El expresidente Belisario
Muchos males de la
vida pública colombiana son adjudicables a su dirigencia política. La mala
calidad de la burocracia estatal tiene que ver con una educación fraudulenta,
postiza. Muchos funcionarios exhiben
trayectorias académicas llenas de títulos y nombres rimbombantes, pero la
mayoría de eso es espuma y mentira. A lo sumo pertenecen al ambicioso gremio
abogadil donde una que otra fechoría los
ha puesto entre los elegibles a cualquier cargo de administración estatal. Pero
la esfera de los presidentes de la república tiene varios aspirantes a un premio
fuera de concurso. Desde la instauración del Frente Nacional, los
presidenciables y los presidentes han sido, en conjunto, unos mediocres.
Aquella frase que hizo famosa el asesinado Jorge Eliécer Gaitán ha hecho
carrera en el último medio siglo de la historia de Colombia: “El pueblo es
superior a sus dirigentes”. El pueblo colombiano, aplastado metódicamente
mediante masacres, torturas, desapariciones, paramilitares, guerrilleros; es
decir, el pueblo colombiano aplastado por la barbarie del conflicto armado y
por el pésimo sistema educativo, no ha sabido discernir entre la parranda de
delincuentes disfrazados de políticos que han asumido el control del Estado.
Hay un expresidente -que aún vive y habla- que encabeza, a mi juicio,
el listado de malos presidentes de Colombia; se trata de Belisario Betancourt
Cuartas. En su gobierno sucedieron dos hechos terribles e imborrables de la
memoria colectiva, así tengamos ahora versiones incompletas y distorsionadas de
esos sucesos. En una semana de su gobierno hubo la toma del Palacio de
Justicia, entre el 6 y 7 de noviembre de 1985, y luego, un 13 de noviembre, una
avalancha de lodo provocada por la erupción de un volcán sepultó una población
de 20.000 habitantes. En esos sucesos no hubo nada de fatalidad divina, no fue
asunto de un destino indescifrable ni un designio sobrenatural que los seres
humanos no pudiesen evitar, menos hablar de una simple mala suerte de un
gobernante. En ambos casos hubo negligencias, omisiones, imprevisiones. La toma
del Palacio de Justicia, cuyo plan había sido desvelado días antes, habría
podido impedirse con el cumplimiento de normas básicas de protección del
edificio y de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia; ¿porque no se
evitó esa toma? El presidente Betancourt no lo explicó entonces ni lo ha
explicado hoy en su condición holgazana de expresidente. El desastre de Armero,
así se llamaba aquel municipio arrasado por la avalancha, también pudo evitarse
con advertencias claras, con seguimiento al fenómeno volcánico, con medidas oportunas.
Que el expresidente
Belisario siga hablando en público sin inmutarse por sus acciones y omisiones
durante su cuatrienio, que no haya dicho la verdad sobre su comportamiento en
la toma del Palacio de Justicia, que no acepte de buena gana su responsabilidad
en los excesos de la retoma oficial en la que hubo ejecuciones, desapariciones
y torturas sobre mucha gente inerme e inocente; que no acepte que su gobierno
no cumplió labores preventivas que evitaran el arrasamiento de una población, todo
eso es una deuda imperdonable. Sólo la
soberbia de nuestra dirigencia política, unida al cinismo general de la
sociedad colombiana, le ha permitido dormir tranquilo a alguien que podría
haber sido enjuiciado por cobardía o por violación masiva de los derechos
humanos. Y eso es poco para alguien que en su larguísima trayectoria de
expresidente ha podido disfrazarse de “poeta”, “humanista”, “traductor”. Un
supuesto mecenas editorial que ha contribuido a los exclusivismos y las arbitrariedades de las políticas
culturales en Colombia. El señor Belisario de humanista no tiene un gramo, fue
un político de mala calidad con dos trofeos enormes en sus manos: un centenar
de muertos en el Palacio de Justicia; veinte mil muertos en el extinto municipio
de Armero. Él y su gabinete ministerial de aquellos momentos luctuosos deberían
ser puestos en el sitio más alto de un pabellón de la ignominia.
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