La
experiencia colectiva de esta pandemia ha trastornado el ritmo de nuestras
vidas; es una irrupción en nuestras rutinas, en nuestras agendas, en lo que teníamos
previsto. Nuestro horizonte de expectativas ha mutado súbitamente por un hecho
dominante. Para unos, llegó la interrupción mortal de la existencia; para
otros, un cambio drástico en las condiciones de sus vidas, de sus proyectos, de
sus vínculos laborales. Prioridades, proyectos y sueños han sufrido una
sacudida tremenda por un hecho que impone un paréntesis con puntos suspensivos.
La expansión de un virus del cual no tenemos aún vacuna ha trastornado nuestras
percepciones sobre la vida pasada, la presente y la futura. Las analogías o las
metáforas tratan de atrapar esta situación intempestiva. Algunos jefes de
Estado acudieron a una retórica bélica para establecer una especie de economía
de guerra que justifica el confinamiento general y exalta la batalla médica en
los hospitales contra el ataque del coronavirus. El suspenso de la guerra
determina una temporalidad incierta, la entrada en un túnel del cual no se sabe
con certeza cuándo se saldrá a la luz. No sólo eso, no sabremos quiénes
sobrevivirán y por qué, quiénes serán víctimas, mártires o héroes de esta “guerra”.
La
conciencia de una situación tan excepcional es novedosa porque se agrega otro
sentido temporal. Además de esa interrupción o ruptura en nuestros horizontes
de expectativa, hemos experimentado la simultaneidad de una condición global de
la humanidad. Los confinamientos o cuarentenas no son novedad en la historia de
la humanidad, son un recurso arcaico de sociedades que no tienen los recursos
científicos y tecnológicos para afrontar las consecuencias del contagio viral;
lo radicalmente novedoso, en esta ocasión, es que hemos vivido y presenciado la
sincronización mundial de este confinamiento. Aún más, somos conscientes de esa
simultaneidad; no necesitamos conjeturar o imaginar la situación. La humanidad
ha compartido una misma experiencia. Esta sincronización del tiempo presente
obliga a lanzar, por lo menos, esta pregunta: ¿Qué tan profunda será esta
experiencia colectiva como para modificar el futuro de la humanidad?
La
respuesta, a mi modo de ver, depende de la ponderación que hagamos del momento
que estamos viviendo y, precisamente, por eso es apremiante otra pregunta:
¿cómo podemos medir lo que nos está sucediendo? Y creo que debemos empezar por
admitir que se trata de una situación tan compleja, tan extraña, tan inédita en
nuestras vidas que no podemos acordar una sola explicación, un criterio
uniforme de evaluación de la circunstancia, tampoco basta una reflexión
solitaria, es indispensable la conversación y la colaboración entre las
ciencias humanas. Sin embargo, me atrevo a proponer una especie de salvaguarda
para examinar este tiempo pandémico. Propongo evitar las definiciones absolutas
para esta encrucijada y considero que ha habido públicamente dos expresiones
absolutas, extremas (entre muchas otras, por supuesto) cuyos matices son casi
nulos.
En
un extremo esta aquella interpretación que ha desvirtuado el efecto mortífero
del nuevo coronavirus. Varios jefes de Estado sostuvieron -y otros todavía
afirman- que se trata de una simple gripa pasajera o, en versiones más
despiadadas, consideran irrelevante y hasta benéfico que haya acumulación de
muertes por la expansión del contagio. Para ellos, lo más importante es la
buena salud de los negocios, de la economía y no el bienestar de las sociedades
que gobiernan. Esa “gripita” ha asomado como una incómoda interferencia para
sus ambiciones. Esta interpretación despiadada del asunto está acompañada por
instituciones que siguen funcionando sin perturbarse; la banca privada
colombiana, por ejemplo, ha seguido aplicando las mismas condiciones generales
de asignación de créditos a quienes los han solicitado en estos tiempos de
emergencia para muchas empresas. Y, en general, la banca mundial no ha ofrecido
ayudas que alivien la situación de quiebra inminente, de desempleo masivo y
hambruna. Si ese ha sido el comportamiento dominante de ciertos presidentes de
países y del sistema financiero en una circunstancia tan extraordinaria para
tantos seres humanos, no va a cambiar su conducta cuando la pandemia esté
controlada y se retorne a una supuesta normalidad planetaria. He aquí parte de
la respuesta a la pregunta que he propuesto.
Para
completar la respuesta, detengámonos ahora en otra definición absoluta de esta
encrucijada. Se trata de aquella que considera, con abundancia de adjetivos,
que estamos en una situación apocalíptica, que “ninguna pandemia fue nunca tan
fulminante y de tal magnitud”; según Ignacio Ramonet, enfrentamos un “hecho
social total” descrito así:
A estas
alturas, ya nadie ignora que la pandemia no es sólo una crisis sanitaria. Es lo
que las ciencias sociales califican de « hecho social total »,
en el sentido de que convulsa el conjunto de las
relaciones sociales, y conmociona a la totalidad de los actores, de las
instituciones y de los valores.[1]
Estaré de acuerdo con aquello de un “hecho social
total”, pero discrepo de buena parte de su argumentación. No creo que estemos
ante un hecho que conmocione “la totalidad” de los actores, de las
instituciones y de los valores. Sí es muy posible que los actores y las
instituciones, altruistas o no, terminen con algún grado de afectación en sus
trayectorias; mucho menos creo que conmocione la totalidad de los valores. Aquí
apelo a lo que la historiografía ha enseñado al respecto; las creencias, los
valores, los sentimientos, las costumbres suelen cambiar muy lentamente, casi
de modo imperceptible. Las epidemias y pandemias no han eliminado ni la
codicia, ni los fanatismos religiosos, ni las supersticiones. Según testimonios
de pestes pasadas, durante las epidemias sí suelen haber comportamientos
desesperados, conversiones religiosas, confesión de delitos ocultos, acciones
heroicas, manifestaciones compasivas; pero son acciones pasajeras, no
transformaciones drásticas de un sistema de valores. Incluso, es posible que en
este horrible paréntesis aceptemos o asumamos nuevas actitudes ante la muerte;
por ejemplo, hemos dejado de asistir a las ceremonias de acompañamiento de
parientes y amigos fallecidos. Pero esa actitud puede ser momentánea y no es
fácil predecir ahora si volveremos esta actitud una costumbre que exprese una
nueva valoración de la vida o de la muerte.
Tampoco admito la idea de estar ante una “situación enigmática”, “sin
precedentes”; aún más desesperanzador, que “no existen señales que ayuden a
orientarnos”. Otra vez, la historia de la humanidad debería servirnos de punto
de referencia a la hora de ponderar nuestra situación actual. No estamos ante
algo que no haya sucedido antes. Hace poco más de un siglo, entre 1918 y 1919,
hubo una epidemia de gripa cuyo cálculo más conservador registra cerca de 40
millones de muertos (muchos más que las víctimas que dejaron las dos guerras
mundiales); eran tiempos de lentos medios de transporte, sin antivirales, sin
información acerca de lo que estaba sucediendo. Mucha gente murió sin saber que
era víctima de una pandemia. Las condiciones actuales de la medicina, de la
tecnología y de los medios de transporte no permiten creer que lleguemos a una
situación tan macabra como la que sucedió al final de la primera guerra
mundial.
Pintado en la Pared No. 211.
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