Una educación laica
Es muy posible que el gobierno de Juan Manuel Santos nos presente “un chorro de babas” como propuesta de reforma de la educación en Colombia. Tendría que haber una transformación sustancial del Estado colombiano, si hubiese la intención de liderar una reforma que conmueva los cimientos de lo que ha sido, hasta hoy, el fraude de nuestro sistema educativo. Sí, el Estado tendría que estar dispuesto, en todo sentido, a ser el fundamento de un sistema educativo que se encargue de provocar grandes cambios en lo que ha venido siendo la sociedad colombiana.
Por ejemplo, un asunto medular que no suele ser discutido ni por gobiernos ni por los opositores de turno tiene que ver con la consistencia laica de la educación. Si hubiese una genuina intención de hacer cambios radicales, ese sería el más hondo en consecuencias y el más determinante en la relación del Estado con la sociedad; un Estado laico como guía de una educación laica en aras de formar una sociedad imbuida de valores laicos. Eso tiene implicaciones de todo nivel y exige, de entrada, una naturaleza nueva del Estado colombiano; por ejemplo, el Ministerio de Educación tendría que estar dotado de otras funciones y de otros funcionarios con tal de garantizar un sistema nacional de enseñanza de contenido enteramente laico.
Desde las reformas borbónicas, en la segunda mitad del siglo XVIII, la educación laica ha estado en el juego de tensiones de un Estado que intentaba ser moderno y una sociedad regida por los valores, las instituciones y las formas de apropiación del saber provenientes de poderosas comunidades religiosas. Las ciencias exactas y lo que entonces era la enseñanza de la filosofía fueron campos de disputa entre el elemento laico y el elemento eclesiástico. Esa disputa todavía es vigente y hace parte de la discusión pública permanente tanto dentro del Estado como en la sociedad.
El sistema educativo colombiano, que de sistema tiene muy poco, es un conglomerado de expresiones de proyectos de sociedad muy dispares y hasta opuestos. Es un confuso panorama de ofertas educativas que reúne preocupaciones groseramente mercantiles, otras hacen parte del proselitismo religioso, otras intentan ser la expresión, ruinosa, de la política educativa de un Estado muy débil. Por eso, quizás el primer paso, el más audaz e innovador, de tratarse de una auténtica reforma educativa, es que el Estado colombiano tome un lugar central y dominante en la conducción de la educación. Ese será un ejercicio de soberanía que funcione como premisa de cualquier transformación ulterior.
La principal consecuencia de ese hecho soberano (y quizás quimérico) es que se establezcan los derroteros de una educación laica, en que haya un énfasis en la formación universal de ciudadanos capaces de entender la pluralidad de mundos en que estamos inmersos, individuos capacitados para comprender las más diversas expresiones de la existencia humana.
Pero, insistamos, ese Estado simbólicamente omnipresente, capaz de ser la principal institución reguladora del complejo proceso de formar seres humanos dispuestos a vivir en una comunidad de ideales, no lo hemos tenido nunca o apenas han sido tentativas históricamente derrotadas por fuerzas más poderosas. Empezar por el Estado es lo primero, y lo más difícil, en cualquier gran proyecto educativo.
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