El uribismo es un fenómeno
ideológico derivado del influjo del expresidente Álvaro Uribe Vélez en la vida
pública colombiana en por lo menos los últimos quince años. Desde el inicio de
su primer mandato presidencial, en 2002, el hoy expresidente y senador supo
establecer una comunicación cotidiana con sus seguidores, hizo ejecutorias que
lo transformaron rápidamente en un
salvador o ídolo y hasta hoy es dueño de un lenguaje procaz y vociferante muy
eficaz. Uribe Vélez y sus seguidores más conspicuos fueron dándole amplitud
verbal a la discusión desapacible adobada con mentiras y diatribas hasta volver
parte del sello de identidad del uribismo el desparrame de adjetivos
descalificadores de los adversarios políticos.
A los científicos sociales nos
parece apasionante, por misterioso, ver cómo las ideas de alguien se vuelven
moneda corriente, circulan, se expanden y adquieren tales alcances que el autor
original no habría previsto. Esa circulación de las ideas hasta que se vuelven
el tuétano del comportamiento colectivo, el sello de identidad de adhesiones
fanáticas es algo que en el estudio de las ideas y de las multitudes siempre
llena de asombro. Sin duda, la fuerza del líder tiene mucho peso, pero no lo es
todo; en la expansión y afirmación sectaria de unas ideas participan unos
corifeos que, en nuestro caso, son varios y muy activos porque han sido
discípulos aventajados. Y luego, allá en cierta clase media y en segmentos del
pueblo profundo, el mensaje se vuelve sentimiento visceral difícil de extirpar.
Uribe Vélez ha sido uno de los
dirigentes políticos colombianos más populares de los últimos tiempos y esa
popularidad plasma una especie de comunión de opiniones e intereses que han
dotado de identidad a un populismo de derecha. Pero el uribismo es mucho
más que lo que su líder piensa, dice y
ejecuta; es, mejor, una sensibilidad, un estado emocional que, en sus momentos
más fanáticos, ha merecido llamarse “el furibismo”, por su aspecto furioso o
iracundo. Precisamente la iracundia y el odio se han ido volviendo expresiones
de la sustancial intolerancia que caracteriza al uribismo. El uribista odia y
habla con odio, porque no concibe compartir el espacio público con sus enemigos
políticos; en consecuencia, la aniquilación de los rivales es una de las
aspiraciones que constituyen la médula emocional de esa tendencia política. En
la gente del común es fácil detectar esta esencia pasional del uribismo, tanto
por la ciega adhesión a su ídolo, a su jefe, como por la virulencia con que
atacan al adversario.
Casi como consecuencia, matar es
importante para el uribismo. Todo aquello que se oponga a su proyecto político
hay que eliminarlo, hay que extirparlo porque corrompe el sistema. Los acuerdos
con la guerrilla de las Farc son, para los uribistas, algo espurio porque la
aspiración fundamental ha sido la total aniquilación del movimiento guerrillero
y todo lo que les parezca próximo.
La gente del común suele plasmar
de manera directa y cotidiana esa sensibilidad uribista. Hablando con un ama de
casa, un tendero de esquina, un conductor de bus va uno descubriendo un
repertorio de ideas comunes y movilizadoras. El uribismo es la resultante de
una comunión entre el líder y sus seguidores; no será fácil discernir qué
proviene original y directamente de los principales dirigentes políticos y qué
es una elaboración propia de las gentes del pueblo. Sin embargo, parecen
existir puntos de confluencia, esas ideas-fuerza que distinguen a una
agrupación política.
Los uribistas coinciden en cierta
voluntad de depuración. A los uribistas que he conocido les parece incómodo, o
por lo menos extraño, que el Estado tenga que garantizar derechos a las
diversidades étnicas y de género. Muchos de ellos piensan que esas identidades
diversas deben, simplemente, adaptarse a una legislación universal y que
cualquier concesión de derechos particulares es una desviación. Pero, además,
predomina entre ellos expresiones de homofobia o de incomprensión a las muy
diversas expresiones de libertad sexual. La protesta social, la oposición
política suelen ser, para ellos, un asunto inadmisible que perturba la
realización del proyecto político. De la misma manera que les cuesta aceptar
una sociedad plural, los uribistas desean comunidad política unánime y sumisa,
obediente ante el jefe o patrón o líder.
Esa inclinación dogmática,
autoritaria y violenta parece ser parte de los ingredientes de una cultura
política que se afirmó en la vida pública colombiana.
Pintado en la Pared, No. 180.
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