PINTADO EN LA PARED No. 5
Es inevitable que nos invada por estos años una plaga conmemorativa. Un listado incompleto nos recuerda el bicentenario de las independencias en Hispanoamérica; los cincuenta años de la revolución cubana; el bicentenario del natalicio de Charles Darwin y el sesquicentenario de su polémica obra; el bicentenario de Edgar Allan Poe; otro bicentenario: el de Abraham Lincoln; son cincuenta años de fundación de la ETA. Fueron cien años de la muerte del escritor brasileño Joaquim Machado de Assis. En tonalidad más parroquiana, fueron sesenta del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, cincuenta de instauración del Frente Nacional, otros cincuenta del manifiesto nadaísta y de la “Revolución invisible” del fundador de la influyente revista Mito. En este 2009 se cumplen los cien años de Idola fori, un libro clave en la historia del pensamiento político colombiano. Fueron cien años del natalicio del presidente liberal Carlos Lleras Restrepo. Serán veinte años del asesinato de Luis Carlos Galán; veinte de la muerte del escritor Adel López Gómez; veinticinco de la muerte de Julio Cortazar. Y agregaría una conmemoración muy personal: hace veinte años fue asesinado mi mejor amigo, Raul Andrade Chaparro, mientras ejercía como médico rural en Saravena, una población en los límites con Venezuela.
Las conmemoraciones son desafíos para quienes quieren recordar y hacer recordar; para quienes prefieren olvidar y hacer olvidar. Las conmemoraciones son competiciones en las formas de dotar de nuevos significados a cada hito. Cada quien hará los énfasis y los ocultamientos más convenientes. En todo caso, somos los individuos en el presente y por el presente que decidimos cómo evocar lo pasado. Algunos ganarán y otros perderán en esa competencia por la memoria, algo del pasado se extraerá para sacarle provecho en la hora actual. Varias de esas conmemoraciones dan prueba de cómo esos eventos pueden ser momentos de pugnacidad entre formas de entender y transmitir el pasado; se convierten en oportunidades para la exhibición de representaciones de los procesos históricos, para la justificación de comportamientos del presente, para establecer comparaciones. Cada quien inventa o sugiere una épica, una comedia o una tragedia. Las conmemoraciones pueden ayudarnos a detectar las perversiones, las virtudes o simplemente el estado mental de la sociedad que recuerda y olvida. En fin, la manera en que asumamos tal o cual conmemoración dice mucho de nuestra situación ahora.
La conmemoración del bicentenario de las Independencias en Hispanoamérica es quizás el evento que más nos concierne y el que mejor puede delatar el estado de nuestra conciencia histórica. A estas horas es evidente que tal conmemoración nos ha tomado indiferentes y desganados. Alguna correspondencia debe haber entre la indiferencia social, el individualismo exacerbado de la sociedad colombiana, nuestra casi nula relación con el pasado y las omisiones de los científicos sociales. Ni la escuela, ni la universidad, ni la televisión, ni los periódicos, ni los partidos políticos han contribuido a fijar símbolos que transmitan un sentimiento de orgullo por nuestro devenir republicano. En las feas y anti-democráticas ciudades colombianas nos rodean pocos lugares para la memoria; pocos símbolos que nos hagan recordar o respetar algo. Un escepticismo o un cinismo más o menos general patrocinado de cierto modo por nuestra clase política. Un escepticismo que tiene su lado bueno, porque nos ha ayudado a desentendernos de grandes mitos y de aparentes héroes; pero que también tiene su sombra de perversión, porque nos ha invitado a matar y destruir con suma facilidad. Mientras otros países y otras comunidades académicas, con las mismas dificultades económicas nuestras, iniciaron sus ejercicios conmemorativos desde 2008 (“todo comenzó en 1808”) nosotros todavía seguimos con los calzones abajo tratando de correr a inventarnos algo digno de la circunstancia. Ya ha quedado claro que esta vez la conmemoración bicentenaria no será tan unánime y optimista como la de hace un siglo.
