Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 6 de diciembre de 2009

LA PRENSA Y LA OPINIÓN EN LOS INICIOS REPUBLICANOS (III)



Hacia el periódico de opinión política

Hacia 1810, los criollos ilustrados de la Nueva Granada, como en otros lugares de la América española, eran asiduos lectores de gacetas o periódicos o papeles que se daban regularmente al público. Estaban familiarizados con lecturas individuales y colectivas de “jornales”, “diarios” o “mercurios” venidos de Europa; ya había antecedentes de asociaciones cuyos objetivos principales habían sido recibir, leer y comentar prensa extranjera. Estaban iniciados en la lectura de los asuntos políticos, un asunto nuevo entre un personal que le había dado hasta entonces mayor importancia a temas relacionados con la economía y las ciencias aplicadas. Muchos de ellos habían encontrado deleznable el oficio de abogado y habían explorado otras ocupaciones y preocupaciones. De todos modos, ya sabían apreciar la importancia de dirigirse regularmente a un público lector y también eran conocedores de ardides didácticos y retóricos para persuadir a sus destinatarios. Eran poseedores de un arsenal retórico fraguado principalmente en la formación jurídica y en el diletantismo adjunto que les condujo a lecturas diversas y dispersas que se fueron revelando en el orden personal de sus bibliotecas. Mezcla de abogados, científicos aficionados e iniciados en asperezas teológicas; comerciantes de variada mercancía, entre ellos libros; ocasionales y frustrados funcionarios al servicio de la Corona; escritores que ya habían sido aleccionados sobre las implicaciones de publicar impresos sin permiso de las autoridades reales. [1]


A partir de 1810, cuando parecía inminente la consagración a la tarea de difundir la opinión política, mucho de lo que entonces sabían y hacían, es decir, el acumulado simbólico que poseían lo pusieron a disposición de los trabajos de publicar periódicos. Esos periódicos, desde el título, el epígrafe y el prospecto hasta el anuncio más ínfimo relacionado, por ejemplo, con el lugar de venta, proporcionan ahora una información densa. Sus títulos son, por ejemplo, una revelación de propósitos, de las condiciones de circulación de los impresos en aquella época, de la situación política que los movilizó, de las referencias políticas o literarias que los inspiró. Aquel periódico que apareció en 1801 con el título Correo Curioso, Erudito, Económico y Mercantil de la ciudad de Santafe de Bogota, evocaba una creencia que se había afirmado durante el siglo XVIII, que los periódicos eran una ampliación de una relación epistolar; además de eso apelaba a una tradición europea de exitosos y también fracasados periódicos con títulos y propósitos muy semejantes. Llamarse El Efímero (Cartagena, 1812) parecía aludir a la certeza de una pronta e irremediable desaparición o a que la misión que pretendían cumplir los redactores tomaría poco tiempo o a que cada número sería pronto materia de olvido para el público.


Los títulos que escogieron los periódicos neogranadinos que aparecieron entre 1810 y 1814 aluden a un repertorio de títulos que deambularon por el periodismo europeo del siglo XVIII y que sugieren una hipótesis de clasificación. Las gacetas ministeriales deberían corresponder con una tradición de información política fiel al gobierno; información política sin comentarios que se reducía a publicar decretos, leyes y consignas de un gobierno. Aquellos denominados El Argos o El Observador dan testimonio de un largo listado de periódicos efímeros con igual título en que se imbricaban la noticia escueta, el relato ficticio, la sátira y el afán moralizador de un personaje narrador omnipresente en la vida social. Entre 1810 y 1814 se esbozaron, sobre todo entre los periódicos que fueron publicados en Bogotá y Cartagena, los dos principales lugares de eclosión de la opinión política, por lo menos tres tipos de periódicos: la gaceta de información política escueta, aparentemente neutral y que esperaba aglutinar un consenso sobre el orden político emergente; el periódico híbrido que combinaba la publicación de decretos, leyes y actos de gobierno con la opinión editorial de un grupo de redactores particulares que eran, en principio, afines al gobierno. Y aquellos que eran el resultado de una libertad individual neta que esperaba expresar su opinión política. Estos periódicos nacidos de esa voluntad individual podían ser adeptos o contrarios al gobierno, en todo caso podían ser críticos y, en consecuencia, incómodos o hasta peligrosos.

