Pintado en la Pared No. 258.
Al profesor Wasserman, a veces muy brillante, se le
apagó la luz cuando leyó el documento del Pacto Histórico con su propuesta de un
sistema nacional de ciencia, tecnología e innovación. Y sospecho que el apagón
tiene que ver con una concepción de la ciencia que para colegas como el
profesor Wasserman es muy difícil de digerir. La concepción de ciencia del
ex-rector de la Universidad Nacional es cándida, cree que la ciencia es una
práctica aséptica de señores vestidos con impecables batas blancas. Cree que la
política, el dinero y los intereses privados caminan por una orilla y por la
otra están los científicos impolutos y, sobre todo, imperturbables.
Científicos como él olvidan o no comprenden que las
personas que hacemos –o pretendemos hacer- ciencia somos seres
socio-históricamente situados. Lo que decidimos investigar tiene alguna
relación con lo que otros han hecho o han dejado de hacer; tiene relación con
las prioridades del progreso material, con las exigencias del mercado; tiene
relación con alguna idea o ideal de bienestar, de buen vivir. También olvidan o
no comprenden que las y los científicos tenemos creencias que no quedan
sentadas en la sala de espera mientras nos internamos en el laboratorio, en el
archivo o en la selva. Entonces hay científicos que son judíos, otros que son
protestantes, otros que son musulmanes, otros que son católicos y otros que se declaran agnósticos, por
ejemplo. Por eso hay científicos que no creen en el cambio climático, como
sucede, precisamente, con varios geólogos de la Universidad Nacional de Colombia. O, para ir
a la letra más menuda, por eso hubo científicos colombianos que votaron por
Gustavo Petro y otros que votaron por Federico Gutiérrez o Rodolfo González.
Las políticas científicas no las definen los
científicos; nuestro papel al respecto es muy limitado. Suelen intervenir en el
diseño de esas políticas, por desgracia o por fortuna, los políticos
profesionales, las farmacéuticas, las transnacionales de las comunicaciones y
de la explotación de los recursos naturales. Una política científica con esos
orígenes determina mucho lo que puede y debe investigar cualquier científico;
determina qué investigaciones tendrán recursos y cuáles no; determina qué
científicos y de qué áreas tendrán una carrera exitosa y cuáles quedarán
destinados al ostracismo. Por eso, quizás, es que el documento del nuevo
gobierno intenta responder a los siguientes interrogantes cruciales: ¿Ciencia
para qué?, ¿ciencia con quiénes?, ¿ciencia cómo?
Las respuestas que anuncia el tal documento vislumbran
un cambio que se funda en unas “deudas epistémicas” acumuladas. Deudas con unas
comunidades, deudas con unas ciencias, deudas con unos saberes que han sido
olvidados o despreciados por las instituciones y las prácticas científicas que
se han impuesto como las hegemónicas. En consecuencia, el documento sugiere un
cambio de paradigma que, por supuesto, para científicos como Wasserman va a ser
muy difícil de comprender y poner en práctica.
Desde mi modesto rincón de un científico de las
menesterosas ciencias humanas, sólo puedo expresar mi deseo de una transición
que modifique, a nivel nacional, la institucionalidad que regenta las políticas
de ciencia y tecnología. Hace mucha falta una dirección nacional autónoma de las
ciencias humanas y sociales que permita definirnos nuestros propios derroteros,
nuestros propios criterios de validación del conocimiento, nuestras formas de
difusión, nuestras propias políticas de incentivo y financiación. Hasta ahora,
las ciencias humanas han caminado a la sombra de políticas definidas por
centros de poder que le han dado preeminencia exagerada al conocimiento
producido por ingenieros, matemáticos y médicos; nos han impuesto fórmulas de
difusión, de incentivo y de financiación que distorsionan la práctica
científica de nuestras disciplinas.
Aquí dudo si el documento del Pacto Histórico y los
planes del nuevo gobierno abarquen alguna solución a este tipo de deuda
histórica con las ciencias humanas en Colombia; pero si los autores del documento
son consecuentes con lo que pretenden, el rediseño institucional de las
ciencias humanas se vuelve indispensable. Y no solo eso, se vuelve
indispensable un cambio rotundo en la financiación del sistema de universidades
públicas de Colombia cuya infraestructura es ruinosa y no está en la capacidad
de proporcionar las condiciones básicas para competir dignamente con las
ventajas de las universidades privadas. Otra implicación inmediata es la
creación de un sistema de posgrados que garantice investigación de alto nivel
en los programas de maestría y doctorado; y, además, deberá haber una
reestructuración de la docencia y la investigación de las universidades de tal
manera que se garantice dedicación exclusiva a la producción de nuevo
conocimiento. Ya sabemos que las universidades colombianas tienen unas
estructuras académico-administrativas que son parte de las talanqueras para la
investigación.
En las ciencias humanas colombianas hay muy bajo nivel
de profesionalización de la actividad investigativa. El personal docente con
formación doctoral es muy bajo si se compara con los demás países de América
latina. Aún más, las y los pocos doctores de las ciencias humanas están siendo
desaprovechados por un sistema de asignación de tareas que constriñe la
dedicación exclusiva a la investigación. Por eso los programas y líneas de
investigación nuestros son incipientes, coyunturales y con un muy bajo nivel de
publicación de libros.
Hay mucho por enmendar. También mucho por discutir.
¿Estamos viviendo la oportunidad de un gran cambio en las prácticas y políticas
científicas en Colombia? Veremos.
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