Palacio
de Justicia
6 y 7 de noviembre de 1985 son
días que han dejado un triste recuerdo en Colombia. Hace 30 años hubo una
masacre en el Palacio de Justicia, en pleno centro de Bogotá; murieron cerca de
cien personas en la toma ejecutada por un grupo guerrillero, el M19, y en la
pretendida retoma organizada por el ejército y la policía nacionales. Muchas otras
personas sufrieron desaparición forzada y torturas; en su mayoría, gente
humilde e inerme, simples empleados de
la cafetería del lugar o del sistema judicial. Los testimonios de los pocos
sobrevivientes nos taladran todavía y en la conmemoración de hoy se siente el
peso de un suceso nefasto en que grupos armados, a nombre de la revolución, de
un lado, y a nombre de la institucionalidad, del otro, arrasaron con la sede
principal del sistema de justicia colombiano y asesinaron a sus más altos
magistrados, eminentes jueces que ya habían padecido el asedio criminal del
narcotráfico.
La conmemoración de los 30 años
ha estado marcada por evocaciones desde todos los ángulos; el clamor de los
familiares y de víctimas sobrevivientes ha logrado impactar incluso a las
jóvenes generaciones que no supieron de ese par de días dramáticos. Se ha
sentido el peso de la indignación por la injusticia, porque hasta hoy ninguno
de los máximos responsables ha sido condenado, porque la verdad de lo que allí
sucedió no se conoce. La amargura y el desasosiego siguen acompañando a quienes
necesitan saber qué pasó con sus seres queridos en aquellos días cruentos; y el
resto de colombianos hemos sentido, sino solidaridad y afecto por los que han
sufrido directamente por aquel hecho, al menos tristeza por algo que la
sociedad colombiana no ha resuelto debidamente. Alrededor de estos hechos
abundan versiones e interpretaciones, todas insatisfactorias, todas contribuyen
a aumentar la incertidumbre. Son 30 años sin saber la verdad de lo que allí
sucedió.
En esta conmemoración, el
presidente Santos, en cumplimiento de una orden de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos, pidió perdón y admitió la responsabilidad que le concierne al
Estado colombiano; el gesto es tardío e incompleto. Ha sido por la exigencia de
una institución externa y no porque haya funcionado a plenitud la justicia en
Colombia. Además hace falta la verdad sobre los hechos; quiénes y por qué
mataron a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia; por qué hubo
desapariciones y torturas; por qué fueron asesinadas casi un centenar de
personas; muchas de ellas habían salido sanas y salvas del lugar.
El presidente del país en aquel
momento y su gabinete tuvieron su responsabilidad, mal o nulamente admitida por
ellos mismos. Los guerrilleros del M19 cometieron un acto delirante, tomaron
como rehenes a los miembros de la Corte Suprema de Justicia para forzar un
diálogo con el débil gobierno de Belisario Betancourt. Las fuerzas militares
colombianas apelaron a los peores métodos para recuperar el edificio; en nombre
de las instituciones y las leyes,
masacraron, torturaron y desaparecieron a personas inermes e inocentes. En fin,
aquel evento fue una apología funesta de los peores recursos de los poderes
armados.
Hoy, los principales
responsables políticos y militares de esos hechos se revuelcan en su
arrogancia. No admiten plenamente sus acciones y omisiones. Los exmiembros del
M19 admiten parcialmente su responsabilidad, pero los agentes del Estado
colombiano se han empecinado en obstaculizar las investigaciones, desde el
mismo 7 de noviembre de 1985. Lo sucedido en el Palacio de Justicia es un
testimonio de las perversiones que alcanzó en Colombia, en tiempos recientes, el
conflicto armado. Sus protagonistas olvidaron límites éticos y despreciaron a
la población civil.
Los guerrilleros colombianos,
no solamente los del M19, han creído que el pretendido propósito revolucionario
sacraliza cualquier acción armada; que la lucha armada es (o era) el más elevado
esfuerzo de un militante de la izquierda. Mientras tanto, nuestras fuerzas
militares fueron adoctrinadas para emplear los métodos más ruines para
aniquilar la subversión. La pretendida defensa de la nación y las instituciones
dotaba de heroicidad cualquiera de sus actos. Los unos y los otros han estado
equivocados y deberían recibir condena por sus errores.
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