Creo que en Colombia no nos hemos preguntado, y
menos dado respuesta, acerca de quién es el profesor universitario o, mejor,
qué es un profesor universitario en términos sociológicos e históricos (y no excluyo de esta denominación general a las profesoras universitarias, al contrario). Quizás
porque sea una profesión relativamente novedosa, quizás porque se considere, en
un país tan desigual en oportunidades de ascenso económico y social, como una
profesión privilegiada. Puede servir de adelanto a cualquier definición que
quienes profesamos el oficio hablamos poco, muy poco, acerca de nuestra propia
condición. Es decir, sabemos poco o deseamos saber poco de nosotros mismos. Esa ausencia de reflexión
en el ámbito específico del profesor universitario es correspondiente con la
ausencia de una reflexión mucho más amplia acerca de qué es un intelectual.
Pero podemos apurarnos a decir que el mote intelectual es un término que
parece no encajar del todo en la figura precisa del profesor universitario.
Muchos de nosotros, creo, preferimos denominaciones menos pretenciosas y
neutras: la de académicos o, muy
simple, la de profesores. Alguien,
muy exótico, preferirá que se hable de doctores
o maestros, pero esas no son palabras
de circulación común en nuestras conversaciones cotidianas.
La timidez vergonzante puede ser el rasgo que
más salte a la vista. El poco deseo de exhibirse, de mostrarse. En una crisis
financiera de una universidad pública, hace más de veinte años, unos colegas
quisieron enseñarnos a sentirnos avergonzados de nuestra condición
privilegiada. Esa crisis mostró que, al menos en el ámbito de las universidades
públicas, el profesor universitario es una figura que tiende a sentir vergüenza
por su condición, quizás porque cree que no ha hecho los merecimientos para
establecerse en una institución. Ese cuestionamiento lo ha vuelto, parece, un
individuo que siente que su oficio contiene atributos de muy difícil ostentación.
Asoma, entonces, una posible primera distinción
importante, el profesor de universidades públicas puede ser diferente de aquel
de universidades privadas. El de las universidades públicas tiene unos deberes
y derechos que no son los mismos de aquel que trabaja en las universidades
privadas. El primero tiene sobre sí las implicaciones de un funcionario
público, el otro no. El uno le responde al Estado o, por lo menos, tiene una
relación más directa con la agenda estatal. El otro le responde principalmente
a su empleador que puede ser un grupo de empresarios, una comunidad religiosa,
una familia propietaria de una institución universitaria. Pero, a pesar de esas
diferencias, hay algo en común; en ambos casos se trata de un funcionario
subordinado. Subordinación ante el Estado, ante el empleador (una familia, un
grupo de empresarios, una comunidad religiosa); y también subordinación ante
los estudiantes. Esto último es más o menos común en ambos tipos de
universidades. En las universidades privadas, los estudiantes pagan matrículas
suficientemente altas como para dejarlos ir, como para dejar perder ingresos en
tesorería. En las universidades públicas, los estudiantes imponen los ritmos
del calendario académico y el reglamento estudiantil, el menos vulnerado de
todos, tiene prioridad sobre el estatuto profesoral.
Una primera aproximación nos dice, entonces, que el profesor universitario es un funcionario académico subordinado, está expuesto a las condiciones que impongan sus empleadores y rinde cuentas ante fragmentos de la sociedad representados, principalmente, por los estudiantes. Subordinación cuyos matices trataremos luego.
Una primera aproximación nos dice, entonces, que el profesor universitario es un funcionario académico subordinado, está expuesto a las condiciones que impongan sus empleadores y rinde cuentas ante fragmentos de la sociedad representados, principalmente, por los estudiantes. Subordinación cuyos matices trataremos luego.
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