Colombia, país con futuro condicionado
Muchos colombianos estamos a la expectativa del desenlace de
las negociaciones que han transcurrido en La Habana entre el gobierno del
presidente Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc. Muy poco sabemos
acerca de qué y cómo han llegado a acuerdos parciales. Mientras tanto, se ha
ido imponiendo, en el lenguaje público de todos los días, hablar del país del
“post-conflicto”. Por ahora, hablar de un eventual y próximo momento del
post-conflicto se parece a “ensillar sin tener la bestia”; es decir, se trata
de pensar más con el deseo que con el dato concreto que brinde la
realidad.
Si aceptáramos, de muy buena gana, que el mejor resultado de
las negociaciones de La Habana sea el fin del enfrentamiento armado entre el
Estado colombiano y uno de los más viejos movimientos guerrilleros del mundo,
tendríamos que admitir que un prolongado, cruento y descompuesto conflicto
armado ha cesado de provocar muertes violentas y pérdidas cuantiosas en la
infraestructura. Implicaría la superación de una larga y terrible etapa en la
historia contemporánea de Colombia signada por difusas expresiones de violencia
en la vida pública: masacres de población civil, desapariciones y
desplazamientos forzados, secuestros, magnicidios, creación de para-ejércitos.
Supondría, además, el abandono de una forma de lucha y, por tanto, una
disposición para enfrentar los conflictos que el país ha venido acumulando y
que aún no ha resuelto. Dicho de otro modo, el abandono, por parte del Estado y
del movimiento guerrillero, de la lucha armada, nos obligaría a mirar
de otra manera y en otro orden de prioridades lo que ha venido siendo Colombia,
tanto la anterior al conflicto como la que hemos ido conociendo durante más de medio siglo
de enfrentamientos armados.
Colombia es y seguirá siendo un país de muchos conflictos no
resueltos y que no han dependido de modo directo de la existencia de una
cruenta lucha del Estado contra movimientos guerrilleros, contra grupos
paramilitares y contra organizaciones delincuenciales asociadas con el
narcotráfico. Y, entonces, de ser posible, la tarea científica colectiva más
responsable sea discernir cuáles son aquellos conflictos inherentes a la
construcción del Estado-nación en Colombia y cuáles son aquellos de inmediata
relación con las secuelas que fue dejando en nuestra sociedad la lucha armada.
Lo mejor que le puede suceder a la sociedad colombiana, si
los negociantes reunidos en La Habana llegan a un acuerdo de paz, es que
obtengamos una nueva perspectiva de evaluación de lo que ha sido la historia de
la formación del Estado-nación. Es decir, poder entender que hay conflictos
cuya fuerza de inercia histórica han sido tan determinantes y de tanto peso en
la construcción de una personalidad colectiva que es indispensable, ahora sí,
abordarlos; algo así como si, por fin, nos hubiésemos decidido a tomar el toro
por los cuernos y abandonásemos comportamientos evasivos con su correspondiente
lenguaje de eufemismos.
¿Por qué, en la formación del Estado-nación en Colombia, se
impuso el individualismo extremo en vez de algún tipo de cohesión colectiva?
¿Por qué se impuso, de adehala, el peso arbitrario de micro-poderes locales que
no dejaron asentar proyectos unificadores promovidos episódicamente por el
Estado? ¿Por qué ha sido tan débil e incompleta la conformación de una
ciudadanía con un amplio espectro de derechos, de obligaciones, de deberes y
responsabilidades; de una ciudadanía capaz de distinguir entre lo privado y lo
público? ¿Por qué instituciones básicas de cualquier Estado moderno no han
logrado, en Colombia, cubrirse de la dignidad o la majestad suficientes como
para ejercer de modo persuasivo su autoridad ante la sociedad?
Los colombianos, en pleno siglo XXI, no sabemos aún qué
hacer con las basuras; no conocemos el disfrute de elementales formas de
transporte colectivo; no poseemos un sistema nacional de vías que nos permita
transitar segura y cómodamente por nuestro territorio; Bogotá, la capital, es
el mejor retrato colectivo de un inmenso fracaso en la administración pública,
en el ejercicio de la política, en la
definición de prioridades del bienestar común y en la educación de
ciudadanos (habitantes de ciudad, en sentido estricto). Nuestro sistema de justicia es
mezcla de corrupción e incompetencia; el sistema educativo es un fraude en
muchos sentidos. Y todo eso que puedo mencionar -apenas algunos ejemplos- no es adjudicable de modo directo al cruento y prolongado conflicto armado, y hace parte de nuestra corriente confusión (muy interesada) entre las causas y las consecuencias. Esos son, en todo caso,
conflictos cuya procedencia es distinta. Algo ha venido fallando estructural e
históricamente arriba, entre los agentes usufructuarios de los aparatos del
poder político, y algo ha venido sucediendo abajo, en la vida local, en la
sociedad civil, en la población. Somos una sociedad que no ha aprendido a gozar
de derechos básicos y que, comparativamente, está atrasada en formas modernas
de la vida material. Ignoramos, genéricamente hablando, el buen gobierno y el
buen vivir.
Si los señores de arriba lo permiten, si quienes negocian en
La Habana lo propician, si las familias y demás grupos de poder que han
detentado el control de instituciones estatales, de partidos políticos, de
organizaciones sociales y económicas lo admiten, comenzaríamos una conversación
muy plural, muy variada y muy colectiva con la pretensión de discutir y
solucionar problemas mucho más sustanciales que tienen que ver con un país que
se fue constituyendo en medio de inequidades e iniquidades, de exclusiones de
diversa índole. Ese es el país que vislumbro, el de conflictos y soluciones que
necesitamos afrontar. Pero eso es un futuro condicional, un futuro condicionado
por la buena o mala voluntad de otros; por los que negocian secretamente en La
Habana y por los que se oponen a esas negociaciones. Si los señores de la
izquierda, del centro y de la derecha lo permiten, Colombia podría ser un mejor
país, digno de ser vivido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario