Los
años sesenta. Una revolución en la cultura. Álvaro Tirado Mejía. Penguin Random House,
Bogotá, 2014, 395 pags.
Por: Juan Guillermo Gómez García
(última parte)
Lo que experimentó Colombia en
esas décadas –la reducción a la década del sesenta es inaceptable- fue un
proceso complejo de modernización periférica, acelerado y profundo que
comprometió una imagen del mismo desarrollo económico social en confrontación
irresoluble. Esa irracionalidad dogmática de los términos va de Hernando
Agudelo Villa, como portavoz de la Alianza para el Progreso (fue llamado como
uno de los “nueve sabios” del continente), a las soluciones últimas de Camilo
Torres, heredero de una mezcla de estalinismos (maoísmo y castrismo), de Lovaina
y teología de la revolución. Estas visiones encontradas, y que se repelen
mutuamente, solapan las transformaciones en el orden demográfico, la natalidad,
la educación, la estratificación social, las relaciones internacionales; y,
sobre todo, solapan y oscurecen las condiciones institucionales-intelectuales
para que esas imágenes del mundo en cambio acelerado pudieran definirse
convenientemente.
En ese mundo convulsionado, que
va del decenio 1950 al de 1970, se inicia políticamente con la muerte de Gaitán
y socialmente con la masiva migración del campo a la ciudad; todo esto aparece
en el libro de Tirado Mejía como capítulos apartados, sin articulación
argumental. El autor no nota los desvaríos, no pone una cosa al lado de la
otra, las hace rechinar. Todo quedó a
medio hacer en esas décadas decisivas del siglo XX, y Tirado Mejía no da
respuesta a la deshilvanada inconsistencia de los factores fundamentales que se
involucran.
(…)
Los esfuerzos exitosos de los
gobiernos del Frente Nacional por reducir las tasas desbordadas de crecimiento
de la población, contra las críticas de la Iglesia católica y de los grupos de
izquierda marxista-leninista, se presentan en Tirado Mejía deslindados de los
esfuerzos de estos gobiernos, también amparados por agencias norteamericanas,
por modernizar los estudios universitarios. Tirado Mejía no relaciona íntimamente
las directrices del control de la natalidad con los postulados de Rudolph
Atcon. Pero ellos se corresponden, así el autor omita la relación. No solo la
política de reducción de la natalidad del 3,2% anual es trazada por la
Asociación Panamericana de Población, acogida por Alberto Lleras y llevada a la
práctica por su ministro de salud Antonio Ordoñez Plaja y por la Asociación
Colombiana de Facultades de Medicina. También los “Estudios generales”,
trazados por Atcon, son acogidos con comparable entusiasmo por los rectores
Mario Laserna (hacendado conservador tolimense fundador de la Universidad de los
Andes) y Félix Patiño, en la Universidad Nacional, o Jaime Sanín Echeverri (autor
de Una mujer en cuatro en conducta y
fundador de la Universidad de la Sabana del Opus Dei) e Ignacio Vélez Escobar,
en la Universidad de Antioquia (olvida Tirado Mejía al empresario, ferviente
mariano y biógrafo de Isaacs, Mario Carvajal, quien cumplió comparativa tarea
en la Universidad del Valle).
Las dos políticas gubernamentales
responden de forma estrecha a otra exigencia de más largo plazo (algo no insinuado
por Tirado Mejía), a saber: corresponden a un mismo modelo del desarrollo
económico y cambio social de cuño modernizador. Las políticas de control de la
natalidad y la adopción de los “Estudios generales” de Atcon responden, pues, al
modelo implícito de las condiciones social-culturales del desarrollo económico.
Este modelo procede de una mezcla hábil de weberianismo y funcionalismo de
corte parsoniano. Este modelo exige cambios esenciales en tres valores
culturales, con que se asocia la modernización occidental. El primero tiene que
ver con la acción social. El paso de acciones prescriptivas o tradicionales a
acciones deliberativas o de elección, es decir, la libertad del sujeto por
decidir en su destino social se vuelve prioritaria. El segundo, con la
institucionalización de ese cambio. Eso significa que hay instituciones
sociales que revierten o deben revertir los valores tradicionales y fomentan la
modernización, el marco institucional para que opere la libre elección y
desarrollo satisfactorio de personalidad. El tercero tiene que ver con la
naturaleza de esas instituciones para la modernización, cuya dinámica debe
propender por la especialidad y el control creciente de la diferenciación de
los roles sociales.
