Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

martes, 21 de febrero de 2017

Pintado en la Pared No. 152- Cien años de una revolución




Son cien años de la revolución rusa, aquella que quiso anunciar un mundo nuevo, el de la realización de la utopía comunista y que terminó siendo una dictadura, no la del proletariado liberado de la opresión capitalista, sino la del partido comunista, esa maquinaria de ambiciones de los supuestos líderes de la “vanguardia revolucionaria”. Después de esos cien años, qué sentido puede tener para nosotros la palabra revolución.

La revolución es una palabra desgastada que ha perdido su valor. Comenzó siendo muy trascendental al indicarnos transformaciones muy importantes en el mundo social y político: “la revolución política inglesa”, “la revolución francesa”, “la revolución bolchevique”, “la revolución mexicana”. La palabra se volvió invasiva cuando quisimos con ella dar sentido de cambio en muchas esferas de la vida: en el arte, en la moda, en las costumbres. Lo trascendental lo volvimos trivial. Los políticos mediocres de todos los días se encargaron de acudir a la palabra revolución como parte de su actividad demagógica. La ilusión de cambio la quisimos disfrazar de revolución hasta que terminamos saturados de revoluciones fraudulentas que escondían dictaduras militares, tiranías en nombre del socialismo o del pueblo o de la igualdad. En fin, hoy la revolución es una noción saturada que provoca desconfianza; dejó de indicar mutaciones radicales para referirse a cualquier cambio de poca trascendencia.
A inicios del siglo XX, ser revolucionario significaba pertenecer al mundo de los grandes cambios, hacer parte de la superación de la democracia liberal y del capitalismo. El  revolucionario era un visionario, era alguien capaz de volver concreta una utopía. Utopía es otra palabra que ha perdido su trascendencia. Revolución y utopía pertenecen a un pasado glorioso de enfrentamiento de lo nuevo contra lo viejo, del comunismo contra el capitalismo. Hoy, con el fracaso de las revoluciones y sus utopías, estamos ante un mundo vacío que busca ser llenado, ¿con qué, cómo? Ese vacío, esa carencia es el sello distintivo de nuestra época.
Las revoluciones y los revolucionarios parecen situarse en el pasado, en una especie de museo. Apelar hoy a una revolución en algo es un anacronismo; es un intento de regresar a una situación anterior. La revolución antes significaba un porvenir incierto pero abierto, lleno de posibilidades y, sobre todo, un futuro que nosotros podíamos construir. Hoy es difícil inventarnos algo porque pareciese que toda nuestra imaginación se hubiese agotado. O quizás nuestro deseo de cambiar ha sido remplazado por el conformismo, por la adaptación a las condiciones de nuestras sociedades contemporáneas.  
Quizás sea necesario regresar a los orígenes de la revolución que históricamente y hasta etimológicamente estuvieron en la rebelión, en la revuelta, en la inconformidad de las sociedades ante sus situaciones. Cuando hay protesta, levantamiento, rebeldía estamos regresando a lo esencial de una revolución que es la inconformidad del ser humano con las condiciones presentes en el mundo en que vive. Sacudirse de cualquier forma de dominación hace parte del fermento revolucionario y es un acto auténtico que tenemos que volver a saber valorar. La revolución tiene un profundo sentido colectivo que hemos perdido; quizás recuperar ese sentido colectivo de la rebelión, de la protesta puede hacernos creer, de nuevo, en la palabra revolución. 
   

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