La moraleja del campo
quindiano.
En la forzosa memoria
colectiva de la pandemia del nuevo coronavirus, iniciada en 2019 en China,
seguida traumáticamente en el resto del mundo durante el 2020 y prolongada en
lo que va del 2021, tendremos que referir la experiencia de aquellos que decidimos
y pudimos refugiarnos en el mundo rural, “en la segunda casa” (que se volvió
transitoriamente la primera), según denominación muy europea del lugar en que
la clase media, en particular, solía pasar los fines de semana, las vacaciones
laborales o las de verano. Esa experiencia aceleró otro modo de vivir, otras
convivencias, otras maneras de ponerse en relación con la vida, con el mundo.
El espacio abierto del campo permitió afrontar con cierta placidez la angustia
de un temible contagio; allí no fue necesario caminar con un tapabocas, allí no
hubo opresiones sobre la movilidad corporal, al contrario.
Un aprendizaje
inmediato en esa experiencia fue, en mi caso concreto, el contacto con el mundo
natural, con el ritmo de las plantas, de los animales, de los insectos. La
evolución de una planta hacia la flor y luego hacia el fruto; el cotidiano
contacto con “los bichos” especializados del invierno y del verano; la
conversación -si cabe decirlo así- con las vacas, los cerdos, los gatos, los
perros, los caballos. A eso se agregó otra relación con los alimentos: ir al
árbol y tomar la naranja para llevarla casi de inmediato a la boca;
procedimiento semejante con muchos otros frutos. La naturaleza vista como una
despensa generosa, múltiple que se agota, que la explotamos, que la limitamos:
las ramas de aquel árbol que nos estorba, el abono especializado para el
crecimiento de tal o cual cultivo.
Durante este largo año
de “reclusión” en el campo contemplé el paso incesante y vigoroso de camiones;
caravanas diurnas y nocturnas de cargamentos de aguacate, plátano, piña,
naranja, reses y pollos camino a los lugares de sacrificio masivo. En fin, el
campo disponible para alimentar, para circular productos de inmediato consumo;
el campo como lugar útil para satisfacer necesidades básicas de los seres
humanos. Ese esplendor trágico del campo como proveedor inmediato de las
ciudades clausuradas por las urgencias del confinamiento colectivo. Vi cómo el
campo que rodea al pequeño municipio de Montenegro -antiguo enclave de la economía
cafetera- expresaba su feracidad y hacía su contribución a la sociedad en un
momento crucial de la necesidad de sobrevivir para el mundo. Montenegro volvió
a ser lo que fue al nacer como punto político-administrativo en el engranaje de
la vida pueblerina de lo que, también originalmente, fue el Gran Caldas, la
avanzada de la colonización antioqueña protagonizada por mujeres y hombres
acostumbrados al trabajo del campo.
Al lado de eso, el
espectáculo cotidiano de muchos hombres y algunas mujeres a pie o en bicicleta
que desde las cuatro de la madrugada recorren más de cinco kilómetros para ir a
trabajar en las fincas; para ellos no existieron las restricciones del
confinamiento. Muchos de esos hombres pasan de setenta años y están
acostumbrados a los rigores del trabajo a la intemperie; mano laboral barata
que labra de sol a sol por el equivalente a unos ocho dólares diarios. Desde
los lejanos tiempos de la recolección de café, estos jornaleros han sido el
pilar del amasijo de fortunas; hombres y mujeres mal pagados y mal alimentados
que distraen sus miserias escuchando música machista que canta la pesadumbre de
amores frustrados. Sin esos trabajadores rurales, la comida diaria de muchos
colombianos no estaría disponible en bodegas y almacenes o en las mesas de cada
hogar.
La distorsión
provocada por las últimas cuatro décadas de desorden en las políticas del
campo, y que está plasmada en el aumento acelerado de las porciones de asfalto
en lugares donde antes hubo árboles y sembrados de café y plátano, mostró en
esta coyuntura toda su inutilidad económica y social. Las antiguas fincas
convertidas en hoteles, las piscinas y cabañas para turistas demostraron, en
este paréntesis pandémico, toda su incapacidad para servir a la sociedad. El
ser humano, perdido en las lógicas del lucro y el mercado, está destruyendo su
propia salvación como ser humano. La pandemia ha demostrado que la vocación de
esta parte del planeta, de esta parte de Colombia, es la agricultura, el
reconocimiento de la diversidad climática que hace posible, en un reducido
espacio, disfrutar de todo lo que puede darnos la naturaleza.
¿Nuestros dirigentes
políticos, nuestros empresarios habrán aprendido de la moraleja que nos deja el
paréntesis obligado de la pandemia? Yo, de ser propietario de una de las tantas
fincas-hoteles que destruyen cotidianamente el todavía generoso entorno natural
quindiano, ya habría comenzado a desmontar las piscinas, las tuberías de aguas
residuales que aniquilan el paso natural de ríos y quebradas, las casonas que
albergan el ruido y la mugre plástica de los turistas urbanos. La mixtura del
agro-turismo oculta una indecisión general, una incoherencia en el examen de lo
que hemos venido siendo y lo que pretendemos ser; la calidad de los suelos de
esta zona del país no puede segur dilapidándose en la construcción de piscinas
y parqueaderos. Sin embargo, yo dudo que nuestros dirigentes, nuestros
empresarios, nuestros “hombres de bien” tengan la lucidez para tomar decisiones
que afirmen la vocación agrícola de esta región y que respeten lo que aún queda
de biodiversidad.
Pintado en la Pared
No. 223.
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