Según la experiencia de sus amigos, la excursión podía
tardar unas seis jornadas de caminatas diurnas. Cuatro jornadas para el ascenso
y dos para descender y retornar al punto de inicio. La primera jornada fue
exultante para el joven soñador. Estaba descubriendo las maravillas de un mundo
hasta entonces desconocido. La caminata fue lenta porque él se detenía con
frecuencia a admirar pequeñeces que para otros eran un suceso corriente y conocido.
Aun así, lograron cumplir el objetivo de llegar al punto deseado, descansaron,
tuvieron una cena ligera y durmieron plácidamente. Al otro día, nuestro joven
fue el primero en despertar, su ánimo era casi festivo, ansiaba iniciar la
jornada con las primeras luces del amanecer.
La segunda jornada fue más serena, el joven comprendía
que estaba iniciando un aprendizaje de la vida. Aunque seguía deteniéndose con
frecuencia a contemplar cualquier detalle que lo atraía, guardaba silencio y
seguía la marcha con mucha decisión. Además, su compañera de excursión se
volvió su confidente. Ambos comentaban cada hallazgo con entusiasmo; ella le
explicaba o le señalaba algo, él observaba y le preguntaba. Esa noche, luego
del descanso, ella y él buscaron un sitio que los separase discretamente de los
otros caminantes, durmieron juntos.
Al día siguiente, el joven y su amigo marcharon
adelante, guiando al grupo. Los demás habían comprendido que la noche anterior
se había sellado una relación estrecha entre aquella pareja. Ella y él
caminaban plácidos. Él se sentía seguro y protegido por ella que, con su
experiencia, le mostraba el camino. La tercera jornada fue la más rápida,
acompañada por un día luminoso que les permitió contemplar el valle que se prolongaba
inmenso a sus pies. Estaban muy cerca de la cima que estaba sobre los tres mil
metros del nivel del mar. Se aprestaron a descansar y a preparar la última
jornada.
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