Pour la liberté d´expression
La
masacre perpetrada en París contra la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo ha movilizado a los
franceses y ha puesto a discutir en muchas partes del mundo acerca de la
libertad de expresión y del respeto a los credos religiosos. Los sucesos
sangrientos de París colmaron los noticieros y dejaron en la sombra otros
hechos violentos en el mundo, como lo que sucedió casi de modo simultáneo en
Nigeria, también en nombre de un fundamentalismo religioso.
Creo
que hay razones suficientes para concentrar las cámaras, las plumas y los
micrófonos en los tristes sucesos de París. Primero, porque lo sucedido en
aquella ciudad es excepcional y rompe brutalmente con lo que ha sido para sus
ciudadanos y para los visitantes la atractiva capital de Francia. Ver las
calles de París sitiadas por hombres fuertemente armados y en un despliegue militar
de la gendarmería nos pone en una situación de guerra y miedo a la que sus
habitantes y los turistas no estaban acostumbrados. La sociedad francesa tiene
muchos problemas por resolver, es cierto, tiene encrucijadas sociales y
raciales enormes y hay injusticias y desigualdades que se amontonan peligrosamente
en las comunas que rodean a París, pero aun así Francia se ha distinguido por
debatir cotidianamente sus odios y adhesiones; los periódicos, los informativos
radiales y televisivos reúnen frecuentemente en mesas redondas a los
contendientes políticos. El fogueo argumentativo ante el público ha sido algo
común en la vida pública francesa, así que un salto a las situaciones violentas
del 7, 8 y 9 de enero constituye un golpe muy fuerte a la sensibilidad
colectiva y al imaginario que Francia había logrado difuminar por el mundo. La ciudad
de los museos, las universidades y los cafés estuvo asediada por hombres que mataron
sin piedad a unos intelectuales en plena reunión del equipo de redacción de un
periódico que ofendía a todo el mundo con sus dibujos y que se auto-calificaba
como un semanario “irresponsable”.
Y
la segunda razón me parece aún más dramática: un dogma armado hasta los dientes
y que se siente ofendido por unos dibujantes cree que lo mejor que puede hacer
en nombre de su credo religioso es matar a quienes sólo han sabido usar un
lápiz. La desproporción es aplastante y habla terriblemente mal de los
dogmáticos; demuestra que la adhesión a cualquier credo es siempre ciega e
ilusa; que los dogmas son tan débiles que no soportan ni la risa. Ante esto, los
matices que el papa Francisco I ha querido poner en consideración son
inaceptables; una de las conquistas humanas contemporáneas es la emancipación
de la escritura de las formas de censura institucionalizadas por las creencias
religiosas. En los primeros pasos de la libertad de prensa, la opinión estuvo
controlada para proteger de la palabra y de la risa a las Iglesias; pero luego
se logró la libertad absoluta de opinión y se dejó que fuese el mercado de la
opinión el propio regulador de lo que triunfaba y lo que perdía en la discusión
cotidiana. La máxima volteriana parecía, hasta hoy, haber triunfado: “No estoy
de acuerdo con lo que dices, pero haré hasta lo imposible para que puedas
decirlo”. Para el jerarca de los católicos, quien se meta con su madre podrá
ganarse un puñetazo, de modo que quien se meta con su dios corre el riesgo de
algo peor.
Antes
de los hechos del 7 de enero, Charlie
Hebdo era un semanario que apenas circulaba entre unos sesenta mil
suscriptores y era una voz marginal y disonante en la discusión diaria entre
los franceses. Era una de las tantas publicaciones de dibujantes satíricos que
quedaban colgadas en los quioscos parisinos, incluso podía ser intrascendente
para la clase media educada de ese país. Hoy, catapultada por la masacre, la
publicación tuvo dos millones de compradores. Muchos de los compradores
circunstanciales hicieron largas filas a pesar del frío matutino y compraron el
periódico no porque fueran furibundos admiradores de Charlie Hebdo, sino porque como buenos franceses aman la libertad
de expresión.
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