Era un joven que soñaba, soñaba mucho, todas las
noches soñaba. Todos los días hablaba de lo que soñaba cada noche, contaba sus
sueños como si hubiese vivido una gran aventura; recordaba sus sueños como
destellos, como imágenes sueltas y caóticas. Otras veces recordaba sus sueños
como largas y truculentas historias. Al comienzo, le gustaba relatar sus
sueños, le entusiasmaba especular sobre su significado, no perdía el asombro de
esas asociaciones extrañas que lograba hacer en sus sueños. Pero ese entusiasmo
lo perdió con el tiempo, además ya nadie quería escucharlo. Sus padres, sus
parientes cercanos y sus amigos comenzaron a creer que simplemente eran
fantasías, pura imaginación, porque no creían que alguien pudiese soñar tanto. El joven también comenzó a fatigarse, y lo que
al inicio le pareció deslumbrante luego se fue volviendo una mortificación.
Decidió, entonces, guardar silencio, ser discreto y recurrió a escribir
diariamente los recuerdos de sus sueños. En un par de años tenía un baúl
repleto de libretas con los relatos de sus sueños. Comenzó haciendo narraciones
minuciosas, detenidas en cada detalle que podía recordar; luego, aquella
actividad se le tornó agobiante y decidió escribir breves esbozos, casi
esquemas de sus sueños.
Mientras se dedicaba a ese ejercicio de escritura
cotidiano, comenzó a notar un cambio, casi imperceptible, en los sueños más
recientes; en el último año notaba, con desasosiego, que sus sueños ya no eran
acumulados caóticos de su vida diurna. Además, su vida diaria se había vuelto
monótona, sin grandes sobresaltos, puesto que su dedicación a recordar y
describir sus sueños le consumían buena parte de su tiempo; apenas si podía
cumplir mediocremente con sus estudios de ingeniería civil en la universidad.
De un tiempo para acá, sus sueños contenían elementos anticipatorios o
premonitorios; estaba soñando asuntos que luego sucedían con una enorme
semejanza. Primero fueron pequeñas sorpresas o contrariedades al saber que eso
que acababa de presenciar en la calle le evocaba alguno de sus sueños de alguna
noche anterior. Después, la repetición de aquella situación fue tan sistemática
que sintió miedo, miedo de dormir y soñar.
Compartió estos temores con una amiga de la
universidad que, al parecer, lo apreciaba mucho y que solía escucharlo con
atención. Ella mismo le sugirió un cambio en su rutina; lo invitó a una
excursión por una de las altas montañas de Colombia. Ella le decía que era
importante conocer, vivir la vida, tener experiencias, que no podía seguir
soñando vidas de otros, sucesos futuros sin vivir siquiera la vida en el
presente. La amiga universitaria le pregunto por su pasado, luego por su rutina
diaria durante los últimos años y encontró que el joven había vivido la mayor
parte de su vida entre la casa de sus padres y la universidad; de vez en cuando
había practicado algún deporte, nunca había salido del país a sus veinticinco
años y apenas si conocía un par de ciudades más de su propio país. “¿Cómo
puedes soñar tanto si has vivido tan poco?” Le pregunto la joven amiga y él no
pudo responderle, sólo atinó a darle razón a la reflexión que ella había
promovido. Finalmente, ella lo convenció de salir a caminar, tener un contacto
con la naturaleza y lo invito a una excursión que implicaba varios días de
caminata, acampar en sitios desconocidos, procurarse un poco de alimento, de
calor mientras se caminaba hacia la cima de la montaña.
La excursión fue preparada con otras dos parejas de jóvenes que ya habían tenido la experiencia de escalar montañas y de organizar caminatas por senderos de bosques. La amiga convenció al joven, además, de no llevar libretas de apuntes y le hizo prometer que no relatase sus sueños. Él aceptó con dificultad, porque estaba acostumbrado a hablar diariamente de sus sueños, y prometió guardar silencio.
(Sigue).
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