Autor: Gilberto LOAIZA CANO
Profesor titular Universidad del Valle
Introducción
A partir de 1808 hubo cambios ostensibles en la producción y circulación de periódicos en Hispanoamérica. Los prospectos de los periódicos de entonces y la legislación sobre libertad de imprenta, entre 1808 y 1815, testimonian una intensa mutación entre el personal letrado que admitía la importancia persuasiva, didáctica, de la prensa. Cualquier cronología básica sobre la historia de la opinión pública debe otorgarle a estos años la importancia de una primera etapa que les demuestra a los políticos letrados que el taller de imprenta, que las libertades en el ejercicio de la opinión, que la difusión escrita de impresos publicados con alguna regularidad, eran indispensables en los balbuceos de la formación de un sistema republicano.
Ciertas circunstancias empujaron a las élites hispanoamericanas a recurrir de manera cada vez más sistemática al uso de publicaciones regulares que sirvieran para hacer circular sus opiniones, sus prácticas legislativas en representación del “pueblo”. La circunstancia más evidente fue la incertidumbre política que obligó a aquellos individuos a competir en la exposición de variantes doctrinales para legitimar un viejo o un nuevo orden. Otro factor fue la tradición deliberante y crítica que, en el caso de la élite criolla, podría encontrar despliegue erigiéndose como tribunal supremo de la opinión. Para el personal criollo de aquellos años no eran nada extraños los efectos didácticos y persuasores del periodismo; tampoco ignoraban, ni mucho menos, un arsenal retórico aprendido dentro y fuera de los protocolos de la educación durante la segunda mitad del siglo XVIII y que les sirvió para expresar sus opiniones y para legitimarse como un grupo selecto de individuos que sabían ejercer con regularidad el uso de la razón. Hubo una matriz cultural que les permitió a los hombres letrados de la época, principalmente sacerdotes católicos y abogados, acudir a un repertorio de estrategias discursivas exhibidas con alguna destreza, en ciertos casos con excepcional lucidez. Eso les sirvió para debatir entre iguales, para cuestionar antiguas autoridades e instituciones y, quizás lo más importante, para asentarse como miembros de una república de las letras que hallaron en la opinión pública política un medio muy eficaz de legitimación.
Se trataba, sin duda, de una revolución letrada nada despreciable. Era, por lo menos, la afirmación del poder de la escritura y de quienes detentaban con holgura la capacidad de leer y escribir. Situarse y afirmarse política y culturalmente como la élite destinada a asumir el control de una etapa todavía incierta y aparentemente caótica fue una de las tareas más apremiantes, expuestas con franqueza en los primeros periódicos de entonces. Parte sustancial de esa revolución fue el hecho de recurrir a un medio de comunicación de las ideas que implicaba una evolución tecnológica importante y una noción de público mucho más amplia a la que habría predominado en los dos siglos precedentes. Aunque en Europa, desde inicios del siglo XVIII, ya se habían percibido las implicaciones de hacer circular periódicos que sostenían una conversación casi imaginaria con un público en su mayoría físicamente ausente, lejano, en Hispanoamérica y más estrictamente en la Nueva Granada, mientras tanto, la experiencia de hacer circular periódicos “por todo el reino” era todavía incipiente.[1] De modo que para las élites criollas multiplicar los impresos era un reto novedoso cuyas consecuencias eran difíciles de pronosticar; esa ampliación del auditorio, del público, hace parte de los cambios importantes que se concentraron en aquella coyuntura.
La libertad de imprenta tiene sus raíces históricas en la necesidad individual y colectiva de adquirir el derecho a conocer lo que había sido por mucho tiempo los actos secretos del Estado. En Hispanoamérica, corresponde a la necesidad de darle solución a una encrucijada histórica, de darle publicidad a los actos de gobiernos improvisados que intentaban obtener rápidamente un consenso favorable mediante el recurso de la publicidad. Los primeros periódicos fueron, principalmente, ministeriales, órganos de difusión de las actividades de quienes habían sido delegados por la soberanía del pueblo para cumplir con inéditas tareas de representación política. Los representantes del pueblo necesitaban instruir, persuadir o disuadir permanentemente al pueblo y el instrumento más rápido y eficaz era, entonces, el periódico. De manera que el nacimiento de periódicos, a partir de 1808, estuvo signado por la necesidad de darle sustento a un incipiente sistema de representación política. Los mismos periódicos eran una pieza en el engranaje representativo; quienes dirigían y redactaban los periódicos no sólo actuaban como voceros o intermediarios de una junta suprema que era su principal protectora política y financiera, sino que ellos mismos se consideraban como un grupo de literatos o filósofos o sabios que estaban cumpliendo unas tareas apremiantes; veamos, por ejemplo, los propósitos expuestos en el prospecto del Diario político de Santafe de Bogotá, el 27 de agosto de 1810: “Difundir las luces, instruir a los pueblos, señalar los peligros que nos amenazan y el camino para evitarlos, fijar la opinión, reunir las voluntades y afianzar la libertad y la independencia sólo puede conseguirse por medio de la imprenta”.[2] La designación de miembros de las juntas supremas y la redacción de las primeras constituciones políticas, entre 1810 y 1815, siempre en nombre del pueblo, fueron eventos que no podían aislarse de la aparición de un periódico encargado de contribuir a cierto consenso y sosiego público necesarios para la actuación del cuerpo político.
El periódico, por tanto, estaba vinculado a la búsqueda inmediata de una especie de consenso patriótico, debía evitar cualquier fisura en una situación nueva e incierta para la sociedad; ese propósito lo condensaba aquello de “fijar la opinión” o de “reunir las voluntades”. La imprenta y el periódico exhibían unos atributos indispensables para aquella situación nueva y apremiante; los redactores eran conscientes de que “la circulación rápida de los papeles públicos, la brevedad de los discursos”, entre otros atributos, hacían de los periódicos un instrumento muy apropiado para afianzar el reconocimiento público de la actividad de los representantes del pueblo. Esa misión que se auto-confirieron era el reconocimiento, no tan implícito, del inicio de una etapa incierta de disputas por la legitimidad política; en torno al proceso político que se iniciaba no había opiniones unánimes ni voluntades acordes, al contrario. Pero los redactores del periódico hicieron precisiones todavía más categóricas y significativas en la definición de la importancia y, aún más, de la exclusividad autorizada del periódico. El Diario político de Santafe de Bogotá había nacido, sin duda, para contribuir a dotar de legitimidad al personal político reunido -por delegación del pueblo, según la insistencia del periódico- para redactar una constitución política. También en el prospecto se atrevieron a hacer una prescripción que después veremos extendida en la mayoría de constituciones políticas que se escribieron en Hispanoamérica en el lapso de 1811 a 1815. Para los responsables del periódico, la opinión que se expandía por medio de la imprenta era la única válida; solamente “los papeles públicos…pueden inspirar la unión, calmar los espíritus y tranquilizar las tempestades. Cualquier otro medio es insuficiente, lento y sospechoso”.[3]
En el relato que fue fabricando el Diario político de Santafe de Bogotá, desde su primer número del 27 de agosto de 1810 hasta el último del 1º de febrero de 1811, la reunión espontánea de las gentes en las calles, en la plaza, todo eso provocaba inquietud. La opinión vertida en el periódico o plasmada en leyes mediante la actuación sosegada de representantes elegidos por el pueblo era la única aceptable; lo demás podía incitar a la disgregación de una unidad indispensable. Entre el buen uso de razón de quienes conformaban la Junta Suprema y las peticiones populares aparecía a veces un abismo que lo admitían los redactores del periódico: “No todas las peticiones del pueblo eran justas. Muchas respiraban sangre y dureza. La Junta Suprema concedía unas, olvidaba otras, otras en fin negaba con persuasiones”. Y, enseguida, comunicaban la inquietud provocada por las reuniones de gentes del pueblo: “Ya muchos ciudadanos ilustrados preveían las consecuencias a que darían origen las reuniones frecuentes de un pueblo numeroso y embriagado con la libertad”.[4] En fin, el periódico y el personal político que hablaba por su intermedio prefirieron exaltar los beneficios del uso de la imprenta y, en contraste, reprobaron por inquietantes o supuestamente perturbadoras las prácticas asociativas o la simple presencia multitudinaria de las gentes.