Los epígrafes, mientras tanto, esas citaciones que encabezan un libro o cualquiera otro texto, fueron asiduos en la prensa decimonónica por su condensación de ideas, por resumir la divisa de los redactores; pertenecieron a una tradición de reflexiones, sentencias y máximas leídas, aprendidas y comentadas en tertulias. Cada uno de esos epígrafes era una caracterización colocada en la fachada del periódico con el deseo de volverse su insignia, una tentativa de definición temprana – a riesgo de volverse equívoca- del carácter de la publicación y del compromiso de sus autores. Los epígrafes prolongaron una tradición retórica en circunstancias históricas y políticas distantes; toda una sabiduría ligada a los métodos y asuntos aprendidos en la formación jurídica y teológica del siglo XVIII, con las inherentes nociones de república o de ciudadanía o de libertad que los responsables de los periódicos pusieron en exhibición. La inicial abundancia de frases extraídas de las lecturas de Cicerón, Platón o Tito Livio contrastaría poco a poco con las provenientes del pensamiento de un Washington o un Franklin, mientras los ilustrados franceses –Rousseau o Montesquieu- parecieron marginales o proscritos por varios lustros. Y luego el prospecto, la primera y principal orientación para el lector; allí se anunciaban los propósitos, el plan de trabajo, las prioridades temáticas, las adhesiones políticas, se advertían las rivalidades o simpatías que incitaron a fundar tal o cual semanario. El prospecto, a diferencia del título y el epígrafe, estaba más cerca del espíritu mercantil que iluminaba la fundación de un periódico; su función era publicitaria porque se concentraba en presentarse ante el público lector, en ofrecer una gama de servicios, en prometer la satisfacción de deseos o necesidades. El prospecto era, entre todos los elementos liminares del periódico, el que se ocupaba por representar los sentidos atribuidos al escrito, al escritor y al lector. Toda esta información colocada en el umbral de los periódicos no es nada despreciable, nos remite a unos códigos y protocolos de la escritura y nos introduce en un mundo simbólico que nos es cada vez más lejano pero que nos permitiría entender mucho mejor cómo fueron empleados ciertos recursos retóricos para persuadir un auditorio que se ampliaba.[2]

Quizás sea muy evidente y poco cuestionable que aquellos ilustrados de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, que emergieron como una nueva élite gobernante a partir de 1810, eran unos avezados productores y consumidores de símbolos de todo tipo. Sin embargo, esa condición no les fue suficiente para construir sin tropiezos una nueva estructura política sustentada en nuevas bases de legitimidad; tampoco les fue suficiente para establecer o siquiera aceptar que el nuevo orden implicaba unas relaciones imprevisibles, y por tanto difíciles de controlar, entre el poder político e individuos libres. De manera que a partir de 1810 se fueron revelando dificultades en la constitución de un cuerpo político, en la enunciación y elaboración de las reglas de existencia de una estructura política emergente; eso podría explicar, en parte, la proliferación provincial de reglamentos constitucionales. El personal político-letrado había entrado en disputa por garantizar el predominio de tal o cual concepción del orden político y a eso se agregaba que, entre esa élite, había individuos persuadidos de la necesidad de disfrutar de nuevas libertades, entre ellas la de presentar de manera periódica y pública sus opiniones políticas. Divididos en torno al tipo de gobierno que debían erigir y escindidos en torno al uso público de la palabra escrita, los políticos-letrados delataron así su incertidumbre ante una situación inédita para la cual no parecían preparados.


No fue sencillo, entre la dirigencia política de la época que examinamos, aceptar que los individuos expresaran libremente sus opiniones políticas. El Diario político de Santafe expuso de manera clara las vertientes de la tensión entre la necesidad de excluir al pueblo de la esfera pública y controlar el proceso de “fijar la opinión”. El relato predominante de sus 46 números se concentra en la tarea de justificar el papel de los representantes del pueblo y en la importancia de alinderar la opinión a favor de un apremiante consenso político; una opinión unánime, un consenso patriótico entre el personal político debían caminar al lado de un pueblo desmovilizado que dejaba tranquila y confiadamente las tareas de gobierno en manos de sus representantes. La apariencia oficial del periódico, anunciada desde el primer número al advertir que “el periódico se debe a la franqueza y liberalidad de la Suprema Junta, que nos ha dado fondos y también su protección”, contribuía a la afirmación de su tarea de fabricación de la unanimidad. Su apelación indistinta a “literatos”, a “sabios”, pero también a “hombres públicos” para que hicieran uso responsable de sus plumas, nos sugiere la conciencia -¿o la existencia?- de una esfera pública política en que las personas se sentían libres –tal vez sin serlo- para producir y hacer circular sus opiniones.[3]

