Vuelve a colaborarnos el joven escritor mitad francés, mitad ecuatoriano, Jean-Pierre Velasco.
París se ha vuelto oscuro y húmedo; quizás siempre ha
sido así, pero ahora es más fácil verlo así. En el invierno se vuelve aún más
sombrío y despiadado. Los inmigrantes sucios y hambrientos sobre los andenes,
estorbando, pidiendo algo, entumecidos por el frío, con los ojos llorosos. En
la televisión, el presidente Macron tratando de adornar con tecnicismo su
metódica destrucción de lo que alguna vez hicieron el socialismo y las gentes
que lucharon hace cincuenta o sesenta años por un Estado benefactor. Queda algo
de caridad cristiana, de paciencia religiosa para ver el cuadro lamentable de
la basura acumulada en las calles, los parques invadidos por gentes de otras
nacionalidades.
París se volvió lúgubre. En diciembre, las ventiscas y
las lluvias obligan al encierro, a quedarse en la casa llenando crucigramas,
tomando vino y, si hay suerte en el amor, fornicando hasta la irritación.
Afuera hay muy poco que ver, turistas ingenuos que van en busca de los
promontorios humanos para tomarse fotografías y enviarlas a muchas partes del
mundo. Ellos alcanzan a ver muy poco, a no ser que sean víctimas de un robo y
una paliza en una callejuela solitaria; entonces sí tendrán algo para contar.
Los vagones apretujados del metro aseguran saliva
ajena en nuestros rostros; roces de mugre, caídas en las escaleras eléctricas,
maletas rotas, pisotones. Ya no se puede leer un libro mientras se viaja. Las
miradas se volvieron desconfiadas; a veces un sonido fuerte, casi un estallido
asusta y hace correr en sentidos diversos. No siempre es una bomba o un
atentado, es un simple crujido de alguna máquina. París dejó de vivir
tranquila; los ladrones, los asesinos, los terroristas, los inmigrantes, los
policías, los políticos asustan por todas partes.
Los franceses casi no sonríen porque tienen una mezcla
de miedo y rabia. Miedo, porque ya han sentido la muerte cerca, han sentido de
nuevo la ruina humana, la pobreza que se agolpa en las puertas de sus casas.
Rabia porque tienen impotencia, nada pueden hacer, nada saben hacer sus
políticos cada vez más mediocres. Entonces toman las mejores decisiones que
pueden entre el miedo y la rabia, irse de Paris, alejarse de eso que les
produce miedo o asco o rabia. Tratan de dejar lejos eso que los sobrecoge y
para lo cual no tienen soluciones. Los parisinos se van yendo y dejando sus
casas para quienes saben vivir entre el miedo y las sombras.
Sólo queda un poco de terapia musical para sobrevivir
o para preparar el suicidio; llegar a la casa y escuchar de Erik Satie aquella
breve pieza para piano: Once Upon a Time in
Paris.
Pintado en la Pared No. 181
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