La libertad de imprenta
y el aporte de Jeremy Bentham
Para el personal político hispanoamericano que adquirió preeminencia entre 1810 y 1815, la libertad de imprenta fue una necesidad política apremiante. Es decir, la comunicación regular con un público vasto mediante impresos fue una exigencia en un momento de afanosa búsqueda de legitimidad política y en que comenzaba a discutirse cuál era el tipo de gobierno más conveniente ante el impasse histórico de un rey cautivo. Para ello era necesario elaborar una legislación adecuada a las circunstancias de tiempo y de lugar o, para decirlo mejor, que respondiera a los intereses particulares en la nueva repartición del poder político que tuvo lugar en aquella coyuntura. Por los énfasis de las constituciones que se proclamaron en esos años, por las reflexiones que aparecieron con frecuencia en los periódicos, podríamos suponer que las élites hispanoamericanas buscaban hallar un punto de equilibrio entre la necesidad de recurrir a la libertad de imprenta y evitar cualquier abuso en el disfrute de esa libertad. En consecuencia, sabían que el uso sistemático de la imprenta traía enormes beneficios para la comunicación de la opinión política, pero igual sabían que las virtudes de la imprenta y de los periódicos, por ejemplo la rapidez y la brevedad, podían convertirse en elementos perturbadores de un orden deseado. En suma, era una libertad que debía ser otorgada y, a la vez, controlada.
Ahora bien, es necesario hacer una precisión. Los periódicos y los textos constitucionales se refirieron mayoritariamente a la libertad de imprenta como una libertad general acerca de la publicación de impresos, entre ellos principalmente los periódicos y los libros. La imprenta era tan sólo un medio, el más eficaz como hecho tecnológico, por el cual los individuos podían difundir sus pensamientos, sus opiniones políticas, sus inventos científicos. Es decir, podía haber otros medios de difusión que no solían ser detallados en los enunciados constitucionales. Al referirse de manera genérica a la libertad de imprenta, entendemos que los redactores de las normas estaban hablando, también de forma genérica, de la libertad de opinión, de expresión de esa opinión, que podía ser acelerada o expandida por un elemento tecnológico –la imprenta- cuya eficacia apenas empezaba a percibirse en el caso hispanoamericano.
La aclimatación y las primeras aplicaciones de una legislación novedosa, contradictoria y vacilante sobre la libertad de imprenta tuvo lugar entre 1808 y 1812. Asegurar una libertad en la órbita de una tradición ilustrada, según los antecedentes de los derechos universales proclamados por la Revolución francesa, tenía que compaginar con las prevenciones y los castigos a los posibles abusos. Si se compara, el decreto casi inaugural del 10 de noviembre de 1810, emanado de las Cortes de Cádiz, es mucho más afirmativo que los artículos al respecto producidos por la mayor parte de las constituciones escritas en la América española hasta 1815. En el decreto se declara categóricamente el fin de la censura previa: “Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquier condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anteriores a la publicación...”[5]. Mientras tanto, las constituciones americanas de la misma época prefirieron escribir artículos que concedían la nueva libertad y, de inmediato, hacían advertencias sobre las responsabilidades de los autores de impresos. Veamos algunos ejemplos de artículos elaborados en constituciones redactadas en lugares y tiempos diferentes, aunque cercanos, con variantes ostensibles en la escritura, unos más profusos que otros:
Cuadro comparativo de primeros artículos constitucionales sobre
libertad de imprenta en Hispanoamérica.
Fuentes: Biblioteca virtual Cervantes; Fondo José Manuel Restrepo, Biblioteca Central de la Universidad del Valle-Colombia; Diego Uribe Vargas, Las Constituciones de Colombia, vols. I y II, Bogotá, Ediciones Cultura Hispánica, 1985.
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Constitución de Cundinamarca
(30 de marzo de 1811 y promulgada el 4 de abril de 1811)
Art. 16. El Gobierno garantiza a todos sus ciudadanos los sagrados derechos de la Religión, propiedad y libertad individual, y la de la imprenta, siendo los autores los únicos responsables de sus producciones y no los impresores, siempre que se cubran con el manuscrito del autor bajo la firma de este, y pongan en la obra el nombre del impresor, el lugar y el ano de la impresión; exceptuándose de estas reglas generales los escritos obscenos y los que ofendan al dogma, los cuales, con todo eso y aunque parezcan tener estas notas, no se podrán recoger, ni condenar, sin que sea oído el autor. La libertad de la imprenta no se extiende a la edición de los libros sagrados, cuya impresión no podrá hacerse sino conforme a lo que dispone el Tridentino.
Constitución del Estado de Antioquia (21 de marzo de 1812)
Art. 3º. La libertad de la imprenta es el más firme apoyo de un gobierno sabio y liberal; así todo ciudadano puede examinar los procedimientos de cualquiera ramo de gobierno, o la conducta de todo empleado público, y escribir, hablar, e imprimir libremente cuanto quiera; debiendo sí responder del abuso que haga de esta libertad en los casos determinados por la ley.
Constitución federal para los Estados de Venezuela, Caracas, 1811
Artículo 181.- Será libre el derecho de manifestar los pensamientos por medio de la imprenta; pero cualquiera que lo ejerza se hará responsable a las leyes, si ataca y perturba con sus opiniones la tranquilidad pública, el dogma, la moral cristiana, la propiedad y estimación de algún ciudadano.
Constitución de Apatzingán, México, 1814.
Artículo 40.- En consecuencia, la libertad de hablar, de discurrir, y de manifestar sus opiniones por medio de la imprenta, no debe prohibirse a ningún ciudadano, a menos que en sus producciones ataque al dogma, turbe la tranquilidad pública, u ofenda el honor de los ciudadanos.
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Admitamos que el sólo de hecho de proclamar una libertad que antes no se tenía constituyó un paso hacia la modernidad política y cultural, pero también consideremos que se anunciaba un nuevo espacio público todavía restringido y temeroso. El uso de la libertad de imprenta no podía perturbar ni “la tranquilidad pública”, ni “el dogma”, ni “la moral cristiana”, ni “la propiedad”, ni “la estimación”, ni el “honor” de los ciudadanos. Tanto la reglamentación gaditana como las constituciones elaboradas en las provincias americanas parecen partir de una matriz. Al parecer, el liberalismo español y la dirigencia criolla en América bebieron de la fuente común proporcionada por algunos escritos de Jeremías Bentham (1748-1832), transmitidos y comentados por José María Blanco White (1775-1841) en su periódico El Español, redactado en Londres. Si se revisa la Gaceta de Caracas (abril de 1811), el Semanario ministerial de Santafe de Bogota (julio de 1811) y aun La Bagatela, redactada por Antonio Nariño (diciembre de 1811), será fácil constatar una amplificación de unos primigenios escritos de Bentham sobre la libertad de imprenta en momentos de discusión y debate en la elaboración de las primeras constituciones políticas en Venezuela y Nueva Granada.
Existe una historiografía que durante varios decenios nos ha ilustrado sobre el influjo ejercido por Bentham en las primeras generaciones de políticos republicanos en Hispanoamérica. Intercambios epistolares y legislaciones lo testimonian; pero hay equívocos y excesos en la valoración. No se ha ponderado bien la influencia temprana, es decir, aquella anterior al inicio de la década de 1820. Digamos que desde 1978 la historiografía inglesa admite que hacia 1810, sino antes, hubo una relación entre Francisco Miranda (1750-1816) y el legislador británico que luego se extendió al publicista español residente entonces en Londres, José Maria Blanco White (1775-1841).[6] Pero el examen matizado de ese encuentro y de la supuesta influencia de Bentham son más recientes. Es cierto, Miranda y Blanco White fueron el puente de transmisión de unos escritos de Bentham sobre la libertad de imprenta que pudieron servir de sustento a los liberales españoles y a la dirigencia criolla, especialmente en Venezuela y Nueva Granada, para redactar las primeras constituciones. Sin embargo, ni la anécdota cierta de la relación temprana con el jurista inglés ni la difusión de sus manuscritos bastan para dar respuesta certera sobre el grado de su influencia. ¿Por qué? Una cosa creía Bentham acerca de la libertad de imprenta, otra cosa necesitaban los legisladores en Hispanoamérica. Bentham, como otros intelectuales británicos, veía entonces con enorme simpatía los sucesos del otro lado del Atlántico; el paso a un régimen de libertades individuales le parecía el más auspicioso. De otra parte, el momento ideológico del jurista inglés era muy particular; se dice que su amistad con James Mill (1773-1826), hacia 1809, había influido fuertemente en su inclinación filosófica radical que le hizo exaltar una democracia liberal en que la libertad de opinión ocupaba un lugar privilegiado.[7]
Un examen, todavía superficial, de las tesis de Bentham y lo plasmado en las constituciones redactadas en Hispanoamérica entre 1810 y 1815, permitiría pensar que “el sabio Bentham” –como ya lo denominaban- no fue seguido al pie de la letra. En principio, los constituyentes criollos pudieron haber compartido las premisas de “asegurar la libertad de imprenta” e “impedir los inconvenientes que esta libertad puede producir”;[8] también pudieron haber compartido la importancia concedida a la libertad de imprenta como medio de vigilancia de las conductas de los funcionarios públicos. Pero quizás no compartieron el optimismo del pensador inglés en lo concerniente a la confianza que podía depositarse en el pueblo y en la importancia concedida al número, a la mayoría, como fundamento de la discusión pública. La distancia entre los manuscritos del jurista inglés y una realidad que provocaba aprensiones, debieron inclinar a los legisladores hacia una libertad concedida con ambigüedades y temores. Lo cierto es que los artículos sobre libertad de prensa narran, a su manera, tempranas pugnas entre facciones políticas, dificultades para lograr consensos políticos, la necesidad de consolidar a un personal político consagrado a las tareas de representación. La libertad de imprenta tenía que emplearse para “fijar la opinión”, para garantizar consensos, para lograr algún nivel de unanimidad y de adhesión en torno a gobiernos incipientes. Además, el manuscrito de Bentham nada dice ante un elemento de ostensible interés para los políticos hispanoamericanos, como lo era la relación con la Iglesia católica. La preocupación por el respeto al dogma católico estaba ausente en su opúsculo, mientras que para las élites criollas y para los liberales españoles era una preocupación inmediata. Los nuevos Estados, según las primeras constituciones políticas, debían ser Estados confesionales, protectores de una religión en particular.