Sin embargo, en aquella “tempestad política” –son palabras también del primer número del Diario político- el periódico que mejor condensó el despliegue comunicativo de un arsenal retórico ilustrado y las dificultades para ejercer a plenitud una libertad individual evidentemente anunciada, aparentemente conquistada, pero en la práctica con frecuencia conculcada, fue La Bagatela publicada por Antonio Nariño entre el 14 de julio de 1811 y 12 de abril de 1812. Antonio Nariño conoció bajo el régimen político español la censura, la confiscación y la cárcel. Fue pionero en el establecimiento de un taller de imprenta en Bogotá y también pionero en conferirle un estatus comercial a la circulación de libros e impresos. Su periódico nació en medio de la fragmentación del cuerpo político, de pugnas facciosas, de clanes que buscaban tener el control de la nueva situación, de soberanías provinciales que desalentaban cualquier tentativa de cohesión. Según interpretaciones recientes muy plausibles, las rencillas entre facciones, entre 1810 y 1811, tenían antecedentes ligados a sediciones, a proyectos conspirativos, a la circulación de panfletos en el decenio 1790 que, entre otras cosas, llevaron a la cárcel al mismo Nariño.[4] Entre el temario de las disputas que impedían la constitución de un cuerpo político, se destacaba la discusión acerca de la naturaleza que debería tener el nuevo orden político; en apreciaciones recientes y muy bien documentadas, la aparición de su periódico La Bagatela fue el inicio de una estrategia política a favor de la difusión “del pensamiento anti-federal neogranadino”.[5] Teniendo esta apreciación como premisa, examinemos enseguida esa estrategia de persuasión, los antecedentes históricos de su dispositivo retórico y las implicaciones para el mundo de la opinión de las censuras que parecieron circular en aquel momento álgido de pugnas facciosas.


Las bagatelas de La Bagatela


El breve formato de cuatro páginas; su título en apariencia frívolo y evasivo; la enunciación reducida, también en apariencia, a un solo responsable; todo eso podría invitar a un examen rutinario de un periódico que conoció apenas 38 números y que circuló durante algo más de ocho meses. Sin embargo, su título, su anti-prospecto, su primer número -y si sólo hubiese sido recuperado por la posteridad un ejemplar de ese primer número- todo eso ya habría bastado para un desafío crítico. ¿Por qué? Porque de inmediato se percibe un variado repertorio retórico, una apelación a recursos discursivos y, principalmente, una evocación de un legado simbólico que el autor de La Bagatela no pudo o no quiso abandonar. Porque el autor es consciente de la transición de lo privado a lo público, de las ambigüedades de ese tránsito; porque conoce y emplea fórmulas de ampliación, de fabricación de un auditorio, sabe que está sometido a una competencia persuasiva regulada por la circulación de la opinión. Porque presenta sin ambages las tensiones y contradicciones del momento. Y porque, en consecuencia, el periódico condensa un momento histórico muy tenso, vacilante, de disputas en la creación de un nuevo cuerpo político. Todo eso, que no es poco, vuelve ineludible una aproximación a lo que hace de La Bagatela un texto –no hemos dicho documento- apasionante.

El título anuncia bastante, no solamente por el sentido de la palabra bagatela entre los escritores de fines del siglo XVII y comienzos del siguiente: cosa de poca importancia, también diversión galante y, en asuntos de arte, una obra muy corta y ligera. Aquellos escritores que prefirieron, en la primera mitad del siglo XVIII, el adorno de la sátira y de otros desvíos literarios para hacer crítica social y moral, escogieron La Bagatela como uno los títulos preferidos para sus periódicos. ¿Habría leído Nariño a Pierre Marivaux (1688-1763) o habría conocido al menos los periódicos que propagó Justus Van Effen (1684-1735) en la primera mitad del siglo XVIII en Europa? Cualquiera que sea la respuesta, es bueno advertir que el holandés Van Effen tuvo una trayectoria nada despreciable como para que fuera ignorado por un hombre tan bien informado como Nariño. Fue Van Effen el primero en llamar a un periódico La Bagatela (1718) para asociarlo con la difusión de discursos irónicos; en la elongación de los siglos XVII y XVIII, él fue el puente de comunicación de la literatura inglesa con la francesa, como que fue responsable de las primeras traducciones a la lengua francesa de las obras de Daniel Defoe (1660-1731), Jonathan Swift (1667-1745), Joseph Addison (1672-1719) y Richard Steele (1672-1729), entre otros. Mientras tanto, la apariencia de un humor inofensivo, sin causa importante para defender, proviene de Marivaux, especialista en ese periodismo de máscaras, como suelen denominarlo algunos estudiosos. El siglo XVIII conoció una plétora de periódicos efímeros de buen humor, dotados de disfraces, de seudónimos, de periodistas ficticios, de conversaciones entre personajes con alegorías o parodias del mundo real.[6]


