En la semana del 5 de octubre próximo tendrá lugar la
decimoséptima versión del Congreso Colombiano de Historia. Suele ser un evento
multitudinario que reconforta, porque es una demostración de la importancia que
ha adquirido en la sociedad colombiana el conocimiento histórico. Es el momento
de encuentro con invitados internacionales y en que una comunidad académica muy
diversa y esparcida por las regiones colombianas puede reunirse para hablar de
los dilemas del oficio. La Historia en Colombia es una disciplina que ha
alcanzado un alto grado de profesionalización, sustentado en la existencia de
una veintena (o más) de programas académicos de pregrado repartidos por el
país. Es posible que no hayamos logrado la consistencia de otras tradiciones
historiográficas latinoamericanas ni contemos con los recursos que sí poseen
otras comunidades de historiadores en nuestro continente, pero aun así ya hay
un capital simbólico considerable, problemático y, sobre todo, muy necesario
para darle fundamento a cualquier discusión sobre el pasado, el presente y el
futuro de Colombia.
Temáticamente es un evento disperso y multitudinario en que se
apretujan todas las tendencias investigativas posibles; en una semana funciona algo más de una centena de mesas que reúnen casi un millar de ponentes que exponen sus
grandes o pequeños avances en complejos o simples retos investigativos. Precisamente,
quizás sea hora de darle un giro más enfático al Congreso y rescatarlo de tanta
dispersión en que hasta los mismos asistentes terminamos perdidos sin poder sacar
el suficiente provecho de una reunión tan excepcional.
Hay que recordar que la disciplina histórica ha logrado un
nivel de institucionalización a pesar de la mediocre política educativa colombiana,
a pesar de los pocos recursos y estímulos para la investigación en las ciencias
humanas y a pesar de las limitaciones en nuestros archivos, bibliotecas y
centros de documentación. El historiador colombiano se ha ido forjando en medio
de dificultades, sin las generosidades estatales que pueden hallarse en otros
países latinoamericanos. Creo que en el examen de esas dificultades debería
estar el temario central que pudiese ocupar a los asistentes de este y próximos
congresos.
Me atrevo a proponer que los Congresos de Historia en
Colombia se concentren en un temario bien delimitado, en vez de ser el
escenario de ocupaciones plurales que bien podrían ser motivo de encuentros,
coloquios y otros eventos propios de la dinámica de existencia de cada área de
investigación. Por ejemplo, quienes hacen historia política pueden organizar su
momento de reflexión y reunión; igual puede decirse para quienes hacen historia
social, historia intelectual y un largo etcétera.
No puede ser posible que mientras los historiadores ganamos
algún grado de institucionalización en las universidades colombianas, la
Historia no sea una asignatura obligatoria en las escuelas y colegios. Mientras
discutimos acerca de las responsabilidades históricas de lo que ha sucedido en los
últimos cincuenta años, en Colombia no se enseña nada o casi nada sobre los orígenes
de la vida republicana; sobre las comunidades precolombinas; sobre los
regímenes presidenciales; sobre los procesos y conflictos sociales que han ido
moldeando a la sociedad colombiana; sobre hechos, lugares y nombres que
pertenecen a alguna tradición que debamos respetar, prolongar o discutir. La
enseñanza de la historia no va a resolver los graves problemas de la vida
pública en Colombia, pero es un buen principio en el camino de las soluciones.
En una sociedad que necesita sentidos de pertenencia, la enseñanza de la
historia puede cumplir una labor formadora.
También deberíamos reunirnos prioritariamente para discutir
qué hacer con y ante Colciencias, un organismo que no ha servido para promover
la investigación en las ciencias humanas; todo lo contrario, esa entidad ha
tomado un rumbo funesto y nos ha estado aconsejando que dejemos de escribir
libros de historia, porque lo importante y rentable, aunque socialmente
intrascendente, es publicar artículos herméticos en revistas especializadas; y
ni siquiera nos recomienda que escribamos en las revistas especializadas
colombianas, sino que lo hagamos, para poder ascender en el arbitrario
escalafón de ese organismo, en revistas extranjeras. Además, su débil
presupuesto se desperdicia en mantener una burocracia que le halla destino a
sus vidas dificultando la existencia de los demás y proponiendo una competencia
de ratas para reunir los requisitos que hacen que un grupo de investigación
llegue a una cumbre que no le garantiza absolutamente nada, puesto que no hay
ni premios ni becas ni convocatorias de financiación que correspondan con tanto
despliegue de esfuerzos y trámites.
Finalmente, los historiadores estamos ante un inexistente
sistema de archivos oficiales. Muchos de ellos, en las regiones, funcionan en
la informalidad y dependen de la buena o mala voluntad de funcionarios (si
acaso lo son) que abren o cierran las puertas según los caprichos reinantes en
cada comarca. El Archivo General de la Nación está acéfalo de dirección desde
hace rato; sus catálogos son incompletos y desconcertantes, en su mayoría están
mal hechos y sólo sirven para ayudar a perderse en la selva documental. Aun así
sabe mirar la paja en el rabo ajeno y le dicta principios de organización de
archivos a todo el mundo cuando, más bien, necesita concentrarse en la
clasificación y disposición de sus documentos para que garantice la consulta
fluida y expedita a los investigadores y ciudadanos que requieren sus servicios
y lo visitan de todos los rincones del país.
Esos son temas acuciantes dignos de dos o tres días de sesiones, son asuntos propios de la formación de una
comunidad de investigación en Historia y sobre los cuales los historiadores
colombianos deberíamos fijar posición colectiva en eventos multitudinarios,
visibles, en que podemos decirle algo a la sociedad colombiana.
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