Vigilar, controlar la nueva libertad implicaba en la sociedad hispanoamericana impedir que prosperaran acciones que contrariaran el sistema representativo que intentaba erigirse. Cualquier conducta, individual o colectiva, por fuera de ese sistema era un atentado a “la tranquilidad pública”, un cuestionamiento al necesario consenso. Por eso, ante tantas precauciones que rodeaban la puesta en marcha de la libertad de imprenta, vale la pena indagar si su aplicación fue armoniosa y diáfana o si estuvo plagada de incoherencias, de vacilaciones e, incluso, de atropellos a la libertad misma que se acababa de proclamar.
Libertades y restricciones
Entre 1810 y 1815, a pesar del fracaso de la tentativa de formación de gobiernos republicanos, tuvo lugar en lo que hasta entonces había sido el Nuevo Reino de Granada la consagración pública del individuo letrado. En ese lapso se hizo evidente que el personal letrado iba a consolidarse como el principal emisor y consumidor de opinión, que se iba a erigir en ciudadano activo, en detentador de la representación del pueblo, en empleado público y, en fin, que su condición letrada iba a ser la premisa del reconocimiento como agente político. Las constituciones de esa época fueron casi obsesivas en su redacción al otorgarle a ese grupo de individuos una gama de funciones, derechos y deberes. Dicho de otro modo, el hombre de letras logró en aquella coyuntura un papel protagónico que le permitió fabricar a su manera el espacio público para su actuación.
El “pueblo” –categoría cuya sustancia no podemos dilucidar del todo aquí- había delegado la soberanía en sus “representantes”, esos representantes se dedicaron a redactar constituciones que, desde el preámbulo y a lo largo de sus articulados, construyeron una institucionalidad fundada en el mecanismo legitimador de la representación. La pieza central de ese mecanismo fue el sistema electoral que en muchas de esas constituciones fue reglamentado con minuciosidad. Para participar como sufragante o elector, se necesitaba reunir requisitos superiores al de ser ciudadano. Aunque el sistema electoral de estas primeras constituciones ha merecido y merece estudio aparte, nos interesa destacar al menos lo siguiente: primero, el camino electoral fue expuesto como el único válido en el reconocimiento de la representación política o, mejor, el representante del pueblo era el fruto de un proceso electoral que era, a la vez, un proceso selectivo de una capa ilustrada y pudiente de ciudadanos. Por ejemplo, la Constitución de Cartagena de 1812 exigía, como otras, las siguientes cualidades para ejercer el derecho a elegir:
Las cualidades necesarias para tener en ejercicio este derecho son: la de hombre libre, vecino, padre o cabeza de familia, o que tenga casa poblada y viva de sus rentas o trabajo, sin dependencia de otro; y serán excluidos los esclavos, los asalariados, los vagos, los que tengan causa criminal pendiente, o que hayan incurrido en pena, delito o caso de infamia, los que en su razón padecen defecto contrario al discernimiento, y, finalmente, aquellos de quienes conste haber vendido o comprado votos en las elecciones presentes o pasadas[9].
En segundo lugar, y en conexión con esa reglamentación electoral, algunas cartas constitucionales adelantaron precisiones en torno al tipo de individuos que podían ocupar cargos en cualquiera de los tres poderes; para ser presidente de un estado o una provincia se exigió principalmente que fuese magistrado o juez letrado. La Constitución de Cartagena de 1812 y la de Cundinamarca del mismo año determinaron que para ser miembro del Poder Ejecutivo era necesaria “la instrucción en materias de política y gobierno.”[10] Esta consagración pública del hombre letrado como hombre político estuvo basada, entonces, en la elaboración de un sistema electoral altamente selectivo que determinó, en buena medida, la índole futura del personal profesional de la política. La simple redacción de constituciones fue, visto así, un ejercicio neto de poder, de definición de un cuerpo político, aunque en la realidad su funcionamiento estuviese sometido a las tensiones y la incertidumbre.
Esas constituciones estuvieron precedidas y acompañadas, en verdad, por tensiones de diversa índole. Las élites criollas en la América española temieron los desbordamientos populares y socio-raciales que habían dado señales de profundos descontentos durante la administración colonial; los sucesos de Haití o la rebelión comunera de 1781 no podían despreciarse. Entre la misma élite criolla no había unanimidad acerca del diagnóstico y del horizonte que podía diseñarse en lo que había sido hasta entonces unidades administrativas de la Corona española. Relaciones familiares, de amistad, de vecindad; intereses comerciales, viejas disputas entre parroquias, resistencias al cambio en nombre de la tradición, ambiciones geoestratégicas según las mutaciones en la repartición del mundo; todo eso, y otras cosas más, estuvieron en lisa en la intensa coyuntura que va de 1808 a 1814 en los antiguos dominios españoles en América. En la intensidad e importancia de ese momento de tránsito no es necesario insistir porque la historiografía universitaria ha dicho cosas contundentes sobre el asunto. Pero lo que interesa aquí es recalcar la existencia de ese clima de tensiones para entender el ánimo con que se legisló y se obró en materia de nuevas libertades individuales, cómo se exhibió un tímido liberalismo en la enunciación y aplicación de, por ejemplo, la libertad de imprenta y la libertad de asociación.
Las primeras legislaciones sobre la libertad de imprenta fueron contradictorias; mezclaron el otorgamiento entusiasta de la nueva libertad con un listado de restricciones. Ya decíamos que la libertad de imprenta estuvo inscrita en la libertad de opinión; al ciudadano se le otorgó el derecho de manifestar sus opiniones por medio de la imprenta “o de otro cualquier modo”. En algunas constituciones, como la de la provincia de Mariquita, se pretendió conferirle a la libertad de opinión la capacidad de intervención, de examen y vigilancia sobre la representación política y los funcionarios del gobierno, algo que había sido materia de discusión en Francia en los años inmediatamente posteriores de su revolución:
La libertad de imprenta es esencialmente necesaria para sostener la libertad del Estado. Por medio de ella puede todo ciudadano examinar los procedimientos del Gobierno en cualquier ramo, la conducta de los funcionarios del pueblo como tales, y hablar, escribir, reimprimir libremente lo que guste, exceptuándose los escritos obscenos y los que ofendan al dogma, quedando responsable del abuso que haga de esta libertad en los casos fijados por la ley.[11]
La Constitución del Estado de Antioquia de 1812 es más generosa en contradicciones y nos permite sospechar un ambiente político repleto de tensiones, es la que mejor condensa las aprensiones del personal político-letrado de la época. Como otras, comenzó anunciando que la libertad de imprenta “es el más firme apoyo de un Gobierno sabio y liberal”; al parecer, el deseo más inmediato de los gobiernos provisorios de aquel tiempo fue encontrar en los impresos un medio de difusión de la actividad de los nuevos gobernantes y, por tanto, un recurso rápido y eficaz de legitimación. Enseguida, hay un artículo, como en casi todas las legislaciones de la época, consagrado a advertir que “no se permitirán escritos que sean directamente contra el dogma y las buenas costumbres”. La defensa del dogma católico, se entiende, siempre estuvo en correspondencia con declarar a la religión católica como la única oficial del Estado. Pero, he aquí lo que más nos interesa por ahora, sigue otro artículo que dice: “Tampoco se permitirá ningún escrito o discurso público dirigido a perturbar el orden y la tranquilidad común, o en que se combatan las bases de gobierno adoptadas por la provincia, cuales son la soberanía del pueblo y el derecho que tiene y ha tenido para darse la Constitución que más le convenga”. La impresión y puesta en circulación de escritos que pudieran cuestionar las bases de un gobierno, su legitimidad, todo aquello que no contribuyera a la urgencia de un consenso podría ser considerado como “un crimen de lesa patria”.[12] Esta prevención podría ser comprensible en 1815, ante la inminente llegada de la expedición militar de reconquista en cabeza del general Pablo Morillo (1778-1837), momento en que las lealtades políticas y militares eran primordiales.
