Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 23 de agosto de 2019

El profesor universitario (3)

Dos aspectos, como mínimo, parecen distinguir a profesoras y profesores universitarios. Gozan de la libertad de cátedra y son individuos públicos. Aunque aquello de gozar una libertad resulte relativo, se trata de la posibilidad, bien o mal aprovechada, de ejercer la opinión propia, de disponer del criterio para decidir qué enseñar y cómo, qué decir y cómo. Es una soberanía que puede o no ejercerse, depende de la índole individual o colectiva de grupos humanos formados para gozar o no de esa libertad. En cuanto a su condición de personas públicas, se trata de un compromiso, de una advertencia que es bueno enfatizarla en estos tiempos en que tantas cosas que antes eran privadas, y hasta íntimas, se han vuelto públicas o, mejor, expuestas a públicos más o menos amplios. El profesor universitario es público porque es un agente cultural y todo lo que es cultura es actividad pública y por serlo se vuelve documento, deja huella, trasciende. Nada de lo que haga, diga o escriba un profesor queda sin evidencia y sin trascendencia.
Enseñar, por ejemplo, es una acción evidentemente pública; enseñar es mostrar, señalar, indicar, según la etimología. Cualquier profesor, en principio, hace eso: indicar, dar orientaciones, señalarles a los demás los caminos posibles. Ese acto continuo de enseñar se va envolviendo en una autoridad obtenida y conferida principalmente por la experiencia acumulada. De un modo muy explícito, el profesor enseña en ese ritual repetitivo de la sesión en un aula, pero esa acción se multiplica, se expande en varios entornos. En el libro, en la práctica de laboratorio, en la conferencia, en la salida de campo, en la asesoría de tesis. En muchas formas, en muchas partes, de modo deliberado y hasta involuntario, el profesor enseña.
La condición pública de cualquier profesor universitario es, por tanto, enorme compromiso. Significa que le ha sido otorgada o delegada una gran confianza y que a esa confianza debe responder a diario; significa, también, que es un ser culturalmente activo. No hablemos tanto en términos de lo productivo que pueda ser según las mediciones que nos abruman por diversos flancos; es productivo porque es un agente que produce cotidianamente enunciados, así sea en los registros especializados de ciertas zonas de saber. Puede ser que muchos de sus enunciados sean reproducciones, repeticiones, cosas muchas veces dichas por otros y por él (o por ella). Aun así, esos enunciados se actualizan en cada uso y producen nuevos efectos en los destinatarios.
Libertad, autoridad y compromiso se vuelven, entonces, términos contiguos de definición de un agente cultural mal valorado; mal valorado por otros y por ese mismo agente. Aparentemente enclaustrado en las burbujas de las especialidades, su impacto puede tener más trascendencia de la que superficialmente alcanzamos a percibir. Ese impacto está institucionalmente mal establecido, mal organizado. En cada sociedad, con su peculiar historia, el lugar de las profesoras y los profesores universitarios va adecuándose, va definiéndose. En la nuestra, ese lugar no lo hemos precisado del todo. 

Pintado en la Pared No. 201

domingo, 4 de agosto de 2019

El profesor universitario (2)

Sí, la subordinación del profesor universitario tiene matices; es cierto que su situación no es cómoda en universidades privadas confesionales ni en aquellas que imponen rutinas de trabajo que obligan la presencia permanente en salones de clase y oficinas. En las universidades privadas, el profesor universitario tiene que contribuir a garantizar ingresos por la ventanilla de tesorería; en la universidad pública, la vigilancia sobre el profesor es menos burda pero también hay exigencias basadas en criterios empresariales: número de cursos bajo su responsabilidad, número de estudiantes en esos cursos, número de horas dedicadas a impartir las clases, número de horas dedicadas a la investigación, en fin. El profesor universitario está sometido a estas formas de control, es verdad; pero tiene aún un margen de maniobra que, bien entendido, es una de sus riquezas que no puede despreciar.

El profesor universitario defiende (o debería defender) poder tener tiempo para investigar, leer, pensar y escribir; tiempo presencial difícil de medir en su uso y sus resultados, pero tiempo que hace parte de su libre iniciativa en su auto-formación y en el ejercicio de un tesoro preciado: la libertad de cátedra. En medio de las exigencias cuantitativas de nuestras universidades, el profesor universitario puede y debe dedicarse a la formación en determinadas dimensiones del conocimiento. Utiliza parte de su salario en la adquisición de libros; se asocia con colegas de otros lugares con quienes forma comunidades de conocimiento que discuten y comparten experiencias en eventos de distinto nivel; investiga y busca publicar avances de sus investigaciones. Aquí estamos ante una esfera de ocupaciones poco tangible en la contabilidad de la burocracia que administra las universidades, pero es un aspecto de la existencia que ayuda a consolidar al profesor universitario y que, por consecuencia, le agrega capital simbólico a la institución que pertenece.