El peso de la tradición ilustrada es evidente de otras maneras. Su prospecto, que es crítica del uso corriente de los prospectos, demuestra que Nariño conocía bien los artificios de la prensa hasta entonces: “Es costumbre de todos los Periodistas –afirma de entrada- dar un prospecto de sus Periódicos, y amontonar en él todas las voces técnicas de las materias que ofrecen tratar.” La última página del primer número reproduce un elogio del legislador norteamericano William Penn (1644-1718), visto entonces como modelo de legislador para una sociedad liberal; el elogio de Penn hace inevitable la evocación de algunas cartas filosóficas de Voltaire dedicadas al ilustre cuáquero inglés.[7]El responsable de La Bagatela acudió al recurso establecido por la prensa del siglo XVIII de inventar un auditorio, de darle la palabra al público, sobre todo acudiendo a cartas ficticias.[8] El primer número inaugura ese recurso, un “filósofo sensible” -denominación muy propia del espíritu ilustrado- establece un diálogo que va a prolongarse con una “dama su amiga”; esa conversación es una alegoría continua de las mujeres interesadas e influyentes en la política y que le sirve para representar un mundo de tertulias que se ocupaba de discutir los asuntos políticos del día. Aun más, el director de La Bagatela ya se había percatado de que “las tertulias se animan, y se oyen cosas que antes era prohibido pensar”.[9]


La conversación ficticia que se prolonga en varios números y que se traslada luego a “un amigo”, le permitió al autor disfrazar con personajes sus opiniones políticas y las de sus contradictores; pero también le sirvió para denunciar los impedimentos para la circulación de su periódico. De hecho, habría que destacar la ironía de acudir al género epistolar para denunciar que el gobierno estaba violando la correspondencia de los particulares. En cuanto a epígrafes, Nariño parece haberse cuidado de no imponerlo, más bien de sugerirlo; la anomalía de su ausencia fue materia de la primera página del número 8. El redactor advierte que recibió “una carta correccional, cuyo autor no quiere que la publique”; el supuesto autor de la supuesta carta obligó a Nariño a anunciar el olvidado epígrafe: Pluribus unum.[10] El mensaje para los destinatarios de su época parecía contundente, el autor del periódico estaba adoptando la divisa “uno a partir de varios” que desde 1776 ornaba la documentación oficial de Estados Unidos, consigna que resumía el logro político de un país compuesto de trece colonias independientes que se integraron en una sola unidad política. Para la discusión sobre la organización político-administrativa del que había sido el Nuevo Reino de Granada, el epígrafe era declaración rotunda de adhesión a uno de los proyectos políticos en contienda.


La Bagatela no es un simple compendio del buen uso de una retórica ilustrada. Nariño apeló conscientemente a unos recursos de persuasión para volverlos eficaces durante una circunstancia política. El título es un desafío para la discusión; para qué discutir con alguien que escribe cosas en apariencia anodinas. El título es la primera máscara que este antiguo funcionario criollo utilizó para disfrazar un severo y continuo “dictamen sobre el gobierno de Nueva Granada”. El reto para los lectores era tomar en serio o en broma al autor de las bagatelas. En ese lenguaje ambivalente, mezcla de seriedad y broma, de realidad y ficción, Nariño denunció, desde el primero número, la violación de la correspondencia privada y, luego, denunció que el Gobierno le había obligado a hacer una “contribución de 20 ejemplares”. Como buen comerciante, el responsable de La Bagatela destacó que la contribución era onerosa para cualquier particular que quisiera disfrutar de la libertad de imprimir; pero también denunció las posibles motivaciones del Gobierno: “Es cosa bien sabida que cuando se quiere prohibir indirectamente un género, no hay método más sencillo que recargarlo de impuestos”.[11] Las acusaciones se ampliaron y precisaron luego con nombres propios y su conversación epistolar con “una dama” fue otra forma de señalar los malos tiempos para la opinión libre.[12] La publicación de los extractos de los manuscritos del “sabio Bentham” sobre libertad de imprenta quiso cumplir un propósito persuasivo en un momento de dudas acerca del otorgamiento de esa nueva libertad.


