México en una
encrucijada
Han pasado más de dos meses sin que la
sociedad mexicana sepa qué les ha sucedido a los 43 estudiantes normalistas de
Ayotzinapa, estado de Guerrero. Hay unos cuantos detenidos sospechosos de haber
participado, probablemente, en la masacre y desaparición de esos jóvenes. Todos
los días los periódicos transmiten alguna novedad sobre el asunto, pero las
autoridades judiciales y policiales no dicen nada certero al respecto. El
Estado mexicano no ha podido o no ha querido decir qué les pasó a aquellos
muchachos ni quiénes lo hicieron ni por qué. Y no se sabe qué es peor: que no
quiera hacerlo porque fue, de algún modo, cómplice; o que no pueda hacerlo
porque no tiene ningún control sobre las regiones. En todo caso, el gobierno de
Enrique Peña Nieto camina en el filo de la navaja, se debate entre la
complicidad, la ineficiencia y la impunidad. Complicidad, porque es ya bastante
evidente que agentes del Estado tuvieron algún grado de participación en algún
tipo de agresión contra los estudiantes; ineficiencia, porque la Procuraduría
General de la República hasta hoy no reporta claramente ningún tipo de hallazgo
ni averiguaciones que conduzcan a un rápido y certero desenlace del asunto.
Impunidad, porque parece que hubiese una predisposición para encubrir
autoridades de algún rango de importancia que intervinieron en un procedimiento
violento contra los 43 muchachos.
La sociedad mexicana está indignada y
no ha cesado de manifestarse. El tiempo parece que juega en su contra, mientras
el gobierno de Peña Nieto cree que le favorece. Mientras más se tarda en alguna
respuesta contundente del Estado, la sociedad podría tender a olvidar y
desmovilizarse. Hasta ahora, eso no ha sucedido. Hay, quizás, una razón entre
muchas que impide olvidar fácilmente: lo que ha sucedido con los normalistas de
Ayotzinapa no es un hecho aislado ni excepcional; lamentablemente, hace parte
de sucesivas masacres y desapariciones forzadas en varios estados de la
república federal mexicana. La gente no habla solamente de lo que ha sucedido
en el estado de Guerrero, sino de lo que ha venido sucediendo durante varios
años y cómo se ha vuelto de sistemática la impunidad en todo el territorio
mexicano.
Los jóvenes han sido los más activos en
las protestas de los últimos meses y quienes, a la vez, mejor resumen el
pesimismo colectivo que se escucha todos los días. Unos piensan que el modelo
neoliberal que se entronizó en México terminó por criminalizar a la juventud y
considerarla como un segmento social incómodo para los propósitos de la
inversión extranjera; otros creen que las alianzas entre élites locales y
grupos de narcotraficantes ven muy peligrosas las iniciativas organizativas de
jóvenes que, como los de Ayotzinapa, tienen vínculos directos con grupos
sociales y étnicos que han padecido los embates de la expropiación agrícola y
la discriminación económica.
El presidente Peña Nieto acaba de
celebrar –si cabe el término en estas circunstancias- sus primeros dos años de
posesión como jefe de Estado y de Gobierno. Las encuestas le recordaron que su
popularidad es la peor en mucho tiempo para un presidente mexicano. Hasta
quienes parecieran ser sus corifeos, critican el destemplado balance de su
gobierno y la poca sintonía que tiene con los problemas que estremecen a la
sociedad mexicana y que han provocado movilizaciones dentro y fuera del país.
Hasta ahora él no es el único perdedor; el Partido de la Revolución Democrática
también pasa por su peor momento. Una de sus figuras políticas fundadoras,
Cuauhtémoc Cárdenas, ha renunciado en un intento de salvar, aunque tardíamente,
su pellejo moral en la debacle de una organización política que olvidó sus
orígenes y propósitos.
Nadie sabe decir en México cuál va a
ser el resultado de lo que se ha venido acumulando en estos dos últimos meses; unos
vaticinan desgaste, decepción y olvido; otros creen que habrá un movimiento
persistente y ascendente que producirá sus propios líderes. En general, se cree
que el país ya no será el mismo: será peor o será mejor.
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