Se entiende, así, que cuando
los gobiernos del Frente Nacional precisan controlar el crecimiento de la
población, reduciendo la familia, es decir, cambiando el paradigma cultural
tradicional, de la familia extensa a la familia nuclear burguesa, se atiende no
a un mandato humanitario (que los pobres no se mueran de hambre, que es algo
que poco importa), sino a un modelo de occidentalización para el desarrollo
económico capitalista. Esta es una revolución cultural inducida, de un modo
institucional (que recuerda el despotismo ilustrado: “todo para el pueblo, pero
todo sin el pueblo”). La familia extensa, que es, con la religión católica y
los partidos políticos, la base de la tradición cultural, sufre así una
transformación estructural; está la “revolución en la cultura”. No es el rock
el que la propicia propiamente, sino más bien el cambio estructural de la
familia que habilita el conflicto generacional, que toma el rock como la
expresión más visible y llamativa del cambio de valores de lo tradicional
hacendario o patriarcal a lo utópico de un mundo por construir.
No comparto, por lo demás, la
impresión de Tirado Mejía que los movimientos estudiantiles fue estéril en la
formulación de una nueva universidad, porque al haberse volcado a los barrios periféricos,
hacían vivo el postulado de la extensión universitaria que tenía otra raíz histórica-cultural.
Provenía del Movimiento de Córdoba de 1918. El sectarismo marxista-leninista
fue una epidemia dogmática, otra cara de la “revolución en la cultura” que cabe
discutir a fondo. Ese sectarismo marxista-leninista dominó el movimiento
estudiantil, el sindical (del que no hay en este libro mayor consideración), el
guerrillero, el campesino… y que no ha podido romper el nudo gordiano de su
cartilla (como lo revela el lenguaje del senador Jorge Robledo).
El libro de Tirado Mejía carece
de una teoría o una versión, así sea esquemática, pero explícita, del cambio o
transición social que pretende revisar. Sin esa teoría u ordenamiento básico de
los componentes en juego, los elementos analizados resultan confusamente
entremezclados. No logra el lector sacar provecho de ellos y disponerlos ordenadamente
para establecer qué fue primero, si el grito valenciano o las FARC, o fue
simultáneo, o uno era el tambor mayor y el otro el flautista de la comparsa. Porque
al gritar Valencia “¡Viva España!”, lo que quería decir era “¡Mueran las FARC”,
vale decir, él encarnaba una versión de la Regeneración financiada por la
administración Kennedy.
La transición social del campo
a la ciudad, o de una sociedad
predominantemente rural a una sociedad predominantemente urbana, por
esquemático que se considere, implica un cambio de valoraciones culturales. La
vida rural o el mundo tradicional acuñado por la hacienda, o en general por los
valores de dominio tradicional, consolidaron valores culturales de ese tipo (…)
La rápida transición social o la acelerada, traumática e irreversible de la masificación
urbana, que en Colombia se produce entre las décadas del cincuenta al setenta,
constituyen una unidad periódica o un periodo de análisis histórico. Una década
no es, por sí misma, repetimos, una unidad de análisis histórico, por más que
en ellas se den cita miles y miles de acontecimientos, eventos y figuras de
gran interés. Una década de 1960 a 1970 es solo una línea temporal o
cronológica que no constituye un corte temporal justificado por sí mismo.
El proceso de transición social
que la envuelve -que cubre más bien tres décadas-, por el contrario, forma esa
unidad de análisis histórico-social. En estas tres décadas (1950, 1960 y 1970)
se da un vuelco en la composición social del país; el país deja de ser rural
para ser un país urbano. Esto no implica solo un desplazamiento geográfico. La
descomposición del antiguo régimen rural, acuñado por el sistema de dominio
colonial, fue el decisivo. Durante más de tres siglos, este mundo había
gravitado sobre la vida del colombiano, y el mundo rural, el mundo de la
hacienda, el mundo del patrón de su cultura tradicional, patriarcal,
predominantemente católica, en una palabra, su sistema de mundo prescriptivo,
se estremece bajo el impacto de las convulsivas y violentas trasformaciones que
se suceden en todos los órdenes de la vida.
(…)
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