Pintado en la Pared No. 257
Claro que sí, entre tantas desigualdades en el mundo y
en Colombia, hemos padecido una desigualdad epistémica. Es probable que
estemos viviendo una interesante transición política que permita sacudir, así
sea un poco, las inercias funcionales, administrativas y de pensamiento de
nuestras universidades. Los y las oficiantes de las ciencias humanas y sociales
en Colombia nos hemos acostumbrado –y nos acostumbraron- a ser colocados en una
situación subsidiria en la estratificación de las ciencias, en la clasificación
de las verdades y de los niveles de objetividad. Hay unas ciencias lucrativas y
aparentemente muy útiles para la sociedad, porque producen confort, porque sus
hallazgos son rentables para la industria y porque además sus oficiantes
adquieren estatus, prestigio y, claro, muy buenos sueldos. Hay otras ciencias menesterosas,
poco confiables por sus hallazgos, con resultados muy discutibles, casi deleznables,
cuyos oficiantes apenas si arañan sueldos dignos. Los oficiantes de esas
primeras ciencias suelen tener el botín de los pocos o muchos recursos de las
universidades, suelen ser los vicerrectores y rectores; ellos han dirigido las
eficientes o erráticas políticas de investigación y las eficientes o erráticas
políticas de financiación de esa investigación. Dueños de la verdad, de la
objetividad científica, se volvieron también dueños de las burocracias
universitarias.
Quienes oficiamos en esas ciencias menesterosas hemos
tenido que acostumbrarnos a los ritmos y criterios de los sabihondos de las
ciencias puras o duras. Nos acostumbramos a trabajar con pocos recursos y a
desbrozar el matorral de las mezquindades propias de una comunidad que busca
reconocimiento a los empellones. Cuando una comunidad científica es pobre y poco
reconocida cree que su principal enemigo es su colega más cercano y no alcanza
a ver que el origen del problema está más allá de sus narices. Alguna vez
alguien preguntaba por qué a los abogados, médicos o ingenieros les dicen
fácilmente doctores mientras que a los sociólogos, filósofos o historiadores
apenas nos dicen “profes”. Muy sencillo, es la forma de reconocimiento social
reproducida en las universidades. Las escisiones de la sociedad también se
palpan cotidianamente en las universidades.
Suponiendo que estamos viviendo en Colombia un
interesante momento de inflexión, podemos creer que les ha llegado el momento
de la justicia epistémica a las ciencias humanas y sociales. Y eso tendría que
plasmarse en un rediseño del poder universitario, en otra forma de
interlocución que no sea la de rendirles cuentas a los médicos y a los
ingenieros. Tendría que plasmarse, por ejemplo, en una financiación que
garantice un sistema gratuito de posgrados y un sistema de investigación en
nuestras disciplinas autónomo en recursos y autónomo en criterios. Aún más, el
Ministerio de Ciencia y Tecnología tendría que abrirle sección aparte a la
promoción y difusión de la investigación en nuestras ciencias menesterosas.
Una de las transformaciones más inmediatas debería producirse
en las políticas de fomento de la investigación y de las publicaciones científicas.
Un paso en la justicia epistémica es que les permitan a las ciencias
humanas caminar solas, responsablemente, para que discutan y formulen sus
propios criterios de definición de objetos de estudios, de métodos de
investigación, de formación en posgrados, de publicación de resultados y de
estímulo y premiación a trayectorias. Y esa transformación debería suceder
tanto en el circuito institucional nacional como en las estructuras internas de
nuestras universidades.
Es muy ingenuo
o muy cómodo pensar que la solución al funcionamiento de las universidades públicas
y a sus prioridades en investigación provenga exclusivamente del cambio de
perspectiva en el Ministerio de Educación o en el Ministerio de Ciencia, Tecnología
e Innovación. Una modificación en la ley de financiación de las universidades
públicas es un paso promisorio, pero no es suficiente. Por supuesto, ojalá que
el nuevo gobierno garantice mejores condiciones de existencia; pero, al compás
de esos cambios en las condiciones básicas de funcionamiento de nuestras
universidades, debe haber unas mutaciones internas. Y una de esas mutaciones
deseables tiene que ver con lo que ha venido siendo la comunidad de oficiantes
de las ciencias humanas y sociales. Creo que hemos confundido la naturalización
de nuestra postración con el empobrecimiento de nuestro espíritu crítico. Mucho
de lo que ha sucedido o ha dejado de suceder en nuestras disciplinas proviene del
régimen hostil de lo que fue Colciencias, de nuestras vicerrectorías académica
y de investigaciones. Pero también nosotros, las y los “profes” de las Humanidades, hemos sido co-autores de nuestras desgracias.
Me permito referirme ahora, en exclusiva, a las
ciencias humanas y sociales de la Universidad del Valle. Tal vez con la
excepción que puedan ofrecer nuestros colegas de sociología y economía, quizás
más atentos a los vericuetos de la institucionalidad universitaria y más
emprendedores en proyectos de investigación, el retazo incoherente e inconsistente
de la Facultad de Humanidades anda con el espíritu crítico embolatado desde hace
algunos años. No veo otra razón que explique nuestro ostracismo, el deterioro
de nuestros programas de maestría y doctorado. No veo otra razón que explique
las múltiples reelecciones de nuestro decano, como si no tuviésemos otra
perspectiva que la resignación. Parte de esa exaltada “justicia epistémica”
pasa por la propia redefinición de nuestras expectativas y de nuestras
perspectivas. El trato justo que reclamamos ahora para ciertos sujetos y
objetos de estudio, para ciertos saberes, pasa por un auto-examen que nos lleve
a compromisos de cambio y a ser agentes muy activos de la redefinición de las
ciencias humanas en la nomenclatura universitaria. El ejercicio de justicia
epistémica tiene que comenzar en la misma Facultad de Humanidades y no como
un acto externo de conmiseración con nuestro destino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario