Los
años sesenta. Una revolución en la cultura. Álvaro Tirado Mejía. Penguin Random House,
Bogotá, 2014, 395 pags.
Por: Juan Guillermo Gómez García.
(Segunda parte).
Hay capítulos innecesarios como
el del boom literario. Su versión del
boom es escolar, convencional,
fundada en pocas y muy limitadas lecturas. Allí delata la carencia de una
cultura literaria que le permita asociar la “revolución cultural” del boom literario con el lejano precedente del Modernismo y la tradición poética
colombiana, de León de Greiff a Aurelio Arturo. También
le es extraña la relación y, por tanto, la continuidad y ruptura de la
tradición novelística que encarnan un Tomás Carrasquilla o José A. Osorio
Lizarazo para la generación que irrumpe con
Mito. Otro capítulo innecesario es el nueve, acerca de la internacionalización
de los derechos humanos; allí se deduce lo contrario que anuncia el título.
Pero hay un capítulo muy
estimulante sobre lo que cabe llamarse nuestra “modernización defensiva”. Trata
acerca de la institucionalización de la planificación del Estado. Este estímulo
provino de la CEPAL, fundada en 1949, pero solo tuvo su hora con la Alianza
para el progreso, a partir de 1962. Se trató de profesionalizar y tecnificar las
funciones directivas del Estado, sobre todo en materia fiscal y en el manejo
técnico de la economía. La autonomía valorativa de este campo de la
especialización económica para la modernización institucional del Estado, es
tratado por Tirado Mejía con probidad académica.
Estos capítulos mencionados
están intercalados con aquellos que sugieren “una revolución en la cultura”.
Estos son: “Los intensos años sesenta”, “Rock, música y hippies”, “El
marxismo”, “La nueva historia” y el “Movimiento cultural”. Todos estos dejan en
el lector la impresión de desorden. Sin embargo, este carácter irregular del
libro es el reproche externo o menor de un libro que no solo carece de editor
–no está ordenado con sentido analítico- sino que carece de tesis histórica o,
mejor dicho, de un argumento histórico de fondo que sirva de hilo conductor. La
carencia de orden analítico delata, en su esencia, la carencia de una
consideración teórica de la transición social y el desarrollo social que tiene
por trasfondo la “revolución en la cultura”.
Miremos un primer caso. La
profesionalización o tecnificación de las funciones del Estado, sobre todo
impulsadas por Carlos Lleras Restrepo, es un aspecto de innegables resultados
positivos, en la historia del país. Pero ese campo de la autonomía tecnificada
de los aspectos fiscales y de la planeación nacional, escapan a la comprensión
crítica de Tirado Mejía, más allá de su presentación “historicista”, vale
decir, “tal como las cosas verdaderamente sucedieron” (von Ranke). Tirado Mejía
se contrae a subrayar el evento sin desvelar la motivación de las élites
gobernantes para reservarse ese campo de la actuación política, hasta el día de
hoy. Es evidente que las elites políticas se empeñaron en labrar una joya
institucional suficientemente tecnificada para garantizarse el manejo de este
mundo institucionalizado. Esta exclusividad en la administración del Estado
(cuyos ejecutores de carne y hueso son reclutados de modo tradicional: de sus
clubes, universidades y familias) les ha asegurado su prestancia indisputable.
Esta profesionalización de las funciones del Estado se volvió un dique contra
la democratización de la política, de la cual resulta su etiqueta de
modernizadores y su legitimación in infinitum
procedere.
El mundo de los cincuenta a
setenta es de profunda y traumática transición social. Es el mundo de la
acelerada masificación urbana, el mundo en que Colombia deja de ser una
sociedad predominantemente rural a una sociedad urbana masificada. Esta
acelerada transición social, del campo agrario a la ciudad acuñada por la
industria y la mecanización racional, se dio en muy pocas décadas en nuestro
país, mientras en Europa se había dado en largos siglos. La aceleración del
cambio socio-económico afectó o alteró todas las estructuras estatales, las
instituciones socio-culturales y los modos de comunicación entre ellas.
Este cambio se vivió como una crisis
de valores –entre lo viejo y lo nuevo- y se le llamó “revolución cultural”. La
simultaneidad de los factores más diversos, como el hecho de que el presidente
Guillermo León Valencia reciba a su homólogo francés Charles De Gaulle con el
grito “¡Viva España!” y que al tiempo se organice el festival hippie de Ancón,
son fenómenos que en esencia se contradicen, pero que coexisten y se asocian.
Pertenecen a esa estructura asincrónica del cambio acelerado en que lo añejo y
lo decrépito, como es el modo de gobernar de Valencia (y en general el Frente
Nacional), coexista y se complemente con un festival multitudinario de mariguaneros provocadores, a las goteras
de Medellín, la ciudad más tradicionalmente católica y conservadora de
Colombia. Vale una curiosidad: el antaño alcalde de Medellín, que se declaró
tan en esa hora “más católico aquí y en Roma, que el padre Gómez Mejía”, es el mismo
flamante y hoy controvertido constructor del edificio Space.
Queda por dar una explicación
comprensiva, convincente, de la simultaneidad del grito de Valencia, la
aparición de las FARC, el festival de Ancón, la modernización y tecnificación
del Estado, inspirada por la CEPAL, la presencia del Informe Atcon para la
reforma universitaria, el control de la natalidad, el intento de expulsión de
la conocida crítica de arte argentina Marta Traba, por el presidente Lleras
Restrepo, y su no expulsión porque la extranjera indeseable contrajo
ocasionalmente matrimonio católico con el periodista Alberto Zalamea, hijo del
connotado escritor comunista Jorge Zalamea Borda, en el entendido público que la
crítica extranjera no era confesionalmente católica, pero que el sacramento
matrimonial, como sacado de un drama calderoniano, la libró de la burda
represión del iracundo presidente liberal. Marta Traba se quedó, no por crítica
de arte, ni por controvertida crítica de arte: era católica, por ende era
colombiana. Esto es historia contemporánea colombiana y es drama calderoniano a
la vez, y entre la era del avión con propulsión a chorro y Calderón de la Barca
median tres siglos, es decir, todo acontece armoniosamente –como relato
rankeano- en la “revolución en la cultura” de “los años sesenta” de Tirado
Mejía.
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