El bagatelista fue representando o reproduciendo –dos palabras dignas de discusión- un escenario y unos métodos de discusión política. Fue claro que Nariño exponía pasiones e intereses de una facción política, proponía un orden político y unas modalidades de legitimación del personal político; aún más, inauguró discusiones que iban a ocupar buena parte del proceso de formación republicana, como por ejemplo aquella de cuestionar el papel político de los eclesiásticos; considerado por algunos historiadores muy juiciosos como “parangón de los modernos”, Nariño esbozó una discusión que ocupó buena parte del siglo XIX y que a menudo fue violenta.[13] Utilizando otra vez la estrategia de una conversación ficticia, “el autor de la Bagatela”, como se autodenominó en varios pasajes, hizo amplio esbozo de un debate que iba ocupar el resto del siglo y que en varias ocasiones pasó de la discusión escrita al enfrentamiento armado; se trataba, ni más ni menos, del lugar de la Iglesia católica en el nuevo orden, del lugar y del papel del personal eclesiástico en la vida pública o, dicho mejor, la pugna por erigir un cuerpo político laico. Pero también ponía en evidencia otra cosa, la dificultad para comunicarse con un público acostumbrado a seguir la literatura protegida y promovida por los templos católicos, por eso su amigo ficticio le apostaba a conseguir más dinero y lectores redactando una novena que un periódico. En los últimos números, Nariño ya contaba que su Bagatela andaba “en los púlpitos”, es decir, ya era materia de anatemas; pero lo que más le molestaba es que los sacerdotes católicos eran ciudadanos o eclesiásticos según la conveniencia: “Dicen que gozan de todos los derechos de Ciudadanos en lo favorable, y se llaman a Eclesiásticos en lo adverso: así es que los vemos mezclados en los empleos de gobierno revolviendo el mundo y cuando se trata de imponerles alguna pena pecuniaria o personal, se llaman al fuero”.[14] Para Nariño no fue agradable ver a clérigos ocupando puestos en el Colegio Electoral. El bagatelista estaba anunciando la disputa entre el letrado laico que se consideraba dispuesto a desplazar definitivamente al tradicional letrado eclesiástico como figura central en el control social y la dirección política; eso parecía estar incluido, en todo caso, en la agenda revolucionaria de Antonio Nariño, según como lo expuso en su periódico.

Pero las preciosidades de La Bagatela anuncian algo más que disputas entre facciones políticas, algo más que disputas por imponer las condiciones de una nueva organización política, algo más que discusiones acerca de la naturaleza política del momento incierto que se estaba viviendo. El periódico deja entrever que existía una intensidad diaria en la circulación de la opinión y que incluso impedir su libre circulación era parte inherente de una cultura política en gestación; que el momento exigía una producción constante de opinión, de discursos que expresaban alianzas, fraternidades y rivalidades. Sin embargo, eso puede parecer muy obvio para cualquier historiador o lector contemporáneo debidamente informado de las circunstancias de aquella época. Quizás es menos obvio decir que se trataba de un momento de despliegue de energías que no parecían rendir frutos económicos para gentes que necesitaban, de todos modos, ganarse la vida; un comerciante como Nariño que había sufrido bruscos altibajos en su economía personal se preguntaba con frecuencia en su periódico si valía la pena dedicarse a publicar bagatelas o si era preferible cultivar y vender arroz. El asunto no era una nota adicional de buen humor del escritor; ponía más bien en evidencia que la elaboración y la puesta en circulación de un periódico en aquellos tiempos no era solamente un hecho político e ideológico indispensable, también era un hecho económico costoso, arriesgado y, por tanto, de enorme preocupación para quienes comprometían sus esfuerzos en la empresa. Habría que decirlo de manera simple: la revolución política de esos años también era un asunto de dinero, de mercado. Verlo de ese modo no tiene nada de ofensivo con quienes se han dedicado -en serio- a hacer revoluciones; desde los tiempos del emblemático Robespierre, la ruina o el lucro estaban en discusión a la hora de montar un taller de imprenta y de poner a circular un periódico. Conquistar un listado de abonados era una de las prioridades para garantizar la circulación de la opinión de los “más revolucionarios”, de los “más legítimos” o de los “más abnegados”. Por eso, quizás, una investigación acerca del mundo de la opinión pública tiene que pensar en la relación y en la diferencia de tres categorías contiguas: el público como una categoría política; el lector o los lectores como una categoría sociológica y el mercado como una categoría económica. En La Bagatela, como en cualquier papel que circuló en esos tiempos álgidos de necesarias definiciones, esas tres palabras tuvieron un uso consciente y frecuente.[15]