Aun así, creo que esta conmemoración podría ser el pretexto o la oportunidad –no estamos exentos de cierto oportunismo- para que nos ocupemos, principalmente, de un doble examen: sobre el lugar del conocimiento histórico en nuestras sociedades y sobre lo que ese conocimiento ha producido o dejado de producir. Tal vez exagere si digo que habrá algunos debates y desacuerdos ostensibles que van a plasmar las diferencias obvias entre corrientes, tendencias, comunidades académicas (si las hay), redes de saber y poder (que al fin y al cabo es lo mismo) entre discursos oficiales y puntos de vista independientes. En todo caso, será momento propicio para hacer balances y -palabra ingrata- revisiones. Precisamente, en algunos países han optado por privilegiar proyectos editoriales de envergadura que presenten balances del devenir político, social, económico y cultural en estas dos centurias. Ese tipo de examen podría ayudarnos a preparar un mejor provenir y a afrontar los dilemas de nuestro presente. En Colombia hay un personal académico maduro que con mejores recursos y con mayor respaldo institucional podría contribuir a apurar y difundir ese necesario examen.
Sin embargo, aparte de las carencias de siempre, estamos signados por tiempos de una marcada desconfianza sobre lo que son y lo que producen los intelectuales (ya nos hemos vuelto objeto de investigación constante en unidades de la Fiscalía General de la Nación). Y me parece que esa desconfianza se ha ido contagiando entre algunos colegas y directivos de esta Universidad que han preferido no contar con la opinión conjunta del Departamento de Historia para organizar esa conmemoración. Es cierto, para conmemorar algo no es obligatorio acudir a departamentos de Historia ni a historiadores que pueden estar mirando para otras partes, pero ignorarlos sistemáticamente en una Universidad puede revelar tantas cosas.
Enero de 2009.
(Versión más amplia en revista Número 57, Bogotá, junio-agosto de 2008.)
Es inevitable que nos invada por estos años una plaga conmemorativa. Un listado incompleto nos recuerda el bicentenario de las independencias en Hispanoamérica; los cincuenta años de la revolución cubana; el bicentenario del natalicio de Charles Darwin y el sesquicentenario de su polémica obra; el bicentenario de Edgar Allan Poe; otro bicentenario: el de Abraham Lincoln; son cincuenta años de fundación de la ETA. Fueron cien años de la muerte del escritor brasileño Joaquim Machado de Assis. En tonalidad más parroquiana, fueron sesenta del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, cincuenta de instauración del Frente Nacional, otros cincuenta del manifiesto nadaísta y de la “Revolución invisible” del fundador de la influyente revista Mito. En este 2009 se cumplen los cien años de Idola fori, un libro clave en la historia del pensamiento político colombiano. Fueron cien años del natalicio del presidente liberal Carlos Lleras Restrepo. Serán veinte años del asesinato de Luis Carlos Galán; veinte de la muerte del escritor Adel López Gómez; veinticinco de la muerte de Julio Cortazar. Y agregaría una conmemoración muy personal: hace veinte años fue asesinado mi mejor amigo, Raul Andrade Chaparro, mientras ejercía como médico rural en Saravena, una población en los límites con Venezuela.
Las conmemoraciones son desafíos para quienes quieren recordar y hacer recordar; para quienes prefieren olvidar y hacer olvidar. Las conmemoraciones son competiciones en las formas de dotar de nuevos significados a cada hito. Cada quien hará los énfasis y los ocultamientos más convenientes. En todo caso, somos los individuos en el presente y por el presente que decidimos cómo evocar lo pasado. Algunos ganarán y otros perderán en esa competencia por la memoria, algo del pasado se extraerá para sacarle provecho en la hora actual. Varias de esas conmemoraciones dan prueba de cómo esos eventos pueden ser momentos de pugnacidad entre formas de entender y transmitir el pasado; se convierten en oportunidades para la exhibición de representaciones de los procesos históricos, para la justificación de comportamientos del presente, para establecer comparaciones. Cada quien inventa o sugiere una épica, una comedia o una tragedia. Las conmemoraciones pueden ayudarnos a detectar las perversiones, las virtudes o simplemente el estado mental de la sociedad que recuerda y olvida. En fin, la manera en que asumamos tal o cual conmemoración dice mucho de nuestra situación ahora.
