La pandemia volvió a
la ciencia indispensable para tomar decisiones de gobierno. Incluso aquellos
jefes de Estado más escépticos e irresponsables han tenido que aceptar, aunque
sea a regañadientes, la asesoría de epidemiólogos. La pandemia les devolvió
protagonismo a las ciencias de la salud y puso en debate las políticas de salud
pública; los jefes de la función ejecutiva, a todo nivel, han recurrido a los
diagnósticos y pronósticos de profesionales de diversas áreas de las ciencias
de la salud. Y no sólo han recurrido a médicos y especialistas en infecciones y
virus, también ha sido necesario acudir a psicólogos, sociólogos, antropólogos,
historiadores. ¿Por qué? Porque la pandemia del coronavirus ha impactado a la
salud pública, a la economía, a la vida cotidiana, a las relaciones entre
gobernantes y la sociedad, a los vínculos entre la población y las
instituciones. En fin, el mazazo de la pandemia ha movilizado, según los casos,
la precaria o sofisticada maquinaria estatal de cada país.
Es muy posible que
muchas buenas o malas decisiones de los gobiernos hayan sido tomadas con base
en los cálculos acertados o fallidos de los epidemiólogos, porque, entre otras
cosas, la ciencia misma ha tenido que reconocer que nos enfrentamos ante un
enemigo diminuto pero desconocido. Así como hay reparos sobre la lentitud o la
displicencia o la hostilidad con que algunos presidentes de países asumieron la
expansión de la Covid-19, también hay críticas por cuarentenas mal
sincronizadas, tomadas con apuro, sin medir correctamente qué etapa de
crecimiento de los contagios se estaba viviendo.
Los economistas,
acostumbrados a imponer sus modelos y reformas, a reinar en el control de los
procesos de intercambio del mercado global, han sido relativizados en sus
funciones por las advertencias provenientes de la medicina. Eso ha implicado
una relación improvisada, obligada por las circunstancias que ha provocado
tensiones y enfrentamientos. La decisión de estrictas cuarentenas que redujeron
la movilidad ciudadana ha sido motivo de discusión en torno a la restricción de
libertades, a la vulneración de derechos, al detenimiento abrupto de las
actividades económicas, a la pérdida masiva del empleo.
Ahora, en muchos países,
no sólo preocupa el virus, a eso se agregan las consecuencias de toda índole de
la cuarentena. Los Estados mejor dotados con sistemas de salud pública supieron
afrontar los desastres económicos de sus cuarentenas, repartieron recursos a
los hospitales, otorgaron remuneración adicional al personal de la salud,
subsidiaron a las pequeñas y medianas empresas, mitigaron con un salario básico
la incertidumbre de los trabajadores. En otros países, como el nuestro, el
Estado no estuvo dotado de un sistema de salud pública y no pudo satisfacer
demandas elementales de los hospitales y sus trabajadores siguen laborando en
condiciones precarias de bioseguridad; tampoco contó con bases de datos
confiables que permitiese establecer con certeza y rapidez quiénes eran y dónde
estaban los sectores sociales más pobres. Por eso, en el balance de estos días quedó
en evidencia que un 80 % de la población económicamente “vulnerable” no recibió
ningún tipo de ayuda; en este punto falló la ciencia estadística y sus técnicas
de medición y localización de la pobreza. Allí hay una discusión inaplazable
que permita recomponer los criterios de definición socio-económica de los
grupos poblacionales en aras de la equidad y la justicia; en esa recomposición
de criterios tendrán que intervenir profesionales del trabajo social, de la
sociología y de la antropología, por lo menos.
La cuarentena fue un
esfuerzo colectivo basado en la confianza; pero hubo una población que hizo un
sacrificio mayor que otros sectores de la sociedad, se trata de aquellos que
afrontaron la cuarentena en condiciones de penuria económica. El Estado colombiano
debió actuar con reciprocidad en ese gesto de apoyo colectivo a una medida tan
drástica en términos de bienestar económico. La pobreza y la informalidad tuvieron
que salir a la calle a desafiar las restricciones policivas y al mismo virus,
porque tenían que resolver de modo apremiante lo que el Estado no les ayudó a
resolver en los días de confinamiento. Eso lo resumió la gente del pueblo en
una frase contundente: “Preferimos morir por el virus que morir por hambre”.
Ahora viene un desafío
enorme para un Estado insuficiente como el nuestro; si el señor presidente
Duque toma unas cuantas buenas decisiones, sabrá asesorarse para que aquellos
que más han perdido en estos tiempos de pandemia recuperen sus empleos, sus
empresas, su dignidad social y económica. Las soluciones no saldrán ni exclusiva ni principalmente del ministerio de Hacienda o de la ciencia farmacéutica, sino más bien de una visión multidisciplinaria de las dificultades por venir.
Pintado en la Pared No. 213.
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