La Bagatela, como muchos periódicos de su época en Hispanoamérica, nació y murió haciendo cálculos; primero reclamando por los veinte ejemplares que perdía entregándoselos por obligación al gobierno provisorio que era, por demás, otro competidor político. En todos los periódicos del lapso 1810-1815 se halla al menos un anuncio que deploraba la escasez de papel, el costo de la mano de obra en el taller de imprenta; también se exaltaban los donativos y bajos precios que garantizaban algunos impresores; las incertidumbres en la distribución por fuera de la capital. Uno de los desafíos de la distribución de impresos en el siglo XIX fue determinar con alguna aproximación la amplitud a la estrechez del mercado; entre 1810 y 1815, la distribución o mejor dicho el intercambio de impresos entre Bogotá y Cartagena, dos polos de actuación política importantes, la conquista del mercado lector en ambos lugares era tan importante como la conquista de adeptos y la definición de rivalidades. Esta carta de 1811 que indica el intercambio constante entre dos hermanos impresores, el uno responsable de la edición de La Bagatela y el otro distribuidor en Cartagena de los periódicos provenientes de Santafe de Bogotá, enuncia bien los dilemas relacionados con la distribución y venta de periódicos y otros impresos:
Mi estimado hermano: En este correo me ha sido muy sensible que no me hayas escrito por las circunstancias, pero ni aun las Bagatelas han venido. El número 10 y 11 que me mandaste el correo pasado fue visto y desaparecido, en cantidad de 50 que me remitiste, de modo que si te da gana de mandar 100, como hiciste en los demás, todas se te hubieran vendido; pero quién había de creer que tuviese tanta salida, en vista de que los anteriores apenas se han vendido de cada uno 30.

En fin, así son las cosas de la imprenta, que no se atina con el número que se ha de tirar.[16]

Las noticias acerca de la llegada de resmas de papel o, más significativo aún, la instalación de un taller de fabricación de papel, eran hechos de enorme trascendencia para el funcionamiento mercantil de la circulación la opinión política. Precisamente, el montaje de una fábrica de papel en Bogotá, en el vértigo político de 1811, tuvo para los redactores de periódicos un alto valor patriótico, adjetivo que mide la importancia concedida a la necesidad apremiante de producir y difundir opiniones en aquel tiempo: “Se ha presentado a la Junta la muestra de papel fabricado en esta Capital por D. Juan Bautista Estevez, noble, hábil y distinguido Patriota, quien ha decorado la Patria con esta nueva fábrica, la primera que da este género en estos Reinos de América”.[17] El sentido de oportunidad y de lucro no parecía estar ausente en este trance políticamente intenso.

Antonio Nariño en su periódico La Bagatela expuso con lucidez los dilemas de una estructura política balbuciente y también indicó los postulados de una cultura política que se estaba construyendo con mucha dificultad; esa cultura política señalaba una transición en que ciertos valores comenzaban a ser predominantes; entre ellos, por supuesto, el anuncio de una situación histórica en que tenía cada vez más importancia un universo de sujetos muy activos en la deliberación política. Y, además de eso, expuso sin pudor que ese universo de la opinión estaba regido –y podía ser medido- por las pautas mercantiles. En la despedida de su periódico, Nariño exhibió la relación directa entre conquistar el poder, ganar legitimidad política, obtener el favor de la opinión, garantizar lectores y tener compradores; el listado de suscriptores, un dato que fue vital en los procesos de existencia de aquellos periódicos, lo puso como elemento definitorio de la popularidad de un impreso: “No es la opinión de un miserable babiecas la que decide la bondad de un público, la generalidad de los lectores es la que forma la opinión. ¿Y cómo se sabe esta opinión? Claro está que por el número de los compradores.”[18] Así que les demandó a sus rivales políticos que, como él lo hizo con su periódico, “presenten una lista de suscriptores”. Nariño cumplió, en lo que le concernía, con la parte del desafío que propuso, su Bagatela escogió como su más digno epílogo la publicación de la lista de suscriptores y la cuenta minuciosa de las ventas.[19]


Estamos ante una revolución política que exigía o gustaba de hacer cálculos, y no en términos estrictamente políticos.