La conmemoración del bicentenario de las Independencias en Hispanoamérica es quizás el evento que más nos concierne y el que mejor puede delatar el estado de nuestra conciencia histórica. A estas horas es evidente que tal conmemoración nos ha tomado indiferentes y desganados. Alguna correspondencia debe haber entre la indiferencia social, el individualismo exacerbado de la sociedad colombiana, nuestra casi nula relación con el pasado y las omisiones de los científicos sociales. Ni la escuela, ni la universidad, ni la televisión, ni los periódicos, ni los partidos políticos han contribuido a fijar símbolos que transmitan un sentimiento de orgullo por nuestro devenir republicano. En las feas y anti-democráticas ciudades colombianas nos rodean pocos lugares para la memoria; pocos símbolos que nos hagan recordar o respetar algo. Un escepticismo o un cinismo más o menos general patrocinado de cierto modo por nuestra clase política. Un escepticismo que tiene su lado bueno, porque nos ha ayudado a desentendernos de grandes mitos y de aparentes héroes; pero que también tiene su sombra de perversión, porque nos ha invitado a matar y destruir con suma facilidad. Mientras otros países y otras comunidades académicas, con las mismas dificultades económicas nuestras, iniciaron sus ejercicios conmemorativos desde 2008 (“todo comenzó en 1808”) nosotros todavía seguimos con los calzones abajo tratando de correr a inventarnos algo digno de la circunstancia. Ya ha quedado claro que esta vez la conmemoración bicentenaria no será tan unánime y optimista como la de hace un siglo.
Aun así, creo que esta conmemoración podría ser el pretexto o la oportunidad –no estamos exentos de cierto oportunismo- para que nos ocupemos, principalmente, de un doble examen: sobre el lugar del conocimiento histórico en nuestras sociedades y sobre lo que ese conocimiento ha producido o dejado de producir. Tal vez exagere si digo que habrá algunos debates y desacuerdos ostensibles que van a plasmar las diferencias obvias entre corrientes, tendencias, comunidades académicas (si las hay), redes de saber y poder (que al fin y al cabo es lo mismo) entre discursos oficiales y puntos de vista independientes. En todo caso, será momento propicio para hacer balances y -palabra ingrata- revisiones. Precisamente, en algunos países han optado por privilegiar proyectos editoriales de envergadura que presenten balances del devenir político, social, económico y cultural en estas dos centurias. Ese tipo de examen podría ayudarnos a preparar un mejor provenir y a afrontar los dilemas de nuestro presente. En Colombia hay un personal académico maduro que con mejores recursos y con mayor respaldo institucional podría contribuir a apurar y difundir ese necesario examen.
Sin embargo, aparte de las carencias de siempre, estamos signados por tiempos de una marcada desconfianza sobre lo que son y lo que producen los intelectuales (ya nos hemos vuelto objeto de investigación constante en unidades de la Fiscalía General de la Nación). Y me parece que esa desconfianza se ha ido contagiando entre algunos colegas y directivos de esta Universidad que han preferido no contar con la opinión conjunta del Departamento de Historia para organizar esa conmemoración. Es cierto, para conmemorar algo no es obligatorio acudir a departamentos de Historia ni a historiadores que pueden estar mirando para otras partes, pero ignorarlos sistemáticamente en una Universidad puede revelar tantas cosas.
Enero de 2009.
(Versión más amplia en revista Número 57, Bogotá, junio-agosto de 2008.)
Estimado Profesor:
ResponderEliminarMuchas gracias por este post.La verdad, siento las mismas angustias que usted.Es una lástima que en la Universidad se estén viviendo ese tipo de "vetos" y lo peor es que son silenciosos.Y para los que lo denuncian los tachan de esquizoides.
Con tristeza me sumo a su reflexión.