Pintado en la pared 22
Por: Gilberto Loaiza Cano
Los científicos sociales, los artistas y los intelectuales en general no hemos examinado suficientemente, cada cual a su manera, según sus formas de representación y según los usos de sus respectivas cajas de herramientas, las relaciones que existen entre determinada evolución del capitalismo en Colombia y la violencia prolongada que arrastramos por algo más de seis decenios. Relaciones que, seguramente, están marcadas por algún grado de connivencia, de complicidad. Dicho de otro modo, y a manera de hipótesis, esa violencia prolongada y variada que ha lacerado de manera tan profunda e indeleble a la sociedad colombiana debe tener algún tipo de conexión con la instalación de cierto tipo de desarrollo del capitalismo y, sobre todo, con la consolidación de determinado espíritu o condición moral del capitalismo.
El capitalismo ha sido, de por sí, un sistema violento. No estoy de acuerdo con aquellas definiciones del capitalismo que lo conciben como un sistema basado en la acumulación ilimitada de capital por medios, en principio, pacíficos; su nacimiento y ascenso están impregnados de sangre, ha destrozado formas de vida humanas ancestrales que parecían más seguras y plácidas para instaurar modalidades de existencia basadas en la incertidumbre, en la exacción despiadada de los recursos humanos y de las riquezas de la naturaleza. Pero también ha sido motor de formas más confortables de vivir la vida, los avances técnicos sucesivos han sido y siguen siendo, para muchos, pruebas irrefutables de su eficacia, de su vigor y, sobre todo, de su legitimidad. El capitalismo es un universo de comportamientos en la economía que presenta dos rostros, como la doble personalidad del doctor Jekyll y el señor Hyde expuesta en el relato famoso de Robert Louis Stevenson. De un lado, ese aspecto sombrío, arbitrario y destructor narrado minuciosamente por Edward Palmer Thompson en su obra maestra la Formación de la clase obrera en Inglaterra o por el propio Dickens en Tiempos difíciles. La lucha por acumular riqueza, por tener el control del comercio mundial, ha provocado saqueos de continentes enteros, como ha hecho Europa durante siglos con África y América; las guerras del siglo XX generaron cantidades industriales de pérdidas humanas mezcladas con el ingenio y la eficacia en la construcción de armas letales. Del otro, ese aspecto heroico, glorioso, de los grandes triunfos sobre los obstáculos de la naturaleza: los inventores, los viajeros y aventureros del siglo XIX, los ingenieros que construyeron lo que imaginaron audazmente. Entonces vienen a la memoria las epopeyas de los pioneros de la aviación; los inventores y constructores de automóviles; los milagros tecnológicos de la electricidad, la telefonía, la radio, el cine, la televisión. Esa condición paradojal y contradictoria del capitalismo ha vuelto también contradictoria, paradojal e incompleta cualquier forma de crítica al capitalismo. Esa crítica ha contenido, hasta ahora, una mezcla de amor y odio, de adoración e indignación; el marxismo, el anarquismo, el catolicismo, las vanguardias estéticas, en fin, todas esas y muchas otras variantes de críticas al capitalismo han estado marcadas por su parcialidad, su incoherencia e, incluso, su complicidad en apariencia inocente.
Tal vez sea necesario hablar de una manera plural de los capitalismos; de sus diferentes evoluciones y de sus diversas expresiones según circunstancias históricas precisas de cada lugar en el mundo. En mi opinión, el capitalismo en Colombia ha conocido una yuxtaposición muy particular de un doble rostro; ha conocido una mixtura -digna de exámenes mucho más detallados- de sufrimiento para unos y comodidad material para otros; de violencia y confort; de pobreza y riqueza. Ha compartido, por supuesto, determinados valores universales propios del capitalismo: la entronización como premisa de libertades individuales; el espíritu de cálculo; el progreso individual interpretado como una contribución al progreso general de la sociedad, en fin. Pero volviendo a la hipótesis inicial, habría que decir que en Colombia se instaló un espíritu del capitalismo indisociable de fórmulas violentas utilizadas de manera sistemática; por eso, lejos de haber contribuido a edificar la heroicidad clásica de otros centros del capitalismo, hemos conocido un tipo de heroicidad asociada con la imposición de un capitalismo salvaje, absolutamente depredador. En vez de la heroicidad de inventores, ingenieros, pioneros de las ciencias o de las técnicas, nuestros héroes personifican el capitalismo como un sistema brutal de explotación. Los métodos violentos se volvieron orgánicos para su expansión, para garantizar el lucro, la consolidación económica y política de algunos.
