Gabriel
García Márquez para nosotros
Gabriel García
Márquez ha muerto y hemos quedado nosotros para leerlo, para entenderlo, para
aprender de su universo creador que aún nos es desconocido. Así es, el escritor
Gabriel García Márquez, nuestro único premio Nobel de Literatura, no lo
conocemos, no lo hemos leído todavía, no lo hemos examinado; su escritura nos
es ajena. Con razón, en vez de artículos concienzudos basados en
investigaciones sólidas sobre su generosa obra literaria, sólo hallamos por
estos días en la prensa y la televisión colombianas una colección voluminosa de
anécdotas, un muestrario de la banalidad de nuestro medio intelectual. Desde el
anuncio de su muerte, el jueves 17 de abril, sólo un par de artículos leídos en
El Espectador, en nuestra opinión, se
separan de los lugares comunes y de las frases de cajón. Uno lo escribió Weildler
Guerra Arévalo sobre las “raíces guajiras” de los relatos de García Márquez y
nos recordó, además, que Historia de un
deicidio, de Mario Vargas Llosa, y los ensayos del profesor de Literatura,
Juan Moreno, son lo más sistemático que tenemos a la mano para entender las
fuentes de la creación literaria de nuestro escritor recién fallecido; y habría que agregar los estudios que acumuló Jacques Gilard sobre el García Márquez periodista y el grupo intelectual de Barranquilla. El otro es el artículo del escritor británico
Salman Rushdie, “La magia al servicio de la verdad”, que puede servirnos a
muchos para iniciar una buena conversación sobre los orígenes, los contenidos y
las afinidades universales del realismo
mágico.
No haber leído ni
examinado sistemáticamente la obra de García Márquez, en Colombia, es, sin
duda, otro de los tantos desastres de nuestro fraudulento sistema educativo. Un
país cuyo promedio de lectura anual es de dos libros por persona y donde no se
enseña a crear sino a reproducir de memoria, no puede acercarse fácilmente a la
obra de un gran escritor. Además, la obra de Gabo ha estado por fuera de las
agendas interpretativas de las teorías literarias, de los cursos de semiótica y
hasta de las elementales clases de español; los investigadores de historia oral
también la han mirado, irónicamente, de soslayo. Para las generaciones
posteriores de escritores, la obra de Gabo era un precedente incómodo; para los
científicos sociales, su narrativa aplastó nuestros sistemáticos ejercicios de
reconstitución histórica de la verdad del pasado. Cuando alguien en el futuro
quiera saber de nosotros va a aferrarse más fácilmente a las certezas narradas
en Cien años de soledad que a los
libros de un Marco Palacios o un Renán Silva o un Daniel Pécaut. La escritura
de la ficción novelesca terminó fabricando un mundo más verosímil que aquel que
pretendemos reconstruir paciente y esmeradamente, atiborrados de citas
textuales, los metódicos científicos sociales.
García Márquez fue
ejemplo de algo que la cultura intelectual colombiana no suele apreciar; se
trata de la elaboración sistemática y original de un universo creador
suficientemente autónomo. Él fue un gran escritor por compromiso existencial,
porque unió talento y esfuerzo; porque leyó y escribió todos los días; porque
construyó su propio método de trabajo y no lo traicionó. Nuestro Nobel pulió un
estilo, consolidó unas tonalidades narrativas desde sus inicios como cronista (recuerdo un ensayo al respecto escrito por él también fallecido Jorge García Usta).
De la crónica pasó a los relatos cortos que fueron una manera muy artesanal y
humilde, pero eficaz, de poner a prueba su búsqueda de un repertorio de voces,
personajes e historias en diálogo con sus lecturas decisivas de grandes
escritores de otras partes. Y luego vinieron las tentativas novelescas hasta
llegar a su relato cumbre que significó un punto de quiebre no solamente en la
historia de la literatura colombiana, sino, y sobre todo, en la historia
cultural de Colombia. Cien años de
soledad es uno de los hitos culturales que señalan la separación entre el largo
siglo XIX colombiano y el siglo XX. Esa novela es el sello de entrada a nuestra modernidad cultural tardía y violenta.
Durante el homenaje
que le rindieron en el Palacio Nacional de Bellas Artes, en ciudad de México, hubo
una notoria diferencia en los discursos presidenciales de aquella jornada. El
discurso del presidente de la república mexicana, Enrique Peña Nieto, fue una
evidente y precisa reivindicación de Gabriel García Márquez como un escritor
propio. A México llegó con su familia en 1961; allí se consolidó
profesionalmente; allí nació su segundo hijo; allí leyó y aprendió de memoria
la obra de Juan Rulfo; allí escribió Cien
años de soledad y allí murió. En Colombia, en cambio, conoció la
persecución política, la ruina editorial, la envidia y la soberbia. Es hora de
empezar a conocerlo, de dejarlo llegar hasta nosotros.
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