PINTADO EN LA PARED No. 3
Hemos empezado a caminar por el siglo XXI, hemos ya recorrido un par de centurias con algunos serios forcejeos entre el poder tradicional de la Iglesia católica y las tímidas y desordenadas tentativas de secularización de la sociedad colombiana. Algunos, muy pocos, en sus vidas privadas han intentado sacudirse, así sea de manera episódica, de la adhesión a una fe religiosa dominante. Una fe que nos ha ayudado muy poco –al contrario- para cohesionar una sociedad o para salvarnos de la entrada a un capitalismo despiadado que nos ha hecho recordar que el infierno está aquí, entre nosotros, y que no es necesario imaginarlo o inventarlo. Ni el habitante común y semi-analfabeta, ni el ilustrado académico universitario han podido zafarse del todo de las creencias religiosas, de la participación en actividades de iglesias, de la aceptación de la autoridad sacerdotal. Dar el paso adelante de liberarse de instituciones y creencias religiosas ha sido excepcional y traumático. Sigue siendo una especie de herejía, de transgresión a los valores de la doble moral predominante.
Yo no digo que sea necesario convertirse en un estricto y aséptico ateo que ni siquiera en los simples actos reflejos provocados por el pánico pueda invocar la protección divina; no, yo creo que ser ateo, con todas sus inconsecuencias, es la búsqueda de una saludable virtud que permite que vivamos con menos odios. El ateo ha dejado de pensar en un dios que sea el centro de su vida porque prefiere pensar en la vida misma y en la compleja condición humana; los ateos pueden ser más tolerantes y democráticos que los creyentes en dogmas, sectas, partidos y religiones. El ateo está lejos de esos mitos peligrosos que han servido para encender guerras devastadoras: Dios, la Biblia, la Patria, la Nación. Palabras gruesas y atractivas que han propiciado millones de cadáveres. El ateo prefiere que cada cual cultive su propio jardín y ayuda a que cada quien pueda decir lo que siente y lo que piensa. Entre el ateismo y el escepticismo hay un vínculo fecundo que ha dado muy buenos y hermosos resultados, sobre todo en el arte.
Tampoco se trata de despreciar al crédulo ni de sentir lástima por su aparente candidez. No, se trata más bien de otorgarle el sentido discreto y humilde que merece cualquier vínculo religioso. Ni un Estado confesional ni un Estado ateo me parecen las mejores opciones, ambos evocan un autoritarismo y un totalitarismo inaceptables, ambos sólo propician la clandestina pero genuina búsqueda de la libertad individual. Pero, eso sí, no soy partidario de esas religiones ruidosas y aparatosas que necesitan tarimas, orquestas, canales de televisión y agresivas campañas de casa en casa; con profetas del bien que tienen cara de escurridizos hombres de negocios. Tampoco me parecen agradables esos creyentes ostentosos y monológicos, cuyos cuerpos están signados y resignados con todas las supuestas virtudes y bondades del credo al que se han adherido. Todo eso tiene algo de artificioso y repelente que no alcanzo a digerir. Necesitamos, en todo caso, aprender a hacer de nuestras creencias un asunto privado, austero, sobrio, algo que hemos construido silenciosa y humildemente, sin vapulear o condenar a los demás.
Es probable que las opciones del ateismo, del librepensamiento, del agnosticismo y otras variantes similares nos sigan pareciendo, incluso en el opaco medio universitario, unas alternativas desagradables y escandalosas, algo así como declararse homosexual o exhibir la oscuridad de la piel. Sin embargo, la secularización es todavía un proyecto vigente en la vida universitaria; muchas de nuestras disciplinas académicas se han forjado en medio del influjo de comunidades religiosas y de sus expertos; la filosofía por mucho tiempo fue una especie de patrimonio jesuítico. La Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional y hasta buena parte de Colciencias han sido en algunos tramos de sus historias fortines del jesuitismo. Las universidades privadas sustentan parte de su autoridad en un sello explícitamente confesional y no es despreciable el poder de franciscanos y dominicos, incluso en versiones aparentemente laicas, en oficinas y comisiones del Ministerio de Educación Nacional. Ni qué decir del influjo del Opus Dei, tan cercano a las actividades y funcionarios de nuestro palacio presidencial.
Por eso es probable que el ateismo sea una condición marginal que delata nuestro escaso avance en prácticas secularizadoras. De todos modos, me atrevo a afirmar que el ateo es alguien que ha pensado, que se ha liberado de un fardo; es alguien que ha vivido la crisis de abandonar algo seguro y cómodo para andar solo. Es alguien que ha aceptado vivir sin muletas espirituales y que ha encontrado en el plural universo de los libros, los amigos y la gente común y corriente unas buenas razones para vivir y para luchar. El ateo no ha dejado de creer, todo lo contrario, es alguien que ha comenzado a creer en muchas cosas que la fe ciega le había ocultado. Ser ateo es una rara y saludable virtud que garantiza, al menos, caminar de pie, sin arrodillarse. Ser ateo es bueno, aunque sea muy de vez en cuando.
Bueno y después de tanta teoría, tanta letra, tan buena redacción, tan buena ortografía, me pregunto si el autor es Ateo o no.Por que no lo veo claro por ningún lado.
ResponderEliminarEste escrito me llega en el momento indicado, en diversas ocasiones el explicar una posición desde un punto neutral se nos hace difícil pero he aquí un escrito que lo hace de manera magistral....
ResponderEliminarpodría pensarse también que en nuestra infinita estupidez el abanico de motivos para autodestruirnos difícilmente encontrará limitaciones...
ResponderEliminarProfesor Gilberto, aunque llego tarde a esta publicación me gustaría celebrar con gran agrado este "exorcismo" que realiza, al manifestar la asfixiante condición de los "librepensadores", aunque no quisiera ponerme a mi mismo este rótulo, si me identifico con el padecimiento de este tipo de violencia simbólica que se ejerce diariamente desde diferentes espacios, incluso desde la academia.
ResponderEliminarAdicionalmente, pienso que queda pendiente una reflexión sobre toda esta cuestión de la moral cristiana expresada por Nietzsche, que aparece tristemente vigente en nuestros días y, que debería analizarse con suficiencia, de una manera crítica y seria, alejada de esos, que yo denominaría, "Neo-nihilismos" de una juventud agobiada por las comodidades y la carencia de afecto.
Pienso que no se debería descartar la oportunidad de desarrollar un trabajo más amplio y abierto en este sentido dentro de nuestro fuertemente golpeado Plan de Historia y en general de toda la Facultad de Humanidades.