Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 28 de marzo de 2010

CUANDO CARMEN SE FUE DE ESPAÑA

Pintado en la Pared, No. 27
“Tengo que confesar que me emociona pensar que nuestras simples historias puedan interesarle a alguien más que a nosotros mismos”. Carmen.

“Del gris al rojo”

Carmen Rodríguez Álvarez es una mujer menuda, vivaz, que no tiene dificultades para simpatizar con los niños; nació en Vigo, en el extremo de Galicia, en 1956. La conocí en los pequeños y bulliciosos parques infantiles de Strasbourg; la conocí montando en su bicicleta con la destreza de los profesionales y supe que hace poco dio el salto a una moto que le permite atravesar más rápido el río Rhin para “darle una manito a Mathias” en su consultorio. Suele hacer tantas cosas en un sólo día que había que aprovechar cualquier oportunidad para conversar, aunque fuera por capítulos, hasta por fin reunir su historia. Todo lo que evoco en este relato pudo decírmelo mientras iba y venía del pequeño huerto alquilado por la alcaldía de Estrasburgo y que ha cultivado con esmero en el último año; mientras iba y venía con los niños que llegan a su casa después de la escuela; mientras iba y venía de su cotidiana travesía franco-alemana; mientras iba y venía de los cursos de lengua española que imparte en la Universidad Popular.

Carmen nació y creció en un hogar donde trabajó siempre la madre porque el padre pasó la mayor parte del tiempo desempleado, una de las consecuencias de la guerra civil española; la mamá había conseguido un puesto de secretaria en el servicio social de la Falange, una organización fascista a la italiana pero con la marca del catolicismo español que terminó siendo uno de los bastiones del ascenso político del general Francisco Franco; gracias a ese trabajo se alimentaron en la misma casa ocho personas: cinco hijos, la abuela materna y los dos padres. Como entre franquismo y catolicismo había poca diferencia, todos los hijos fueron a parar a escuelas católicas; a Carmen le tocó ir con sus dos hermanas mayores a un colegio de monjas. “Todos estábamos estudiando para meapilas, pero yo era la niña contestona, indócil y rebelde de la casa que preguntaba por qué tenía que hacer todo sin chistar”; por esa razón pasó buena parte de su niñez y adolescencia en castigo permanente, tanto en la casa como en el colegio, hasta que en la turbulencia de sus 13 años se plantó desafiante y lanzó un ultimátum: “O me cambian de escuela o no voy a aprobar jamás ninguna asignatura”.
Gracias a uno de sus hermanos fue posible que al año siguiente pasara a estudiar al primer instituto mixto fundado en Vigo, atrás quedaron las malas notas en el sombrío claustro de las monjas; consiguió rápidamente amigos e hizo lecturas que comenzaron a abrirle los ojos. Del color gris del colegio católico, Carmen fue pasando “al color rojo de la conciencia política”. Desde entonces percibió que en España se vivía a escondidas, que muchos jóvenes de los sectores populares se reunían en la clandestinidad y desafiaban el régimen del generalísimo Franco.
Como muchos jóvenes españoles, Carmen comenzó a sentir el miedo constante, la desconfianza generalizada, el cosquilleo de sentirse vigilada, con “los teléfonos pinchados”. Pronto supo de amigos de colegio que desaparecían o eran torturados o asesinados. Pero también supo de la solidaridad, de las marchas obreras, de las protestas estudiantiles y terminó por simpatizar y adherirse al Movimiento Comunista de España, una disidencia de inspiración maoísta que se había separado del Partido Comunista.
“La muerte del dictador duró tanto como su dictadura”
Carmen se siente obligada a hacer una pausa; prepara un cálido té y se detiene a hablarme de los duros años en la España de 1972 a 1975: “No éramos muchos –recuerda- llevábamos una doble vida, la de la casa, la de los amigos y las diversiones, como gente normal; y la vida de las pequeñas y grandes mentiras para poder escapar a repartir volantes en las fábricas, pintar los muros o para asistir a las reuniones donde leíamos a Marx o el Libro rojo de Mao”. Algunas veces había fuertes discusiones en la casa; en varias ocasiones tuvo que afrontar la noticia del asesinato de sus amigos y lloró de impotencia, de saber que lo que hacían apenas si arañaba a un monstruo muy grande que los aplastaba. Sin embargo, todo no es rabia en su recuerdo; también hay lecciones silenciosas de compañerismo, de honradez, de sentido de justicia.
Una nueva pausa es el preludio de un relato más amargo. “La muerte del dictador fue tan larga como su dictadura, nos hizo sufrir hasta el final; desde su lecho de muerte se negó a una solicitud de la Santa Sede para conmutar la pena de muerte de varios amigos nuestros de Vigo”. Pasaron semanas de suspenso, a la espera del desenlace; “aunque sabíamos que con el perro no desaparece la rabia”, la desaparición física del dictador era presentida como un momento de alivio. Carmen recuerda que esos días fueron largos, de un silencio sepulcral a la espera de la gran noticia; “hoy pienso que hasta eso nos robó, yo me imaginaba un inmenso abrazo comunal entre risas y lágrimas, pero no pudo ser así”. Y no pudo ser –explica- porque la policía secreta estaba hasta en los bares. Pero, por fin, un 20 de noviembre de 1975 llegó la gran noticia “y nos lanzamos a la calle besando y abrazando a todo el mundo”. La muerte del dictador fue una liberación.
“El desencanto de la transición”
La lucha contra el dictador había aglutinado, pero al morir Francisco Franco se murió el gran enemigo. Comenzó para muchas gentes en España la llamada “transición”; era la salida de una situación para entrar en otra muy distinta y desconcertante. El dictador reunía amigos, fieles, súbditos; pero también reunía opositores a ultranza que sacrificaron sus vidas, que forjaron solidaridades gracias y en medio de la clandestinidad. Con su muerte se vislumbraba una etapa de apertura política, pero esa apertura también significó dispersión, división, distracción, olvido de aquellos años duros. La legalización de los partidos políticos abrió las puertas de nuevas ambiciones; muchos pensaron en hacer política y eso de “hacer política” fue, para unos, el inicio de una época y, para otros, más bien, la muerte de una época. “Para mi fue triste, después de un Congreso del Movimiento Comunista Español hubo escisiones, polémica, desengaños, desconfianzas, entonces me di cuenta de que algo muy importante en mi vida se había acabado. Creo que habíamos perdido el sentido de ser, de existir como organización”. Ya no se hablaba de hacer una revolución; unos se dedicaron a vivir de la política, otros se estancaron en la añoranza o cayeron en la desesperación. “Yo pensé en comenzar otra vida, en seguir luchando de otra manera”.
“Yo quería hacer mi propia revolución”. Son los inicios de la década de 1980 y Carmen comienza a mirar más allá de España.