Un retorno a la censura
Los historiadores coinciden en considerar los últimos decenios dieciochescos y los primeros del siglo siguiente como un periodo de tránsito en que un primer liberalismo debió convivir y mezclarse con los principios intelectuales y morales de la Ilustración y con los remanentes de una sociedad que aún no se regía por valores inherentes al individualismo. Dicho de otro modo, un orden jurídico nuevo y proclive a la extensión de libertades individuales contrastó por algún tiempo con una sociedad que veía todavía con recelo la emergencia de una categoría inquietante que empezaba a llamarse “opinión pública”. Ese tiempo conoció tensiones entre quienes proclamaron y quisieron poner en práctica la libertad de imprenta y aquellos que estaban acostumbrados a ciertas restricciones en la expresión con tal de evitar la perturbación de “la tranquilidad pública”. La aparición de periódicos e incluso impresos de factura más modesta en que los individuos difundían sus opiniones políticas fue una novedad difícil de admitir para una comunidad letrada acostumbrada a ver en los periódicos un instrumento de difusión de noticias moral y científicamente útiles, de curiosidades, de recetas de urbanidad, de leyes que pretendían contribuir a la felicidad general. De hecho, los primeros gobiernos prefirieron promover gacetas oficiales que garantizaran un necesario y rápido consenso y, al mismo tiempo, intentaron restringir e incluso prohibir la existencia de periódicos redactados por individuos interesados en la polémica política.[13]
En definitiva, hubo una etapa desapacible en que se enfrentaron aquellos que comenzaban a apelar al naciente y aparentemente imparcial “tribunal de la opinión pública”, que preferían someterse a la aceptación o censura del público en vez de seguir apelando a la tradicional aprobación de un monarca, y aquellos que seguían creyendo que los impresos debían promover las buenas costumbres y la obediencia a las autoridades. A ese dilema, muy visible a partir de 1808, se va a agregar luego, hacia 1813, la urgencia de garantizar la unanimidad en la lucha contra un enemigo. Por eso, la libertad de opinión fue en aquel tiempo un precioso dato jurídico al que se podía acudir a la hora de reclamar justicia y respeto a un derecho individual recién conquistado y, con frecuencia, conculcado por gobiernos que todavía ponían en duda la autoridad anónima y general del tribunal de la opinión. El enfrentamiento de esas dos percepciones acerca de la índole que debían tener los impresos fue, por supuesto, el origen de polémicas.
Hacia 1814 ya se habían acumulado suficientes enfrentamientos entre realistas y patriotas, entre federalistas y centralistas, como para que en la Nueva Granada y Venezuela se impusieran medidas draconianas. Entre enero y agosto de 1812, el estado de Cundinamarca, al mando de Antonio Nariño (1765-1823), le declaró la guerra a las Provincias Unidas; mientras tanto, en Venezuela, el 4 de abril de 1812, se le otorgó facultades extraordinarias al Ejecutivo. El 15 de junio de 1813, Simón Bolívar (1783-1830) declaró la guerra a muerte a los españoles. En un momento álgido de alinderamientos políticos y militares, de concentración del poder en un individuo –para entonces el Libertador ya era, también, un dictador que reunía las facultades de los tres poderes- la libertad de imprenta consagrada en las primeras constituciones quedó sometida al arbitrio de un férreo poder ejecutivo concentrado en la dirección de la guerra.[14] El retorno a la censura previa pareció entonces inminente.
En la Gaceta de Caracas del 28 de febrero de 1814, el secretario de Estado de la república confederada de Venezuela les comunicó a los redactores del periódico que habían publicado “avisos oficiales y particulares que han desagradado al Libertador”. Por tal motivo, dijo enseguida, Bolívar tuvo la intención de suprimir el periódico y, en vez de eso, resolvió que todo documento oficial podía ser publicado pero con su previa autorización; que sobre los procedimientos de los demás gobiernos no se podían publicar reflexiones “sin consultarlas antes con la Secretaria de Estado, para la previa aprobación del Libertador”. Aunque al final del oficio se agregó que estas determinaciones no significaban coartar la libertad de prensa y que era “permitido manifestar [en La Gaceta] las opiniones que quiera”, hay que admitir que ya había un control dictatorial sobre los impresos.[15] Si un periódico como la Gaceta de Caracas, que ya reunía antecedentes de ser portavoz de la emancipación americana, estuvo a punto de ser suprimido por Simón Bolívar, ¿qué podría haber sucedido con los casos de aquellos individuos que esporádicamente desearon imprimir y publicar sus opiniones?
Para comienzos de 1814, cuando ya había retornado el rey Fernando VII al trono en España, en territorio americano hubo serios amagos reaccionarios. El Argos de la Nueva Granada contiene testimonios de debates en torno a una nueva legislación que contribuía al retorno de la Inquisición o, al menos, a los tiempos de la censura eclesiástica previa sobre cualquier impreso; además se denunciaba la represión de las autoridades que ordenaban confiscar algunos impresos puestos en circulación. Las denuncias y argumentos vertidos en el periódico del 24 de febrero de 1814 no sólo hablaban de una legislación que pretendía imponer de nuevo el lenguaje de los anatemas contra supuestos herejes, sino que coartaba las conquistas recién adquiridas por el espíritu liberal de entonces; se denunciaba, además, que no se convocara regularmente a elecciones. Por eso, una de las denuncias presentadas por quien se presentaba como un suscriptor del periódico en mientes, remataba así:
A Dios mi amigo, no vengas por acá hasta que esté restablecida la constitución; que reine la ley y no la voluntad caprichosa de los hombres: que haya libertad de imprenta, que se respeten los derechos del hombre; que haya elecciones periódicas sin interrupción, que los Ciudadanos puedan libremente hablar y escribir, y en fin que no haya Dones ni Cruzados, sino Ciudadanos en todo iguales delante de la ley.[16]
La denuncia evocaba que hacia fines de 1813 fueron aprobadas por el Congreso del estado de Cundinamarca algunas leyes que restablecían para la Iglesia católica potestades en torno a la delación, persecución e incluso condena de aquellos individuos que atentaran con sus opiniones contra la preeminencia del dogma católico; además el Poder Ejecutivo había dispuesto suspender la convocatoria del Colegio Electoral.[17] En fin, el peligro de que el Gobierno mutara de “popular representativo” a “monárquico u oligárquico” -como lo decía el anónimo suscriptor- que hubiese un probable retorno o triunfo de los partidarios de una regencia y que se consolidara un definido partido a favor de una causa patriótica, todo eso volvía inexorable la apelación a lo que él llamaba el “Tribunal de la opinión pública”. Este “Tribunal de la opinión pública” era el último y supremo recurso para lograr el triunfo de la razón, por su carácter “incorruptible e imparcial”.
Pero, precisamente, ese recurso estaba en entredicho porque un régimen más amplio de libertades estaba en peligro; eso afirmaba enseguida Sinforoso Mutis (1773-1822) -sobrino del director de la Expedición Botánica, compañero de Antonio Nariño en la campaña militar de 1812- en la representación que envió al Senado el 16 de febrero de 1814 y que acompañaba la denuncia anterior vertida en El Argos de la Nueva Granada.[18] La carta acudió a un epígrafe aleccionador, citó una frase seguramente proveniente de los manuscritos de Bentham publicados por uno de los primeros números de El Español: “La libertad de la imprenta no depende de la censura anterior o posterior, sino de la libre circulación de los escritos”. El epígrafe anunciaba bien la índole del reclamo que expuso Mutis; por orden del Poder Ejecutivo, un alguacil recogió 131 ejemplares de un impreso de su autoría que había puesto a la venta en una tienda. Es interesante ver cómo el autor de la representación y del impreso acude a la Constitución política para demostrar que varios derechos le habían sido vulnerados y que había, por tanto, un abismo entre los derechos consagrados y los actos del Poder Ejecutivo. Con la confiscación del impreso puesto ya en venta, Mutis pensaba que le estaban conculcando varias libertades conexas: la de impresión, la de circulación de impresos, la de disponer de sus bienes y rentas, la de gozar y disponer del fruto de su ingenio. En definitiva, una gama de libertades que circulaban desde la difusión de los derechos del hombre y el ciudadano y que fueron también proclamadas en casi todas las constituciones del interregno de 1811-1815.
