Pintado en la Pared No. 259
Muy cerca de la presentación del informe final de la Comisión de la
Verdad hubo un suceso afín pero menos divulgado. La comisión encargada de
preparar un diagnóstico y unas recomendaciones acerca de la enseñanza de la
Historia, en Colombia, entregó también su informe. Según la Ley 1874 de 2017,
la enseñanza de la historia en nuestro país debe restablecerse de manera
obligatoria; desde 1984, esa cátedra había desaparecido de la formación escolar
primaria y media y el poco conocimiento histórico había quedado diluido en el
currículo de las ciencias sociales. Pero antes de su pleno retorno como
asignatura autónoma, era indispensable que una comisión preparase un
diagnóstico y unos lineamientos generales. Con las recomendaciones de esa
comisión parece allanado el camino para el restablecimiento de la cátedra. El
informe llega en un buen momento, cuando la necesidad de conocer nuestro pasado
–lejano y reciente- adquiere mayor relieve, cuando hay un fervor por hacer
memoria y hallar verdades.
El informe fue preparado por un equipo de profesores con trayectoria en
todos los niveles de la educación colombiana; sólo me atrevo a destacar, por
ahora, el aporte y hasta el liderazgo de los colegas historiadores de la
Universidad del Valle. Es notable que hubo un sustento empírico para la
elaboración del diagnóstico y de las propuestas, puesto que el documento
menciona que hubo un arduo proceso de talleres regionales en que participaron
más de 2000 personas. Además, hay un acervo de entrevistas y estadísticas que
respalda el propósito central que atraviesa el documento: “fortalecer el
pensamiento histórico de las nuevas generaciones”.
Desde hace casi cuarenta años, a la sociedad colombiana se le ha negado
la posibilidad de pensar históricamente. Hemos vivido en un país acostumbrado a
olvidar y guardar silencio. El simple retorno de la enseñanza de aquella
ciencia que nos enseña a recordar sistemáticamente parece ser un paso
restaurador, reparador de un daño cultural cuya dimensión es muy difícil
establecer. Pensar históricamente, suponen los autores del informe, es “una
forma de pensar asociada al pensamiento crítico” (p. 24). Yo me atrevo a agregar que pensar
históricamente es pensar en perspectiva, con la posibilidad de discernir acerca
de lo pasado, con la posibilidad de comparar el hoy con el ayer, lo que somos
nosotros ahora con lo que han sido otros en otros tiempos. Lograr algo de eso
entraña, y eso lo vislumbra también el informe, el ejercicio de una ciudadanía
más activa, de una ciudadanía con criterio. De modo que no se trata de un
simple rótulo nuevo en el pensum de la educación básica y media en Colombia,
sino de un paso certero en la formación de una nueva generación de ciudadanos
que podrán juzgar mejor qué hemos venido siendo.
Con acierto, las y los autores del informe anuncian que el
restablecimiento de la enseñanza de la historia ayudará al reconocimiento de
nuestra diversidad étnica, al reconocimiento de nuestros estrechos vínculos con
América latina, al respeto de las identidades sexuales y a la comprensión de
los conflictos de clase.
El informe es apenas un peldaño de un largo proceso de instalación de la
Historia en los currículos, porque a eso debe sumarse la formación del personal
docente, la dotación de bibliotecas escolares, la preparación de elementos
didácticos audiovisuales; en fin, es necesario crear un entorno intelectual que
favorezca la enseñanza del conocimiento histórico. Además, es indispensable
contemplar en la implementación las variantes lingüísticas, étnicas y
regionales del país. No se trata de uniformar un discurso oficial de nuestra
historia, sino de dotar de herramientas a profesores y estudiantes para
entender los matices muy complejos de una pretendida historia nacional. Una de
las riquezas adicionales del informe es que hace recomendaciones al Estado, al
magisterio y a la sociedad colombiana. Todas apuntan a unos cambios
sustanciales que no sucederán en poco tiempo.
En poco más de un centenar de páginas, el informe hace un examen
detenido de los siguientes aspectos: los propósitos centrales de la enseñanza
de la historia; los enfoques posibles en la enseñanza; las didácticas y las
formas de evaluación; las condiciones laborales del magisterio que enseña
historia; la formación de docentes. Mucho de esto implicará cambios cualitativos
en las carreras de historia de las universidades colombianas y, ojalá, provoque
la apertura de nuevas líneas de investigación que privilegien el ámbito
pedagógico.
De modo muy discreto ha sucedido otra cosa importante: vuelve la
enseñanza de la Historia en Colombia.
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