La investigación en ciencias humanas y sociales
Parece drástico prometerle al
científico social un mundo amargo de desprecio. Ni sus colegas ni el público
general lo verán como un héroe; al contrario, será un elemento raro que crea
disonancia, incomodidad. Su situación no habla mal de él, habla mal de dos
cosas: de la índole de su universo disciplinar y de la índole de la sociedad en
que es ciudadano. El universo disciplinar está hecho de legados, tradiciones,
reglas, autoridades más o menos bien establecidas, más o menos respetables.
Gracias a eso existe algún grado de institucionalidad, autores clásicos,
premisas fundadoras; gracias eso existen las universidades y ciertas carreras
universitarias con sus ritos y sus relativos honores; pero ese universo
disciplinar también está sometido a fuerzas externas muy poderosas; a las
prioridades del poder, a la competencia simbólica diaria que vuelve más importantes
y distinguidos ciertos saberes. Un sociólogo o un filósofo o un historiador no
pueden competir fácilmente con la autoridad del economista, del médico, del
ingeniero. Aunque las experiencias contemporáneas señalan el derrumbe de muchos
ídolos, unos todavía tienen el aura sagrada que les sirve para marcar la
diferencia. En las mismas universidades, los médicos, los ingenieros, los
abogados conservan mayor margen de poder y participan con mejores cuotas de la
administración universitaria que otras profesiones. En casi todas partes, las
ciencias humanas son incómodas, poco rentables y dependen de la compasión de
los congéneres. Y cuando ni siquiera existe compasión, las cosas empeoran.
Ante esos desafíos, el
científico social necesita construir su propio mundo, con hermetismo. Todos los
días camina a la defensiva, intenta exhibir su importancia, negada hasta por
los más cercanos. La autoestima está en continua negociación y se debate en una
permanente e ineficaz feria de las vanidades. Pero muchas veces no percibe que
toda esa gesticulación, además de fatigante, es la mejor prueba de su derrota
en la vida social. Auditorios escasos, colegas envidiosos, oficinas precarias
hacen parte de las precarias condiciones que ayudan a construir su trayectoria.
Hundido en peleas mezquinas entre colegas, lo poco que puede producir se sitúa
en un mercado cultural muy reducido, en una órbita de comunicación poco
nutritiva.
Siendo así, ¿de dónde puede
venir la fuerza que impulse a un científico social a llevar una vida intelectualmente
productiva, a participar de procesos formativos de nuevas generaciones de
investigadores, a construir una comunidad de saber? Volvamos a decirlo: de la
capacidad para crear su propio mundo, de su capacidad de abstracción.
Sustraerse de las hostilidades del entorno. Pero, ahora bien, qué significa
construir su propio mundo hasta que podamos, decir, que ha construido un mundo
propio.
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