Esta primera etapa de enunciación y aplicación de libertades individuales fue sinuosa para la libertad de imprenta; así comienza una historia menuda de avances y retrocesos en materia de difusión de impresos que hace falta documentar. Hemos reunido algunos ejemplos y, con seguridad, hallaremos otros. Hasta ahora podemos hablar de un momento ambiguo, indeciso, en que quienes abogaban por la instauración de principios liberales encontraban que los primeros gobiernos tenían temores, fundados o infundados, sobre el otorgamiento pleno de ciertas libertades individuales. Como lo analizaremos en otra parte, el asunto fue más evidente y casi unánime en el caso de la libertad de asociación; la libertad de imprenta parecía ser parte de las premisas de instauración de un sistema representativo, mientras que la libertad de asociación podía ser uno de los elementos más peligrosos para el buen funcionamiento de ese sistema.
Para entender aún mejor los dilemas y contradicciones de esta primera etapa de apelación sistemática a la opinión pública, hemos considerado muy apropiado acudir al testimonio generado con lucidez por Antonio Nariño en su polémico y sustancioso periódico La Bagatela, publicado entre el 14 de julio de 1811 y 12 de abril de 1812.
Hacia el periódico de opinión política
Hacia 1810, los criollos ilustrados de la Nueva Granada, como en otros lugares de la América española, eran asiduos lectores de gacetas o periódicos o papeles que se daban regularmente al público. Estaban familiarizados con lecturas individuales y colectivas de “jornales”, “diarios” o “mercurios” venidos de Europa; ya había antecedentes de asociaciones cuyos objetivos principales habían sido recibir, leer y comentar prensa extranjera. Estaban iniciados en la lectura de los asuntos políticos, un asunto nuevo entre un personal que le había dado hasta entonces mayor importancia a temas relacionados con la economía y las ciencias aplicadas. Muchos de ellos habían encontrado deleznable el oficio de abogado y habían explorado otras ocupaciones y preocupaciones. De todos modos, ya sabían apreciar la importancia de dirigirse regularmente a un público lector y también eran conocedores de ardides didácticos y retóricos para persuadir a sus destinatarios. Eran poseedores de un arsenal retórico fraguado principalmente en la formación jurídica y en el diletantismo adjunto que les condujo a lecturas diversas y dispersas que se fueron revelando en el orden personal de sus bibliotecas. Mezcla de abogados, científicos aficionados e iniciados en asperezas teológicas; comerciantes de variada mercancía, entre ellas libros; ocasionales y frustrados funcionarios al servicio de la Corona; escritores que ya habían sido aleccionados sobre las implicaciones de publicar impresos sin permiso de las autoridades reales. [19]
A partir de 1810, cuando parecía inminente la consagración a la tarea de difundir la opinión política, mucho de lo que entonces sabían y hacían, es decir, el acumulado simbólico que poseían lo pusieron a disposición de los trabajos de publicar periódicos. Esos periódicos, desde el título, el epígrafe y el prospecto hasta el anuncio más ínfimo relacionado, por ejemplo, con el lugar de venta, proporcionan ahora una información densa. Sus títulos son, por ejemplo, una revelación de propósitos, de las condiciones de circulación de los impresos en aquella época, de la situación política que los movilizó, de las referencias políticas o literarias que los inspiró. Aquel periódico que apareció en 1801 con el título Correo Curioso, Erudito, Económico y Mercantil de la ciudad de Santafe de Bogota, evocaba una creencia que se había afirmado, durante el siglo XVIII, que los periódicos eran una ampliación de una relación epistolar; además de eso apelaba a una tradición europea de exitosos y también fracasados periódicos con títulos y propósitos muy semejantes. Llamarse El Efímero (Cartagena, 1812) parecía aludir a la certeza de una pronta e irremediable desaparición o a que la misión que pretendían cumplir los redactores tomaría poco tiempo o a que cada número sería pronto materia de olvido para el público.
Los títulos que escogieron los periódicos neogranadinos que aparecieron entre 1810 y 1814 aluden a un repertorio de títulos que deambularon por el periodismo europeo del siglo XVIII y que sugieren una hipótesis de clasificación. Las gacetas ministeriales deberían corresponder con una tradición de información política fiel al gobierno; información política sin comentarios que se reducía a publicar decretos, leyes y consignas de un gobierno. Aquellos denominados El Argos o El Observador dan testimonio de un largo listado de periódicos efímeros con igual título en que se imbricaban la noticia escueta, el relato ficticio, la sátira y el afán moralizador de un personaje narrador omnipresente en la vida social. Entre 1810 y 1814 se esbozaron, sobre todo entre los periódicos que fueron publicados en Bogotá y Cartagena, los dos principales lugares de eclosión de la opinión política, por lo menos tres tipos de periódicos: la gaceta de información política escueta, aparentemente neutral y que esperaba aglutinar un consenso sobre el orden político emergente; el periódico híbrido que combinaba la publicación de decretos, leyes y actos de gobierno con la opinión editorial de un grupo de redactores particulares que eran, en principio, afines al gobierno. Y aquellos que eran el resultado de una libertad individual neta que esperaba expresar su opinión política. Estos periódicos nacidos de esa voluntad individual podían ser adeptos o contrarios al gobierno, en todo caso podían ser críticos y, en consecuencia, incómodos o hasta peligrosos.
Los epígrafes, mientras tanto, esas citaciones que encabezan un libro o cualquiera otro texto, fueron asiduos en la prensa decimonónica por su condensación de ideas, por resumir la divisa de los redactores; pertenecieron a una tradición de reflexiones, sentencias y máximas leídas, aprendidas y comentadas en tertulias. Cada uno de esos epígrafes era una caracterización colocada en la fachada del periódico con el deseo de volverse su insignia, una tentativa de definición temprana – a riesgo de volverse equívoca- del carácter de la publicación y del compromiso de sus autores. Los epígrafes prolongaron una tradición retórica en circunstancias históricas y políticas distantes; toda una sabiduría ligada a los métodos y asuntos aprendidos en la formación jurídica y teológica del siglo XVIII, con las inherentes nociones de república o de ciudadanía o de libertad que los responsables de los periódicos pusieron en exhibición. La inicial abundancia de frases extraídas de las lecturas de Cicerón, Platón o Tito Livio contrastaría poco a poco con las provenientes del pensamiento de un Washington o un Franklin, mientras los ilustrados franceses –Rousseau o Montesquieu- parecieron marginales o proscritos por varios lustros. Y luego el prospecto, la primera y principal orientación para el lector; allí se anunciaban los propósitos, el plan de trabajo, las prioridades temáticas, las adhesiones políticas, se advertían las rivalidades o simpatías que incitaron a fundar tal o cual semanario. El prospecto, a diferencia del título y el epígrafe, estaba más cerca del espíritu mercantil que iluminaba la fundación de un periódico; su función era publicitaria porque se concentraba en presentarse ante el público lector, en ofrecer una gama de servicios, en prometer la satisfacción de deseos o necesidades. El prospecto era, entre todos los elementos liminares del periódico, el que se ocupaba por representar los sentidos atribuidos al escrito, al escritor y al lector. Toda esta información colocada en el umbral de los periódicos no es nada despreciable, nos remite a unos códigos y protocolos de la escritura y nos introduce en un mundo simbólico que nos es cada vez más lejano pero que nos permitiría entender mucho mejor cómo fueron empleados ciertos recursos retóricos para persuadir un auditorio que se ampliaba.[20]
Quizás sea muy evidente y poco cuestionable que aquellos ilustrados de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, que emergieron como una nueva élite gobernante a partir de 1810, eran unos avezados productores y consumidores de símbolos de todo tipo. Sin embargo, esa condición no les fue suficiente para construir sin tropiezos una nueva estructura política sustentada en nuevas bases de legitimidad; tampoco les fue suficiente para establecer o siquiera aceptar que el nuevo orden implicaba unas relaciones imprevisibles, y por tanto difíciles de controlar, entre el poder político e individuos libres. De manera que a partir de 1810 se fueron revelando dificultades en la constitución de un cuerpo político, en la enunciación y elaboración de las reglas de existencia de una estructura política emergente; eso podría explicar, en parte, la proliferación provincial de reglamentos constitucionales. El personal político-letrado había entrado en disputa por garantizar el predominio de tal o cual concepción del orden político y a eso se agregaba que, entre esa élite, había individuos persuadidos de la necesidad de disfrutar de nuevas libertades, entre ellas la de presentar de manera periódica y pública sus opiniones políticas. Divididos en torno al tipo de gobierno que debían erigir y escindidos en torno al uso público de la palabra escrita, los políticos-letrados delataron así su incertidumbre ante una situación inédita para la cual no parecían preparados.