Aunque esos logros suelen ser fácilmente atribuibles a nombres propios, no son fácilmente retribuidos. Unas universidades aprecian más o menos que otras lo que logran los profesores universitarios en su trayectoria académica. Sin embargo, es un aura de prestigio (o de desprestigio) que puede construirse en el buen aprovechamiento de ese tiempo que no es visible ni cuantificable en las horas presenciales en oficinas y salones de las universidades. Mucho de eso sucede en el laboratorio, en la práctica externa, en la lectura y escritura en el cuarto de estudio de la casa, en los premios que otorgan ciertas organizaciones. Visto así, el profesor universitario extiende su actividad pública en muchas dimensiones que, incluso él mismo (o ella misma), no sabe determinar.

Y quizás de este modo lleguemos a otro rasgo que define al profesor universitario. Los profesores universitarios somos, en general, seres públicos; individuos cuyas acciones cotidianas -dentro, cerca o lejos de las aulas- tienen una repercusión pública. Nuestros auditorios no tienen la dimensión multitudinaria de las actividades que realizan otros individuos, pero aun en los restringidos públicos de la vida universitaria, el profesor universitario es un ser expuesto de modo cotidiano al intercambio con estudiantes, colegas, directivos, lectores, periodistas, líderes sociales. Esa condición pública del oficio de profesor universitario no es muy bien comprendida por nosotros mismos; es una condición descuidada que merece un examen.

Pero, bien, al menos saquemos dos cosas en limpio de esta reflexión: el profesor universitario es aquel individuo capacitado y dispuesto a practicar la libertad de cátedra cuyos beneficios de tal práctica pueden contribuir al prestigio de las instituciones a las que pertenece; y es, además, un individuo cuyas actividades cotidianas tienen impacto público, así sea en ámbitos de apariencia muy limitada.

Pintado en la Pared No. 200      

miércoles, 10 de julio de 2019

El profesor universitario (1)



Creo que en Colombia no nos hemos preguntado, y menos dado respuesta, acerca de quién es el profesor universitario o, mejor, qué es un profesor universitario en términos sociológicos e históricos (y no excluyo de esta denominación general a las profesoras universitarias, al contrario). Quizás porque sea una profesión relativamente novedosa, quizás porque se considere, en un país tan desigual en oportunidades de ascenso económico y social, como una profesión privilegiada. Puede servir de adelanto a cualquier definición que quienes profesamos el oficio hablamos poco, muy poco, acerca de nuestra propia condición. Es decir, sabemos poco o deseamos saber poco de nosotros mismos. Esa ausencia de reflexión en el ámbito específico del profesor universitario es correspondiente con la ausencia de una reflexión mucho más amplia acerca de qué es un intelectual. Pero podemos apurarnos a decir que el mote intelectual es un término que parece no encajar del todo en la figura precisa del profesor universitario. Muchos de nosotros, creo, preferimos denominaciones menos pretenciosas y neutras: la de académicos o, muy simple, la de profesores. Alguien, muy exótico, preferirá que se hable de doctores o maestros, pero esas no son palabras de circulación común en nuestras conversaciones cotidianas.

La timidez vergonzante puede ser el rasgo que más salte a la vista. El poco deseo de exhibirse, de mostrarse. En una crisis financiera de una universidad pública, hace más de veinte años, unos colegas quisieron enseñarnos a sentirnos avergonzados de nuestra condición privilegiada. Esa crisis mostró que, al menos en el ámbito de las universidades públicas, el profesor universitario es una figura que tiende a sentir vergüenza por su condición, quizás porque cree que no ha hecho los merecimientos para establecerse en una institución. Ese cuestionamiento lo ha vuelto, parece, un individuo que siente que su oficio contiene atributos de muy difícil ostentación.

Asoma, entonces, una posible primera distinción importante, el profesor de universidades públicas puede ser diferente de aquel de universidades privadas. El de las universidades públicas tiene unos deberes y derechos que no son los mismos de aquel que trabaja en las universidades privadas. El primero tiene sobre sí las implicaciones de un funcionario público, el otro no. El uno le responde al Estado o, por lo menos, tiene una relación más directa con la agenda estatal. El otro le responde principalmente a su empleador que puede ser un grupo de empresarios, una comunidad religiosa, una familia propietaria de una institución universitaria. Pero, a pesar de esas diferencias, hay algo en común; en ambos casos se trata de un funcionario subordinado. Subordinación ante el Estado, ante el empleador (una familia, un grupo de empresarios, una comunidad religiosa); y también subordinación ante los estudiantes. Esto último es más o menos común en ambos tipos de universidades. En las universidades privadas, los estudiantes pagan matrículas suficientemente altas como para dejarlos ir, como para dejar perder ingresos en tesorería. En las universidades públicas, los estudiantes imponen los ritmos del calendario académico y el reglamento estudiantil, el menos vulnerado de todos, tiene prioridad sobre el estatuto profesoral.

Una primera aproximación nos dice, entonces, que el profesor universitario es un funcionario académico subordinado, está expuesto a las condiciones que impongan sus empleadores y rinde cuentas ante fragmentos de la sociedad representados, principalmente, por los estudiantes. Subordinación cuyos matices trataremos luego.

Pintado en la Pared No. 199.

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