El virus
Covid-19 ha despertado otra pandemia, la infección inherente a los profetas, a
los agoreros de todo pelambre que, también muy sabios, son los oráculos de
todos los males que el destino, la providencia, dios, la virgen y todas las
fuerzas naturales y sobrenaturales (sobre todo estas últimas) nos tenían
reservados a esta pobre humanidad “agobiada y doliente”.
Entonces han
hablado los profetas del Armagedón; este bicho microscópico era la plaga que
faltaba para castigar todas las perversiones, todas las porquerías mundanas que
hemos cometido en nuestras míseras existencias. De modo que, si hacemos bien
las cuentas cristianas, esta es como la sexta plaga que faltaba para desatar
una limpieza global de pecadores y sólo sobrevivirán los que han sabido esperar
el retorno de Cristo; y ese honor sólo lo tendrán aquellos cuya fidelidad fue
imperturbable. Por eso solemos decir, cuando se avecina una calamidad, que “nos
coja confesados”. Todos los que tengamos un déficit en la caja de méritos
devocionales estamos condenados y nos va a agarrar el virus sin misericordia.
Otros, más
eruditos, han leído a Nostradamus. Entre la colección de profecías de don
Michel de Notre-Dame hay, según los genios apocalípticos, un par de metáforas
que predecían esta catástrofe. Expertos en acertijos, sus seguidores
descifraron convenientemente la predicción y aquí estamos escondidos bajo llave
para evitar la visita del enemigo invisible. Los numerólogos, también muy
sofisticados, miraron en sus cuadernos de sumas y restas que este año, el
fatídico 2020, era el de la compilación de todos los males porque algún número
kármico salió de las tinieblas. Y la cabalística halla en todas las iniquidades
la causa de este desquite de la naturaleza contra los humanos que pensamos y
obramos inclinados hacia la auto-destrucción.
Un vecino mío,
un joven arquitecto, devoto de la virgen María, acostumbrado a ir a misa todos
los días, de esos que llevan la camándula en una mano, me dijo que no se sentía
obligado ni a usar tapaboca, ni a lavarse obsesivamente las manos, porque ya
estaba “limpio y puro”. Según su interpretación del inmediato futuro, el
Covid-19 estaba destinado por la providencia para atacar a los pecadores, a los
incrédulos, a los blasfemos. Él, según su alucinada reflexión, estaba
inmunizado por la gracia divina. Con vecinos así, queda muy justificada la
cuarentena.
Hay predicciones
menos atrabiliarias; tienen que ver con lo que será el mundo después de esta
pandemia. Aquí funcionan todos los expertos posibles: epidemiólogos,
infectólogos, microbiólogos, ingenieros, economistas, estadígrafos, sociólogos,
políticos han empezado a vaticinar lo que se nos viene encima. Iremos a los
estadios y salas de cine vestidos con escafandras; la sociedad será aun más
individualista y egoísta; el mayor porcentaje de fallecidos provendrá de la
clase obrera, de las minorías étnicas, de los sectores económicos más
vulnerables (como suele suceder en cualquier guerra, los muertos los pone el
pueblo); sobrevivirán los ricos, los poderosos, las multinacionales (sobre todo
las farmacéuticas), los templos y sus predicadores. Es decir, saldrán airosos
todos aquellos que perdieron el alma mucho antes de esta pandemia.
Pero hay una
predicción elemental que nadie puede hacer, menos yo. Presumo que muchos de
nosotros nos estaremos preguntando qué destino nos tiene reservado el poderoso
bicho que, paradójicamente, podemos eliminar con agua y jabón.
Pintado en la
Pared No. 209.
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