Son cien años de la revolución rusa,
aquella que quiso anunciar un mundo nuevo, el de la realización de la utopía
comunista y que terminó siendo una dictadura, no la del proletariado liberado
de la opresión capitalista, sino la del partido comunista, esa maquinaria de
ambiciones de los supuestos líderes de la “vanguardia revolucionaria”. Después
de esos cien años, qué sentido puede tener para nosotros la palabra revolución.
A inicios del siglo XX, ser revolucionario significaba pertenecer al mundo de los grandes cambios, hacer parte de la superación de la democracia liberal y del capitalismo. El revolucionario era un visionario, era alguien capaz de volver concreta una utopía. Utopía es otra palabra que ha perdido su trascendencia. Revolución y utopía pertenecen a un pasado glorioso de enfrentamiento de lo nuevo contra lo viejo, del comunismo contra el capitalismo. Hoy, con el fracaso de las revoluciones y sus utopías, estamos ante un mundo vacío que busca ser llenado, ¿con qué, cómo? Ese vacío, esa carencia es el sello distintivo de nuestra época.
Las revoluciones y los revolucionarios parecen situarse en el pasado, en una especie de museo. Apelar hoy a una revolución en algo es un anacronismo; es un intento de regresar a una situación anterior. La revolución antes significaba un porvenir incierto pero abierto, lleno de posibilidades y, sobre todo, un futuro que nosotros podíamos construir. Hoy es difícil inventarnos algo porque pareciese que toda nuestra imaginación se hubiese agotado. O quizás nuestro deseo de cambiar ha sido remplazado por el conformismo, por la adaptación a las condiciones de nuestras sociedades contemporáneas.
Quizás sea necesario regresar a los orígenes de la revolución que históricamente y hasta etimológicamente estuvieron en la rebelión, en la revuelta, en la inconformidad de las sociedades ante sus situaciones. Cuando hay protesta, levantamiento, rebeldía estamos regresando a lo esencial de una revolución que es la inconformidad del ser humano con las condiciones presentes en el mundo en que vive. Sacudirse de cualquier forma de dominación hace parte del fermento revolucionario y es un acto auténtico que tenemos que volver a saber valorar. La revolución
tiene un profundo sentido colectivo que hemos perdido; quizás recuperar ese
sentido colectivo de la rebelión, de la protesta puede hacernos creer, de
nuevo, en la palabra revolución.
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