No fue sencillo, entre la dirigencia política de la época que examinamos, aceptar que los individuos expresaran libremente sus opiniones políticas. El Diario político de Santafe expuso de manera clara las vertientes de la tensión entre la necesidad de excluir al pueblo de la esfera pública y controlar el proceso de “fijar la opinión”. El relato predominante de sus 46 números se concentra en la tarea de justificar el papel de los representantes del pueblo y en la importancia de alinderar la opinión a favor de un apremiante consenso político; una opinión unánime, un consenso patriótico entre el personal político debían caminar al lado de un pueblo desmovilizado que dejaba tranquila y confiadamente las tareas de gobierno en manos de sus representantes. La apariencia oficial del periódico, anunciada desde el primer número al advertir que “el periódico se debe a la franqueza y liberalidad de la Suprema Junta, que nos ha dado fondos y también su protección”, contribuía a la afirmación de su tarea de fabricación de la unanimidad. Su apelación indistinta a “literatos”, a “sabios”, pero también a “hombres públicos” para que hicieran uso responsable de sus plumas, nos sugiere la conciencia -¿o la existencia?- de una esfera pública política en que las personas se sentían libres –tal vez sin serlo- para producir y hacer circular sus opiniones.[21]
Sin embargo, en aquella “tempestad política” –son palabras también del primer número del Diario político- el periódico que mejor condensó el despliegue comunicativo de un arsenal retórico ilustrado y las dificultades para ejercer a plenitud una libertad individual evidentemente anunciada, aparentemente conquistada, pero en la práctica con frecuencia conculcada, fue La Bagatela publicada por Antonio Nariño entre el 14 de julio de 1811 y 12 de abril de 1812. Antonio Nariño conoció bajo el régimen político español la censura, la confiscación y la cárcel. Fue pionero en el establecimiento de un taller de imprenta en Bogotá y también pionero en conferirle un estatus comercial a la circulación de libros e impresos. Su periódico nació en medio de la fragmentación del cuerpo político, de pugnas facciosas, de clanes que buscaban tener el control de la nueva situación, de soberanías provinciales que desalentaban cualquier tentativa de cohesión. Según una interpretación reciente muy plausible, las rencillas entre facciones, entre 1810 y 1811, tenían antecedentes ligados a sediciones, a proyectos conspirativos, a la circulación de panfletos en el decenio 1790 que, entre otras cosas, llevaron a la prisión al mismo Nariño.[22] Entre el temario de las disputas que impedían la constitución de un cuerpo político, se destacaba la discusión acerca de la naturaleza que debería tener el nuevo orden político; la aparición de su periódico La Bagatela fue el inicio de una estrategia política a favor de la difusión “del pensamiento anti-federal neogranadino”.[23] Teniendo esta apreciación como una de las premisas, examinemos enseguida esa estrategia de persuasión, los antecedentes históricos de su dispositivo retórico y las tensiones y censuras que parecieron circular en el mundo de la opinión en aquel momento álgido de pugnas facciosas.
Las bagatelas de La Bagatela
El breve formato de cuatro páginas; su título en apariencia frívolo y evasivo; la enunciación reducida, también en apariencia, a un solo responsable; todo eso podría invitar a un examen rutinario de un periódico que conoció apenas 38 números y que circuló durante algo más de ocho meses. Sin embargo, su título, su anti-prospecto, su primer número -y si sólo hubiese sido recuperado por la posteridad un ejemplar de ese primer número- todo eso ya habría bastado para un desafío crítico. ¿Por qué? Porque de inmediato se percibe un variado repertorio retórico, una apelación a recursos discursivos y, principalmente, una evocación de un legado simbólico que el autor de La Bagatela no pudo o no quiso abandonar. Porque el autor es consciente de la transición de lo privado a lo público, de las ambigüedades de ese tránsito; porque conoce y emplea fórmulas de ampliación, de fabricación de un auditorio, sabe que está sometido a una competencia persuasiva regulada por la circulación de la opinión. Porque presenta sin ambages las tensiones y contradicciones del momento. Y porque, en consecuencia, el periódico condensa un momento histórico muy tenso, vacilante, de disputas en la creación de un nuevo cuerpo político. Todo eso, que no es poco, vuelve ineludible una aproximación a lo que hace de La Bagatela un texto –no hemos dicho documento- apasionante.
El título anuncia bastante, no solamente por el sentido de la palabra bagatela entre los escritores de fines del siglo XVII y comienzos del siguiente: cosa de poca importancia, también diversión galante y, en asuntos de arte, una obra muy corta y ligera. Aquellos escritores que prefirieron, en la primera mitad del siglo XVIII, el adorno de la sátira y de otros desvíos literarios para hacer crítica social y moral, escogieron La Bagatela como uno los títulos preferidos para sus periódicos. ¿Habría leído Nariño a Pierre Marivaux (1688-1763) o habría conocido al menos los periódicos que propagó Justus Van Effen (1684-1735) en la primera mitad del siglo XVIII en Europa? Cualquiera que sea la respuesta, es bueno advertir que el holandés Van Effen tuvo una trayectoria nada despreciable como para que fuera ignorado por un hombre tan bien informado como Nariño. Fue Van Effen el primero en llamar a un periódico La Bagatela (1718) para asociarlo con la difusión de discursos irónicos; en la elongación de los siglos XVII y XVIII, él fue el puente de comunicación de la literatura inglesa con la francesa, como que fue responsable de las primeras traducciones a la lengua francesa de las obras de Daniel Defoe (1660-1731), Jonathan Swift (1667-1745), Joseph Addison (1672-1719) y Richard Steele (1672-1729), entre otros. Mientras tanto, la apariencia de un humor inofensivo, sin causa importante para defender, proviene de Marivaux, especialista en ese periodismo de máscaras, como suelen denominarlo algunos estudiosos. El siglo XVIII conoció una plétora de periódicos efímeros de buen humor, dotados de disfraces, de seudónimos, de periodistas ficticios, de conversaciones entre personajes con alegorías o parodias del mundo real.[24]
El peso de la tradición ilustrada es evidente de otras maneras. Su prospecto, que es crítica del uso corriente de los prospectos, demuestra que Nariño conocía bien los artificios de la prensa hasta entonces: “Es costumbre de todos los Periodistas –afirma de entrada- dar un prospecto de sus Periódicos, y amontonar en él todas las voces técnicas de las materias que ofrecen tratar.” La última página del primer número reproduce un elogio del legislador norteamericano William Penn (1644-1718), visto entonces como modelo de legislador para una sociedad liberal; el elogio de Penn hace inevitable la evocación de algunas cartas filosóficas de Voltaire dedicadas al ilustre cuáquero inglés.[25]El responsable de La Bagatela acudió al recurso establecido por la prensa del siglo XVIII de inventar un auditorio, de darle la palabra al público, sobre todo acudiendo a cartas ficticias.[26] El primer número inaugura ese recurso, un “filósofo sensible” -denominación muy propia del espíritu ilustrado- establece un diálogo que va a prolongarse con una “dama su amiga”; esa conversación es una alegoría continua de las mujeres interesadas e influyentes en la política y que le sirve para representar un mundo de tertulias que se ocupaba de discutir los asuntos políticos del día. Aun más, el director de La Bagatela ya se había percatado de que “las tertulias se animan, y se oyen cosas que antes era prohibido pensar”.[27]
La conversación ficticia que se prolonga en varios números y que se traslada luego a “un amigo”, le permitió al autor disfrazar con personajes sus opiniones políticas y las de sus contradictores; pero también le sirvió para denunciar los impedimentos para la circulación de su periódico. De hecho, habría que destacar la ironía de acudir al género epistolar para denunciar que el gobierno estaba violando la correspondencia de los particulares. En cuanto a epígrafes, Nariño parece haberse cuidado de no imponerlo, más bien de sugerirlo; la anomalía de su ausencia fue materia de la primera página del número 8. El redactor advierte que recibió “una carta correccional, cuyo autor no quiere que la publique”; el supuesto autor de la supuesta carta obligó a Nariño a anunciar el olvidado epígrafe: Pluribus unum.[28] El mensaje para los destinatarios de su época parecía contundente, el autor del periódico estaba adoptando la divisa “uno a partir de varios” que desde 1776 ornaba la documentación oficial de Estados Unidos, consigna que resumía el logro político de un país compuesto de trece colonias independientes que se integraron en una sola unidad política. Para la discusión sobre la organización político-administrativa del que había sido el Nuevo Reino de Granada, el epígrafe era declaración rotunda de adhesión a uno de los proyectos políticos en contienda.