[1] Una semblanza bien documentada de las prácticas de lectura y de escritura de los criollos ilustrados hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, en: SILVA, Renan, Los ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808, Bogotá-Medellín, Eafit-Banco de la República.
[2] Para una iniciación en estos análisis peri o para textuales: GENETTE, Gerard, Seuils, Editions du Seuil, Paris, 1987.
[3] “Prospecto”, Diario político de Santafe de Bogota, No.1, agosto 27 de 1810, p. 1.
[4] Una caracterización reciente de la política y los políticos en este periodo: GUTIÉRREZ ARDILA, Daniel, Un Reino nuevo. Geografía política, pactismo y diplomacia durante el interregno en Nueva Granada (1808-1816), Universidad Paris I, 2008.
[5] Ibidem, p. 245.
[6] Para una visión panorámica del periodismo del siglo XVIII en Europa, RETAT, Pierre (dir.), Le Journalisme d’Ancien Regime. Questions et propositions, Presses Universitaires de Lyon, 1982.
[7] Más exactamente, habría que evocar la cuarta carta de Voltaire, concentrada en la figura de William Penn.
[8] Un estudio de esos recursos, sobre todo en los periódicos que fundó Pierre Marivaux, por LEVRIER, Alexis, Les Journaux de Marivaux, Paris, Presses Universitaires de France, 2007.
[9] “Carta del Filósofo sensible a una Dama su amiga”, La Bagatela, Santafe, No.1, 14 de julio de 1811, p. 3.
[10] “Este comienza por una advertencia”, La Bagatela, No. 8, 1º de septiembre de 1811, p. 29.
[11] “Imprenta”, La Bagatela, Santafe, No.2, p. 6.
[12] “El Filósofo sensible a una Dama su amiga”, suplemento a La Bagatela, No. 3, Santafe, 28 de julio de 1811, p. 2.
[13] « El gran Antonio Nariño, parangón de los modernos », afirmación de THIBAUD, Clement y CALDERON, María Teresa, “De la majestad a la soberanía en la Nueva Granada en tiempos de la Patria Boba (1810-1816)”, en: Las revoluciones en el mundo Atlántico, Bogotá, Taurus-Universidad Externado de Colombia, 2006, p. 380.

[14] “El Bagatelista a su Amigo”, La Bagatela, Santafe, 12 de enero de 1812, p. 110. Tal vez algunos pasajes de Max Weber en su Economia y sociedad puedan ser útiles para afinar la tesis de un momento histórico en que se hace visible la competencia por erigirse una figura social laica –el abogado- sobre la figura tradicional católica en el control y producción del aparato legal del Estado.
[15] Para una idea comparativa, para que dejemos de pensar en singularidades o anomalías inexistentes, sugiero la lectura de un fenómeno semejante en el caso de la prensa mexicana: DELGADO, Susana, Libertad de imprenta, política y educación: su planteamiento y discusión en el Diario de México, 1810-1817, México, Instituto Mora, 2006.
[16] “Carta de Diego Espinosa a don Bruno Espinosa de los Monteros”, Cartagena, 10 de octubre de 1811, en Archivo Nariño, Guillermo Hernández de Alba (comp.), Bogotá, Fundación Biblioteca de la Presidencia de la República, vol. 3, p. 27.
[17] “Noticia”, Aviso al Público, Santafe de Bogota, No. 17, 19 de enero de 1811, p. 483.
[18] “La ultima palabra que había reservado”, La Bagatela, Santafe de Bogotá, No. 38, 12 de abril de 1812, p. 145.
[19] Ibidem, p. 149,150.

1 comentario:

  1. Hola
    Me parece muy interesante lo que escribes y me gustaría hacerte una pregunta... ¿Cómo crees que la comunicación en la época de la colonia, con comunicación me refiero a todo, medios, vida cotidiana, pinturas, música, propició la independencia?

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