“Y me fui de España”

Había que empezar una nueva vida, pero dónde. La década del ochenta comienza para Carmen con la idea fija de la búsqueda, salir a buscar nuevos horizontes, preparar viajes, hacer cursos de fotografía, subirse a camiones que atraviesan Europa. Con los ahorros de haber trabajado durante un verano en la vendimia francesa, tuvo ante sí el dilema: “o me compro un equipo de revelado de fotografías o me voy de exploradora con la intención de abrirme camino en otro lugar”. De esas dos “formas de escape”, como las llama la misma Carmen, escogió la que le pareció “la más real”; y así fue que cuando llegaba a sus treintas años terminó con su morral de viajera en Berlín, en esa ciudad bella y triste despedazada por un muro. Se quedaba donde amigas españolas, luego donde amigas y amigos alemanes. Comenzó a darle la vuelta a la ciudad en bicicleta y a asistir a conciertos de rock-pop ensordecedores. Pronto se dio cuenta del enorme obstáculo de la lengua alemana –“una lengua imposible”- y de la necesidad de sobrevivir fuera de su casa y de su tierra. Por fin encontró a un “chico alemán” que le ofreció su casa de manera incondicional, el mismo chico con quien caminó por el muro ya derrumbado, el chico que estudiaba medicina y con quien comenzaría a montar en bicicleta todos los días, juntos; el mismo chico de ahora que atraviesa todos los días el río Rhin para trabajar en el consultorio médico de la pequeña ciudad alemana de Kehl. “No voy a omitir el nombre del compañero: Mathias”.
Carmen encontró empleo fácilmente; el contacto con la familia en Vigo se fue reduciendo a llamadas esporádicas. “Yo me sentía respirando de nuevo otro aire; tenía a mi lado gente amable y solidaria”. Ahora piensa que la decisión de quedarse definitivamente en Alemania debió llegar en algún momento, en el retorno de algún viaje después de visitar a su mamá en Vigo o en el recibimiento cálido en la estación del tren bajo un cielo tranquilo y azul. “La mano de Mathias guiando mis primeros pasos fue una fortuna. Se me fue olvidando que estaba a tres mil quinientos kilómetros del lugar donde nací, simplemente me había ido de España. Ya iba conociendo el camino y el sonido del timbre de mi nueva casa. Nunca creí que me fuera a quedar tanto tiempo y me fui quedando hasta que, mire, ya es la mitad de mi vida”.

La conversación se interrumpe fatalmente; es la hora de salir corriendo hasta la escuela a recibir a Konstanze, esa otra hermosa razón de vivir que se atravesó en el camino. Alcanza a recordarme que el huerto reverdece, que todas las noches termina exhausta pero que al otro día puede volver a empezar.

Strasbourg, conversaciones del 2008 y 2010.



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