Nuestra
pobreza religiosa
¿Las
religiones hacen que los seres humanos sean mejores seres humanos; los mensajes
de los credos religiosos contribuyen a que los seres humanos sean altruistas, a
que sus comportamientos en la vida mundana sean proclives al bienestar común?
En Colombia, y quizás también en el mundo, las respuestas a esas preguntas no
son satisfactorias. Colombia, como ha sucedido con buena parte de América
latina, ha conocido una larga historia de dominio religioso católico. La
Iglesia católica vino y se quedó desde 1492 y se prolongó por mucho tiempo como
el único o principal credo religioso de la población; su relativización ha sido
reciente y la pluralidad religiosa vertida en la multiplicación de cultos hace
parte del paisaje contemporáneo de nuestra vida pública. Esa pretendida
pluralidad de credos, conocida en lenguaje despectivo como “las religiones de
garaje”, ha tenido que ver con la decadencia de la institucionalidad católica,
por la corrosión del personal eclesiástico, por la alianza sempiterna del
catolicismo con el poder político. Ahora bien, tenemos que preguntarnos si esa
multiplicación de expresiones religiosas son un suceso democratizador y
secularizador.
Democratizador,
sí, porque ha partido de una ruptura con antiguas jerarquías y autoridades. El
monopolio del contacto con lo divino, el monopolio de la trascendencia fue roto
y una gran variedad de individuos entraron en la competencia por sentirse
ungidos para difundir un mensaje religioso. El sacerdote católico, antiguo
agente de cohesión social, cayó en desgracia y ha sido remplazado por pastores
y propagadores de otras formas de práctica religiosa que son, sobre todo,
nuevas formas de comunión de una sociedad que necesita estar atada a algún tipo
de trascendencia. Hoy podemos afirmar que un ciudadano común y corriente, bien
o mal informado, con mínimos o máximos niveles de formación intelectual, tiene
múltiples ofertas religiosas para adherirse. Ese ha sido un gran cambio en la
sociedad colombiana.
Pero
debemos preguntarnos si esa ampliación del mercado religioso ha significado un
avance de la sociedad en términos de secularización, en términos de
emancipación de los preceptos dominantes de tales o cuales credos religiosos
o en términos de la adopción de conceptos y prácticas de origen mundano para
entender el mundo, para actuar en la vida cotidiana, para establecer relaciones
con los demás seres humanos y con la naturaleza. Yo pienso, sin tener a la mano
datos empíricos consolidados, que la multiplicación religiosa en Colombia no ha
sido un avance secularizador. En últimas, no ha habido una emancipación de los
seres humanos de los preceptos generales del cristianismo difuminado en credos
con matices interpretativos de la Biblia.
Secularización debería ser, en tiempos contemporáneos, una separación de la
matriz cultural cristiana en que las sociedades latinoamericanas han estado
atrapadas desde la llegada de los europeos con su cruz en 1492.
Toda
religión es una percepción, de muy mala calidad, de lo que son el mundo, la
vida, la sociedad y la naturaleza; hace parte de las fantasías colectivas de
las comunidades humanas. Fantasías movilizadoras de amores y odios, de
identidades y rivalidades. Esas fantasías suelen ser muy atractivas para
quienes quieren escribir ficción o para quienes estudian las mentalidades colectivas,
las formas inconscientes del comportamiento de una sociedad, sus miedos, sus
amores y sus odios. Ante el arraigo de esas percepciones y concepciones
religiosas de la vida, muy poco han podido hacer la escuela, la universidad, la
ciencia, la filosofía, las ciencias sociales. Y hasta podemos aseverar que ni
los mismos científicos han podido sacudirse, en sus vidas privadas, de las
fantasías de interpretación provenientes de uno u otro credo religioso.
Las
formas de religiosidad contemporáneas son parásitos culturales que se alimentan
de la pobreza espiritual de la gente. Se aprovechan del vacío de trascendencia,
de la carencia de afectos y solidaridades; le sacan provecho a la desolación de
cada ser humano que busca ilusiones y refugios emocionales en algún dogma que
le haga sentirse menos solo, menos triste, menos miserable en todo sentido. Mucho
de este fenómeno tiene que ver con los pobres niveles de lectura extensiva en
la sociedad, con la poca pluralidad de valores en la vida cotidiana, con el
escaso influjo persuasor o informativo del conocimiento científico; las
religiones se alimentan del analfabetismo generalizado que encuentra en alguna
práctica religiosa un lenguaje llano y simple sobre la salvación del alma, la
felicidad y el bienestar terrenal. Quienes han tenido el control, en los
últimos decenios, del espacio político-religioso, saben muy bien de las
carencias culturales de nuestra sociedad y se han beneficiado política y económicamente
de esa situación.
Podríamos
preguntarles al diverso espacio religioso contemporáneo, a los pastores y
profetas que han patrocinado la eclosión de sectas e iglesias, qué contribución
han hecho para que en nuestra sociedad haya menos violencia de género, para que
haya menos odio a las diferencias de pensamiento político, cómo han formado a
sus feligreses en el amor al prójimo. Me atrevo a afirmar que en esas sectas e
iglesias ni siquiera les han enseñado a sus feligreses a separar las basuras en
la casa, a recogerles la caca a sus mascotas en los parques, a responder
normalmente un saludo matutino en la calle. Ninguna de las nuevas religiones,
al menos en Colombia, es síntoma cultural de diferenciación, de racionalización
y mundanización, como lo exige el recetario de una secularización plena. Al
contrario, son reactivaciones de las ilusiones mágicas de una sociedad
desesperada que sigue buscando soluciones milagrosas para sus vidas miserables.
Sugerencia de
lectura para el tema:
William Mauricio
Beltrán, Del monopolio católico a la
explosión pentecostal. Pluralización religiosa, secularización y cambio social
en Colombia, Universidad Nacional de Colombia, 2013.
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