El país del post-acuerdo
Cuando comenzamos
cada año, ensayamos a ser adivinos o profetas. Ni el Estado con sus
estadísticas y sus técnicos ni el Destino con sus fatalidades ni Dios con sus
designios nos parecen suficientes. Total, ni el Estado ni el Destino ni Dios
nos dicen grandes cosas, por eso no merecen tanta mayúscula. Quizás el fluido
de la historia con sus recurrencias, con sus momentos semejantes que pueden
compararse, nos permite tener algún punto de referencia para no ser
completamente arbitrarios con nuestros presentimientos.
Colombia se acerca a
un momento que muchos llaman el del post-conflicto, luego de una inminente
firma de un acuerdo de paz entre la guerrilla denominada Farc y el gobierno del
presidente Juan Manuel Santos. Con la pretensión de ser más precisos, y también
escépticos, otros preferimos hablar de un post-acuerdo. Hablar del fin de un
conflicto con la firma de un acuerdo en La Habana entre dos poderes que
emplearon sus armas para enfrentarse por más de medio siglo es una ilusión mal
formulada. Un pensador de estos asuntos advirtió en alguna parte que estamos
ante la aplicación de un principio de la política en que los poderes
enfrentados han decidido continuar la guerra por otros medios. “Hay que
descifrar la guerra debajo de la paz” (Michel Foucault, Defender la sociedad, p. 53). Las Farc y el Estado colombiano
seguirán enfrentados por las mismas razones de los orígenes de ese movimiento
armado. Es posible que el país haya cambiado lo suficiente como para seguir
enfrentados con otros recursos; pero no tanto como para que caigamos en la
molicie de un edén en que todo es música angelical y armonía de niños
bulliciosos en un parque.
El país seguirá siendo muy desigual; seguirá siendo violento, con poderes y micro-poderes locales muy arbitrarios. La clase política seguirá siendo superficial e irresponsable; por tanto, nuestras ciudades serán cada vez más feas y peligrosas. Habrá una transición muy difusa, con una institucionalidad ambivalente que no logrará fácilmente afirmar lo pactado en La Habana. La tierra no será devuelta a quienes la habían perdido en forma cruenta, bajo la arbitrariedad de grupos armados. Viviremos en medio de situaciones volátiles alimentadas por odios difíciles de desterrar. Ni víctimas del conflicto armado ni la derecha recalcitrante ni los más crédulos con el proceso de negociación se sentirán tranquilos. Todos habremos perdido algo y conquistado una calma tensa que disparará sus rencores por aquí y por allá. El país seguirá creciendo, llenándose de gente, carros, asfalto y mascotas, pero seguirá siendo un país desordenado, irresponsable, acostumbrado a caminar por el filo de la navaja.
La idea de revolución,
quizás la más afectada en el horizonte inmediato, tanto en Colombia como en
América latina, necesitará un lento relevo generacional que le asigne nuevos
significados. La revolución política está huérfana de líderes y de programas.
Estamos en un momento vacío de pensamiento y de acción en que el principal
factor de movilización es la conquista del poder para satisfacer sin piedad los
intereses particulares. Nada ha terminado, no hay final feliz de nada. Al
contrario, hay que empezar a andar con esta frase elemental: “echando a perder
también se aprende”.
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