho años de gobierno del presidente Juan Manuel Santos, en Colombia, están en
su crepúsculo. Su logro más conocido en el mundo y reconocido con el Premio
Nobel de Paz fue la desmovilización de una vieja guerrilla; sin embargo, en
otros ámbitos, sus logros son discretos y, en particular en la educación, su gobierno
deja como balance algo parecido a un desastre cultural. Varios datos
elementales son señal de un evidente retroceso de la educación y la
investigación en Colombia.
Para
empezar, el sistema universitario colombiano sigue teniendo una tasa de
cobertura muy rezagada en comparación con otros países de América del sur, está
muy atrás de Chile, Brasil y Argentina. Esos países, por demás, han sido en el
último decenio grandes receptores de estudiantes colombianos que buscan
condiciones menos desventajosas para asegurar una formación de posgrado.
Durante los gobiernos de Uribe Vélez (2002-2010) y Santos (2010-2018), se
afianzó un modelo privado, y por supuesto muy oneroso, en la matrícula para
estudios de maestría y doctorado, y esa es quizás la principal causa de la ya
conocida diáspora de jóvenes colombianos por el resto de América latina.
Durante
el gobierno de Santos aumentó la brecha de matrículas de estudiantes entre
universidades públicas y universidades privadas; hoy en día se estima que las
últimas abarcan casi el 55% de estudiantes matriculados y las públicas están
recibiendo el porcentaje restante. Eso indica un debilitamiento del sistema de
universidades públicas. El presupuesto para las universidades públicas es
deficitario y eso tiene ostensible expresión en la ruinosa situación de
edificios e instalaciones de varias universidades públicas mientras que las
universidades privadas realizan ambiciosos proyectos inmobiliarios en las
principales ciudades.
El
balance desastroso lo completa el declive académico y financiero de
Colciencias, la institución encargada de guiar y sostener el sistema de
investigación en Colombia. Un titular de la prensa colombiana fue lapidario al
respecto: en investigación han sido “ocho años perdidos”. En ese lapso, ha
habido el mismo número de directores. Ninguno de ellos ha logrado definirle un
derrotero a ese organismo y, al contrario, nos hemos acostumbrado a una
historia de incoherencias, de cambios abruptos en sus criterios y prioridades
pero, aún peor, a una sistemática disminución de su presupuesto. De modo que tenemos
como resultado una institución incapacitada económica y académicamente para liderar
la política investigativa del país.
Quien
sea el próximo presidente de Colombia tiene un gran desafío en la reorientación
de la política educativa e investigativa del país. Mientras tanto, quienes somos
agentes centrales del funcionamiento del sistema universitario público
colombiano necesitamos proponer soluciones que enderecen la decadencia de
nuestras universidades y que pongan el acento en la creación de una nueva
estructura institucional para orientar la investigación y la creación artística.
Pintado en la Pared No. 173