La Bagatela no es un simple compendio del buen uso de una retórica ilustrada. Nariño apeló conscientemente a unos recursos de persuasión para volverlos eficaces durante una circunstancia política. El título es un desafío para la discusión; para qué discutir con alguien que escribe cosas en apariencia anodinas. El título es la primera máscara que este antiguo funcionario criollo utilizó para disfrazar un severo y continuo “dictamen sobre el gobierno de Nueva Granada”. El reto para los lectores era tomar en serio o en broma al autor de las bagatelas. En ese lenguaje ambivalente, mezcla de seriedad y broma, de realidad y ficción, Nariño denunció, desde el primero número, la violación de la correspondencia privada y, luego, denunció que el Gobierno le había obligado a hacer una “contribución de 20 ejemplares”. Como buen comerciante, el responsable de La Bagatela destacó que la contribución era onerosa para cualquier particular que quisiera disfrutar de la libertad de imprimir; pero también denunció las posibles motivaciones del Gobierno: “Es cosa bien sabida que cuando se quiere prohibir indirectamente un género, no hay método más sencillo que recargarlo de impuestos”.[29] Las acusaciones se ampliaron y precisaron luego con nombres propios y su conversación epistolar con “una dama” fue otra forma de señalar los malos tiempos para la opinión libre.[30] La publicación de los extractos de los manuscritos del “sabio Bentham” sobre libertad de imprenta quiso cumplir un propósito persuasivo en un momento de dudas acerca del otorgamiento de esa nueva libertad.
El bagatelista fue representando o reproduciendo –dos palabras dignas de discusión- un escenario y unos métodos de discusión política. Fue claro que Nariño exponía pasiones e intereses de una facción política, proponía un orden político y unas modalidades de legitimación del personal político; aún más, inauguró discusiones que iban a ocupar buena parte del proceso de formación republicana, como por ejemplo aquella de cuestionar el papel político de los eclesiásticos; considerado por algunos historiadores muy juiciosos como “parangón de los modernos”, Nariño esbozó una discusión que ocupó buena parte del siglo XIX y que a menudo fue violenta.[31] Utilizando otra vez la estrategia de una conversación ficticia, “el autor de la Bagatela”, como se autodenominó en varios pasajes, hizo amplio esbozo de un debate que iba ocupar el resto del siglo y que en varias ocasiones pasó de la discusión escrita al enfrentamiento armado; se trataba, ni más ni menos, del lugar de la Iglesia católica en el nuevo orden, del lugar y del papel del personal eclesiástico en la vida pública o, dicho mejor, la pugna por erigir un cuerpo político laico. Pero también ponía en evidencia otra cosa, la dificultad para comunicarse con un público acostumbrado a seguir la literatura protegida y promovida por los templos católicos, por eso su amigo ficticio le apostaba a conseguir más dinero y lectores redactando una novena que un periódico. En los últimos números, Nariño ya contaba que su Bagatela andaba “en los púlpitos”, es decir, ya era materia de anatemas; pero lo que más le molestaba es que los sacerdotes católicos eran ciudadanos o eclesiásticos según la conveniencia: “Dicen que gozan de todos los derechos de Ciudadanos en lo favorable, y se llaman a Eclesiásticos en lo adverso: así es que los vemos mezclados en los empleos de gobierno revolviendo el mundo y cuando se trata de imponerles alguna pena pecuniaria o personal, se llaman al fuero”.[32] Para Nariño no fue agradable ver a clérigos ocupando puestos en el Colegio Electoral. El bagatelista estaba anunciando la disputa entre el letrado laico que se consideraba dispuesto a desplazar definitivamente al tradicional letrado eclesiástico como figura central en el control social y la dirección política; eso parecía estar incluido, en todo caso, en la agenda revolucionaria de Antonio Nariño, según como lo expuso en su periódico.
Pero las preciosidades de La Bagatela anuncian algo más que disputas entre facciones políticas, algo más que disputas por imponer las condiciones de una nueva organización política, algo más que discusiones acerca de la naturaleza política del momento incierto que se estaba viviendo. El periódico deja entrever que existía una intensidad diaria en la circulación de la opinión y que incluso impedir su libre circulación era parte inherente de una cultura política en gestación; que el momento exigía una producción constante de opinión, de discursos que expresaban alianzas, fraternidades y rivalidades. Sin embargo, eso puede parecer muy obvio para cualquier historiador o lector contemporáneo debidamente informado de las circunstancias de aquella época. Quizás es menos obvio decir que se trataba de un momento de despliegue de energías que no parecían rendir frutos económicos para gentes que necesitaban, de todos modos, ganarse la vida; un comerciante como Nariño que había sufrido bruscos altibajos en su economía personal se preguntaba con frecuencia en su periódico si valía la pena dedicarse a publicar bagatelas o si era preferible cultivar y vender arroz. El asunto no era una nota adicional de buen humor del escritor; ponía más bien en evidencia que la elaboración y la puesta en circulación de un periódico en aquellos tiempos no era solamente un hecho político e ideológico indispensable, también era un hecho económico costoso, arriesgado y, por tanto, de enorme preocupación para quienes comprometían sus esfuerzos en la empresa. Habría que decirlo de manera simple: la revolución política de esos años también era un asunto de dinero, de mercado. Verlo de ese modo no tiene nada de ofensivo con quienes se han dedicado -en serio- a hacer revoluciones; desde los tiempos del emblemático Robespierre, la ruina o el lucro estaban en discusión a la hora de montar un taller de imprenta y de poner a circular un periódico. Conquistar un listado de abonados era una de las prioridades para garantizar la circulación de la opinión de los “más revolucionarios”, de los “más legítimos” o de los “más abnegados”. Por eso, quizás, una investigación acerca del mundo de la opinión pública tiene que pensar en la relación y en la diferencia de tres categorías contiguas: el público como una categoría política; el lector o los lectores como una categoría sociológica y el mercado como una categoría económica. En La Bagatela, como en cualquier papel que circuló en esos tiempos álgidos de necesarias definiciones, esas tres palabras tuvieron un uso consciente y frecuente.[33]
La Bagatela, como muchos periódicos de su época en Hispanoamérica, nació y murió haciendo cálculos; primero reclamando por los veinte ejemplares que perdía entregándoselos por obligación al gobierno provisorio que era, por demás, otro competidor político. En todos los periódicos del lapso 1810-1815 se halla al menos un anuncio que deploraba la escasez de papel, el costo de la mano de obra en el taller de imprenta; también se exaltaban los donativos y bajos precios que garantizaban algunos impresores; las incertidumbres en la distribución por fuera de la capital. Uno de los desafíos de la distribución de impresos en el siglo XIX fue determinar con alguna aproximación la amplitud a la estrechez del mercado; entre 1810 y 1815, la distribución o mejor dicho el intercambio de impresos entre Bogotá y Cartagena, dos polos de actuación política importantes, la conquista del mercado lector en ambos lugares era tan importante como la conquista de adeptos y la definición de rivalidades. Esta carta de 1811 que indica el intercambio constante entre dos hermanos impresores, el uno responsable de la edición de La Bagatela y el otro distribuidor en Cartagena de los periódicos provenientes de Santafe de Bogotá, enuncia bien los dilemas relacionados con la distribución y venta de periódicos y otros impresos:
Mi estimado hermano: En este correo me ha sido muy sensible que no me hayas escrito por las circunstancias, pero ni aun las Bagatelas han venido. El número 10 y 11 que me mandaste el correo pasado fue visto y desaparecido, en cantidad de 50 que me remitiste, de modo que si te da gana de mandar 100, como hiciste en los demás, todas se te hubieran vendido; pero quién había de creer que tuviese tanta salida, en vista de que los anteriores apenas se han vendido de cada uno 30.
En fin, así son las cosas de la imprenta, que no se atina con el número que se ha de tirar.[34]
Las noticias acerca de la llegada de resmas de papel o, más significativo aún, la instalación de un taller de fabricación de papel, eran hechos de enorme trascendencia para el funcionamiento mercantil de la circulación de la opinión política. Precisamente, el montaje de una fábrica de papel en Bogotá, en el vértigo político de 1811, tuvo para los redactores de periódicos un alto valor patriótico, adjetivo que mide la importancia concedida a la necesidad apremiante de producir y difundir opiniones en aquel tiempo: “Se ha presentado a la Junta la muestra de papel fabricado en esta Capital por D. Juan Bautista Estevez, noble, hábil y distinguido Patriota, quien ha decorado la Patria con esta nueva fábrica, la primera que da este género en estos Reinos de América”.[35] El sentido de oportunidad y de lucro no parecía estar ausente en este trance políticamente intenso.