Una manera de examinar el tipo de proceso capitalista que ha vivido Colombia podría partir de observar los “héroes” que ese proceso ha fabricado. ¿Es que en Colombia, como en otros lugares donde ha habido lo que podríamos llamar un desarrollo clásico del capitalismo, podemos pensar en héroes que personifican el arrojo individual, la capacidad de riesgo innovador, de originalidad? ¿Hay alguna obra ingenieril o arquitectónica que sea para nosotros un monumento que podamos exhibir orgullosos como fruto del esfuerzo y la tenacidad de inventores y empresarios? No se trata de negar que en Colombia hayan existido personas valerosas y audaces en los términos que el capitalismo suele exaltarlos; me refiero, más bien, a que no es fácil encontrar en las representaciones colectivas de la gente común un nombre propio de algún individuo en particular o de una institución o de una empresa que hayan encarnado, en algún momento histórico, el espíritu optimista y benefactor del capitalismo. Nuestros criterios de heroicidad, es decir, nuestros valores se afianzaron por otros caminos; nuestros referentes morales del capitalismo están vinculados con una versión despiadada de la lógica del lucro, del beneficio económico no importa a qué costo en vidas humanas. Digámoslo con otras preguntas: ¿Qué hizo que en la sociedad colombiana se volviera casi definitivamente admisible que el triunfo económico y político de unos esté basado en la derrota y, más crudamente, en la eliminación física de otros? ¿Por qué la alegría y sobrestima de unos es correlativa a la perfecta aniquilación de los demás? ¿Por qué nuestros símbolos, valores y ejemplos morales están relacionados con quienes han tenido participación directa en nuestro peculiar desarrollo del capitalismo y de la evolución de la violencia: señores de la mafia, guerrilleros, paramilitares, delincuentes intrépidos, una clase política corrupta y asesina? En el mejor de los casos, nos aferramos a la heroicidad efímera y a veces cuestionable de un deportista o de un buen vendedor de canciones. Pequeñas figuras que colgamos durante un tiempo en las paredes de nuestras habitaciones y que retratan nuestro apego a un individualismo exacerbado, al éxito episódico de quienes han logrado el despliegue de algún talento, pero en definitiva nada ni nadie vinculado con un proyecto de cohesión de la sociedad.
Insistamos que no se trata de negar la existencia de elementos creadores, de grupos de individuos solidarios (y a menudo solitarios) que han morigerado o al menos cuestionado los fundamentos de nuestro capitalismo salvaje. Sin embargo, nuestra violencia de larga duración expresa la primacía de un capitalismo cuyo principal objetivo ha sido la acumulación ilimitada sin detenerse en miramientos sobre los medios y cuyo resultado más evidente es la imposición arrogante de los vencedores sobre un reguero de cadáveres.
Es cierto que una conclusión de este tipo nos remite a otros exámenes como, por ejemplo, el del papel que ha jugado el Estado en Colombia; la utilidad social de la política y de las leyes; el impacto que ha tenido entre nosotros las variantes del liberalismo como doctrina económica, política, filosófica y cultural sobre la organización de la sociedad. Las Constituciones políticas han sido, al parecer, un decorado que, a lo sumo, ha contribuido a la edificación de un cuestionable sistema de representación política que, por definición y desde sus orígenes en los primeros tanteos republicanos, tuvo un sello excluyente, fundado en el temor ante la acción colectiva. Todo esto hace pensar que hemos vivido encerrados en un laberinto, en un impasse histórico que se ha perpetuado.
Sugerencias bibliográficas sobre el tema:
Boris SALAZAR, La Hora de los dinosaurios: conflicto y depredación en Colombia, Bogotá, Cerec, 2001.
Albert Hirschman, The Strategy of Economic Development, Yale University Press, 1958.
Id. , Les passions et les intérêts : Justifications politiques du capitalisme avant son apogée, 1977.
Luc BOLTANSKY, Eve CHIAPELLO, Le nouvel esprit du capitalisme, Paris, Gallimard, 1999.
Paris, diciembre- enero de 2010.
La referencia al libro de Boltansky y Chiapello es muy afortunada para este tema, por dos razones: primero, porque aun con la visión amplia que hay en este libro sobre las mutaciones y recomposiciones de capitalismo, deja el camino a medio recorrer en lo que se refiere a realidades como la nuestra, en la cual se yuxtaponen muchas de las versiones capitalistas, desde las crueles estrategias de la acumulación primaria del capital hasta los espejismos del capital financiero, las referencias a estos procesos han estado al orden del día en los últimos meses del acontecer nacional. Segundo, el panorama que proponen los autores es una alerta contundente, porque en el Capitalismo, como en el cuento de Stevenson, lo tenebroso, el Sr. Hyde, ha terminado imponiéndose, y no sólo en Colombia. Este sistema es una forma compleja de barbarie, vestida con ropajes prestados de la tecnología, adornaba con muchos brillos "modernos", pero, profundamente mezquina. Las preguntas que sobre el caso colombiano plantea el profesor Loaiza las encuentro inquietantes y por el momento no quiero pensar en respuestas alentadoras, este "impasse histórico" hay que mirarlo de frente, y aterrarse de su magnitud, no para salir corriendo, sino para afrontarlo con una actitud crítica, resistente y digna.
ResponderEliminarSin duda un tema que no podemos ignorar. Sin embargo, un trabajo maravilloso que no veo referenciado y que aborda de manera muy lucida este tema que hoy platea el profesor Loaiza es el de Civilización y violencia. la busqueda de la identidad colombiana en el siglo XIX de Cristina Rojas en el cual aborda la intima relación que existió y existe entre civilización, violencia y capitalismo en los proyectos modernizadores de nuestro país.
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