Hoy me aferro a una palabra que intente atrapar un
sentimiento colectivo, esa palabra es angustia. Algunos psicólogos nos hablarán
de un trastorno de ansiedad o de pánico y otros, quizás más freudianos o
lacanianos, hablarán de la angustia. Yo lo hago por un apego etimológico; hoy
estamos sumergidos en una angustia porque nos señala una condición de
estrechez, estamos en un momento en que el mundo se ha vuelto angosto de
muchos modos; por un lado, la inminencia de un peligro que puede hacer breves
nuestras vidas, súbitamente breves. Por otro, estamos recluidos en espacios pequeños,
con poco movimiento, con poca capacidad de acción, nuestro libre albedrío ha
sido constreñido a unos pocos metros cuadrados. Imagino esas buhardillas de
estudiantes en París, donde hay que sobrevivir en 9 metros cuadrados o esa prole
numerosa y hambrienta en alguna habitación húmeda de Ciudad Bolívar, en el
extremo sur de Bogotá, o en cualquier barrio marginal colombiano.
Este tiempo es angustioso, aunque intentemos
disimularlo con esas gotas risueñas que circulan por las llamadas redes
sociales. Y es angustioso porque es el momento de la inminencia, de lo que sucede
de inmediato y lo que está por suceder. La muerte de alguien cercano que nos
anuncia la proximidad del virus; el cierre de la empresa donde laboramos; el
despido masivo; el rechazo a la solicitud del crédito en el banco; el
presidente del país que anuncia nuevos impuestos justificados por la emergencia
sanitaria. La angustia es tangible, es una experiencia cotidiana de la madre
que acuesta a sus hijos con hambre, que no le dejaron retirar sus cesantías,
que espera un auxilio económico que no va a llegar.
La acción humana ha sido confinada; la libertad, la
voluntad, el deseo han sido recluidos. Estamos reducidos a las medidas oficiales
de autoridades médicas, políticas y económicas. El Estado, bien o mal construido,
bondadoso o perverso, bien o mal intencionado, organizado o caótico,
transparente o corrupto ha tomado un protagonismo inusitado. Cuando las
acciones estatales nos perjudican o nos subestiman o nos desprecian hay la
certeza, quizás la única que nos ronda ahora, la de no poder hacer nada. El Estado
decide por nosotros, la banca privada y los gremios económicos también. No se
trata siquiera de una lucha desigual, de una relación contestataria que se
plasma en la protesta callejera, en el motín o la huelga. No hay lucha porque
predomina la indefensión. La angustia registra esa impotencia.
Confinados o no, este tiempo de la pandemia nos ha
impuesto el sello de la angustia porque es tiempo de peligros, de asechanzas.
No es solamente un elemento microscópico que nos amenaza, nos amenaza el
capitalismo despiadado, las decisiones abyectas, los líderes irresponsables. La
angustia expresa hoy un estado afectivo que señala una carencia, la de la
libertad. No sé si la angustia sea también una esperanza, la leve esperanza de
que captemos plenamente nuestras miserias, nuestras limitaciones y, entonces,
nos sobresaltemos, nos sacudamos de una condición que ya no podemos soportar
más. Entonces, si sobrevivimos a todos los males que se juntan en estos tiempos
pestíferos, hallaremos nuevos sentidos para nuestras existencias. Dicen, los
que saben, que la angustia es una buena guía en la realidad. Pero esto es tan
sólo una hipótesis; nada de certezas.
Pintado en la Pared No. 210.
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