Antonio Nariño en su periódico La Bagatela expuso con lucidez los dilemas de una estructura política balbuciente y también indicó los postulados de una cultura política que se estaba construyendo con mucha dificultad; esa cultura política señalaba una transición en que ciertos valores comenzaban a ser predominantes; entre ellos, por supuesto, el anuncio de una situación histórica en que tenía cada vez más importancia un universo de sujetos muy activos en la deliberación política. Y, además de eso, expuso sin pudor que ese universo de la opinión estaba regido –y podía ser medido- por las pautas mercantiles. En la despedida de su periódico, Nariño exhibió la relación directa entre conquistar el poder, ganar legitimidad política, obtener el favor de la opinión, garantizar lectores y tener compradores; el listado de suscriptores, un dato que fue vital en los procesos de existencia de aquellos periódicos, lo puso como elemento definitorio de la popularidad de un impreso: “No es la opinión de un miserable babiecas la que decide la bondad de un público, la generalidad de los lectores es la que forma la opinión. ¿Y cómo se sabe esta opinión? Claro está que por el número de los compradores.”[36] Así que les demandó a sus rivales políticos que, como él lo hizo con su periódico, “presenten una lista de suscriptores”. Nariño cumplió, en lo que le concernía, con la parte del desafío que propuso, para su Bagatela escogió como el más digno epílogo la publicación de la lista de suscriptores y la cuenta minuciosa de las ventas.[37]
Estamos, parece, ante una revolución política que exigía o gustaba de hacer cálculos que, muchas veces, no eran estrictamente políticos.
Paris, diciembre de 2009.
[1] Sobre una percepción temprana y quizás pionera de los alcances de la circulación masiva de periódicos en Europa: STIELER, Caspar, Zeitungs Lust und Nutz (1695); citado y comentado por: SPLICHAL, Slavko, Principles of publicity and Press Freedom, Boston, Rowman &Littlefield Publishers, 2002, p. 4, 5.
[2] “Prospecto”, Diario Político de Santafe de Bogotá, No.1, agosto 27 de 1810, p. 1
[3] Ibidem.
[4] “La Historia de nuestra revolución”, Diario Político de Santafe de Bogotá, No. 5, septiembre 7 de 1810, p. 58 y 59.
[5] Citado por PARRA LÓPEZ, Emilio, La libertad de prensa en las Cortes de Cádiz, Valencia, NAU Libres-Biblioteca Virtual Cervantes, 2005 (1984), p. 13.
[6] McKENNAN, Theodora, “Jeremy Bentham and the Colombian Liberators”, en : The Americas, Vol. 34, No. 4 (Apr., 1978), pp. 460-475. La autora se basa en un remoto artículo de derecho comparado escrito en 1948 por : LIPSTEIN, Kurt, “Bentham: Foreign Law and Foreign Lawyers”, in: George W. Keeton and G. Schwarzenberger (dir.) Jeremy Bentham and the Law, London, 1948, pp. 202-221.
[7] Un interesante artículo sobre la evolución ideológica de Bentham: DINWIDDY, J.R., “Bentham's Transition to Political Radicalism, 1809-10”, en: Journal of the History of Ideas, Vol. 36, No. 4 (Oct. - Dec., 1975), pp. 683-700.
[8] “Artículo extractado de los manuscritos ingleses de Bentham y publicado por el señor Blanco en su Español”, en La Bagatela, Santafe de Bogotá, No. 23, 1º de diciembre de 1811, p. 86.
[9] Constitución de Cartagena de 1812, título IX, art. 2º, en: URIBE VARGAS, Diego, Las Constituciones de Colombia, vols. I y II, Bogotá, Ediciones Cultura Hispánica, 1985, p.559. (En adelante, todas las citaciones de las constituciones provienen de esta compilación).
[10] Constitución de Cartagena de 1812, título V, art. 26, p. 531; Constitución de Cundinamarca de 1812, título V, art. 29, p. 601.
[11] Constitución de Mariquita, 21 de junio de 1815, Título I, artículo 9, p. 647. Sobre la semejanza con la libertad de opinión como ejercicio del poder de vigilancia o de ratificación de los actos legislativos, ROSANVALLON, Pierre, La démocratie inachevée, Paris, Gallimard, 2000, p. 44-46.
[12] Constitución del Estado de Antioquia, 21 de marzo de 1812, Sección II, art. 3º, p. 466. No hay ostensibles cambios en la Constitución de 10 de julio de 1815, también del Estado de Antioquia.
[13] Una caracterización de ese periodo de transición la hace LEMPERIERE, Annick, “República y publicidad a finales del Antiguo Régimen (Nueva España)”, en GUERRA y LEMPERIERE (dir.), Los espacios públicos en Iberoamérica. Ambigüedades y problemas. Siglos XVIII-XIX, México, FCE, 1998. p. 54-79.
[14] Sobre ese momento político, tanto en la Nueva Granada como en Venezuela: THIBAUD, Clément, Repúblicas en armas, Bogotá, Planeta, 2003, p. 140-148.
[15] “Oficio del Secretario de Estado a la redacción de la Gaceta”, Gaceta de Caracas, No. 45, febrero 28 de 1814, p. 2.
[16] “Noticias del interior”, Argos de la Nueva Granada, Tunja-Bogotá, N° 16, 24 de febrero de 1814, p. 63.
[17] El denunciante cita, por ejemplo, en materia de opiniones sobre la religión católica, el acuerdo del 30 de octubre de 1813, publicado en Gaceta ministerial del 11 de noviembre; y el decreto del 7 de diciembre del mismo años, publicado en Gaceta ministerial del 16 del mismo mes, sobre suspensión de la convocatoria del Colegio Electoral.
[18] “Representación que ha dirigido el ciudadano Sinforoso Mutis al Exmo. Senado”, Argos de la Nueva Granada, Tunja-Bogotá, N° 16, 24 de febrero de 1814, p. 63.
[19] Una semblanza bien documentada de las prácticas de lectura y de escritura de los criollos ilustrados hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, en: SILVA, Renan, Los ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808, Bogotá-Medellín, Eafit-Banco de la República.
[20] Para una iniciación en estos análisis peri o para textuales: GENETTE, Gerard, Seuils, Editions du Seuil, Paris, 1987.
[21] “Prospecto”, Diario político de Santafe de Bogota, No.1, agosto 27 de 1810, p. 1.
[22] Una caracterización reciente de la política y los políticos en este periodo: GUTIÉRREZ ARDILA, Daniel, Un Reino nuevo. Geografía política, pactismo y diplomacia durante el interregno en Nueva Granada (1808-1816), Universidad Paris I, 2008.
[23] Ibidem, p. 245.
[24] Para una visión panorámica del periodismo del siglo XVIII en Europa, RETAT, Pierre (dir.), Le Journalisme d’Ancien Régime. Questions et propositions, Presses Universitaires de Lyon, 1982.
[25] Más exactamente, habría que evocar la cuarta carta de Voltaire, concentrada en la figura de William Penn.
[26] Un estudio de esos recursos, sobre todo en los periódicos que fundó Pierre Marivaux, por LEVRIER, Alexis, Les Journaux de Marivaux, Paris, Presses Universitaires de France, 2007.
[27] “Carta del Filósofo sensible a una Dama su amiga”, La Bagatela, Santafe de Bogotá, No.1, 14 de julio de 1811, p. 3.
[28] “Este comienza por una advertencia”, La Bagatela, No. 8, 1º de septiembre de 1811, p. 29.
[29] “Imprenta”, La Bagatela, Santafe, No.2, p. 6.
[30] “El Filósofo sensible a una Dama su amiga”, suplemento a La Bagatela, No. 3, Santafe, 28 de julio de 1811, p. 2.
[31] « El gran Antonio Nariño, parangón de los modernos », afirmación de THIBAUD, Clement y CALDERON, María Teresa, “De la majestad a la soberanía en la Nueva Granada en tiempos de la Patria Boba (1810-1816)”, en: Las revoluciones en el mundo Atlántico, Bogotá, Taurus-Universidad Externado de Colombia, 2006, p. 380.
[32] “El Bagatelista a su Amigo”, La Bagatela, Santafe, 12 de enero de 1812, p. 110. Tal vez algunos pasajes de Max Weber en su Economia y sociedad puedan ser útiles para afinar la tesis de un momento histórico en que se hace visible la competencia por erigirse una figura social laica –el abogado- sobre la figura tradicional católica en el control y producción del aparato legal del Estado.
[33] Para una idea comparativa, para que dejemos de pensar en singularidades o anomalías inexistentes, sugiero la lectura de un fenómeno semejante en el caso de la prensa mexicana: DELGADO, Susana, Libertad de imprenta, política y educación: su planteamiento y discusión en el Diario de México, 1810-1817, México, Instituto Mora, 2006.
[34] “Carta de Diego Espinosa a don Bruno Espinosa de los Monteros”, Cartagena, 10 de octubre de 1811, en Archivo Nariño, Guillermo Hernández de Alba (comp.), Bogotá, Fundación Biblioteca de la Presidencia de la República, vol. 3, p. 27.
[35] “Noticia”, Aviso al Público, Santafe de Bogota, No. 17, 19 de enero de 1811, p. 483.
[36] “La última palabra que había reservado”, La Bagatela, Santafé de Bogotá, No. 38, 12 de abril de 1812, p. 145.
[37] Ibidem, p. 149,150.
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