PINTADO EN LA PARED No. 4
Entre la izquierda y la derecha, que pase el diablo y escoja. Parodiando un decir muy del siglo XIX, podríamos referirnos al dilema todavía vigente, pero muy cuestionable, de decidirnos por las alternativas de las izquierdas o las derechas en política. Esos mitos de la adhesión política en el mundo contemporáneo, sobre todo desde la Revolución francesa, son eso, unos mitos cada vez más espurios, cada vez más vacíos de trascendencia y cada vez menos dignos de respeto. A nombre de ambas demarcaciones se ha usufructuado el poder, se han esquilmado recursos públicos, se han enunciado utopías políticas, se ha perseguido y se ha matado.
En nuestro caso, es preciso ahondar en el conocimiento del personal político, de su cultura, de sus costumbres, para darnos cuenta de que desde los inicios de la formación republicana hubo disputas entre facciones, grupos, familias, regiones y partidos. Pero, más importante para este análisis, es fácil detectar que el personal de la política ha sido volátil y elástico en sus filiaciones. Entre el "gran" personal político del siglo XIX – y también entre los menos notables- hubo continuos deslizamientos, aunque hay que reconocer que fue más fácil encontrar a liberales haciendo retractaciones públicas y solicitando el ingreso a las toldas del conservatismo. El siglo XX, caracterizado por una tendencia al pragmatismo, tanto en lo político como en lo económico; por el abandono de posturas doctrinarias con el fin de sobrevivir en el juego cotidiano del poder, los hombres y mujeres políticos se acostumbraron a transitar de veleidad en veleidad partidista. Al parecer, el espectro de la derecha ha ofrecido mayores comodidades, no sólo ideológicas, para sus miembros; el recurso autoritario ha sido el preferido en América latina, incluso en la versión del "buen caudillo" o del populista carismático. Al parecer, la izquierda ha sido la arriesgada alternativa de quienes desean sociedades democráticas, pluralistas, participativas.
Pero, insistamos, en nuestro caso la izquierda y la derecha han terminado pareciéndose mucho. Tanto como para que ni la una ni la otra constituyan auténticas alternativas. Hubo un tiempo que tanto en la derecha y en la izquierda se pensaba, había revistas, lecturas, debates. Los políticos condensaban al individuo de acción y de ideas, al parlamentario y al escritor. Hoy, con muy pocas excepciones, los políticos y hampones se confunden; a nombre de una u otra tendencia se ganan unas elecciones, se posesionan unas redes escabrosas de amistad y parentesco, se dilapidan recursos y se aplaza de nuevo la satisfacción de las necesidades más elementales de la población.
Ni la izquierda ni la derecha ofrecen, hoy, algo o alguien confiables. Ambas acumulan sospechas o certezas de procedimientos torcidos. Nosotros deberíamos tener a la mano –para evitar olvidos funestos- un balance de lo que ha sido para las universidades públicas el control ejercido por los antiguos militantes del sinuoso espectro de nuestros compañeros de izquierda. Claro, no podemos olvidar que las políticas del Estado han sido sistemáticamente lesivas de la autonomía universitaria, de su sostenimiento financiero y de su calidad académica. Y también tenemos que reconocer que pensadores fundadores o adeptos de alguna tendencia de izquierda fueron los pioneros en la institucionalización de las ciencias humanas. Ese espíritu crítico que ha cimentado los campos de saber en nuestras universidades es un patrimonio imborrable, por fortuna. Pero, por desgracia, algunas crisis recientes de las universidades cuentan y, al parecer, seguirán contando con el entusiasta auspicio de algunos veleidosos que alguna vez transitaron o aún hacen ostentación de militancia izquierdista. Nosotros soportamos, hace ya un decenio, una crisis que obligó a un largo cierre y en que la responsabilidad de un izquierdismo que padecía de gula y otros pecados capitales fue evidente. Mucho me temo que la lección no la hemos aprendido.
Creo que la reputación de la izquierda universitaria está en entredicho mientras no sea el cimiento de un pensamiento crítico. Por eso creo que ha sido irrespetuoso e irresponsable apelar al nombre de un pensador crítico como Estanislao Zuleta para inventarse una cátedra en una Facultad de Humanidades que guarda silencio ominoso ante evidentes situaciones de deterioro institucional, a favor de relaciones de amistad y parentesco. Una Facultad donde es difícil presentar una simple solicitud porque posiblemente no se la responden o donde la producción de conocimiento parece depender de la sincronización entre hoteles, aeropuertos y agencias de viajes. Una Facultad enredada en el embeleco tecnócrata de la multi, inter, intra disciplinariedad y otras palabrejas por el estilo. Nuestra izquierda ha sido muy fofa en el cuestionamiento de quiénes y cómo ejercen el poder en las universidades, de cómo algunos cargos y recursos han sido (y serán) del disfrute privado.
El afán de tener poder ha sido una semejanza entre la derecha y de la izquierda; eso explica, en parte, las parábolas de muchos de nuestros intelectuales que han preferido convertirse en corifeos del Gobierno de turno y han olvidado a la sociedad, y sobre todo a las víctimas, a los perdedores, a los más indefensos de esa sociedad. Ciertos personajes de nuestra izquierda universitaria se sienten mucho mejor en la placidez de un vuelo (ojalá tipo ejecutivo), confabulando por pequeñeces, fabricando prestigios y preparando ferias de vanidades. Si al menos pensaran en los riesgos cardiovasculares de esa forma de vida.
Diciembre de 2008.
Leo esta columna en enero del 2019 y no sorprende tanto la vigencia de la situación descrita, sino el hecho de que la Universidad -aunque el profesor Loaiza pareciera englobar en dicha noción a todas las universidades en Colombia, lo cual parece un poco exagerado- en conjunto no ha sido contemplada por el Estado como una institución digna de ser tenida en cuenta. Asimismo, es certero que se debe ser críticos con los críticos si lo que se quiere es una Universidad que reconozca las prácticas que en su interior la corrompen.
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