Poco sabemos de la vida pública
durante la Regeneración, al menos del lapso que va de 1886 hasta la guerra
civil de los Mil Días (1899-1901). Hay algunos estudios puntuales,
monográficos, pero no una visión que nos complete el paisaje de lo que fue el
mundo de relaciones entre los individuos, sobre el funcionamiento del espacio
público de opinión. Tenemos claro, como especie de premisa, que con el triunfo
de la alianza de los conservadores y los liberales moderados, sellada por la
Constitución de 1886 y refrendada por el Concordato de 1887 que le devolvió a
la Iglesia católica potestades que desempeñó con holgura desde entonces y hasta
bien entrado el siglo XX, tenemos claro, decimos, que las reglas de
funcionamiento de la vida pública tuvieron modificaciones importantes: la
libertad absoluta de prensa tuvo limitaciones; la injerencia eclesiástica en el
sistema de instrucción pública tuvo el carácter de política cultural oficial.
Pero esto es para nosotros lugares comunes, frases de cajón poco o mal
demostradas.
Si nos adentramos en la letra
menuda de la época, en averiguar cómo los individuos se asociaron y con qué
propósitos, quizás hallemos algunos hechos significativos que no habíamos
detectado o ni siquiera vislumbrado. Por ejemplo, el incremento de una
sociabilidad formal, apoyada en la especialización del trabajo, en la
consolidación social de determinadas profesiones. Todo esto tuvo su apoyo legal
en la aparición de una legislación en torno al otorgamiento de personería jurídica
que entrañó algo más que la necesidad de un registro legal de los asociados, de
una descripción de los objetivos de la asociación y de un seguimiento o
vigilancia de sus actividades. Aquí estamos ante un asunto que va más allá de
la influencia de la Iglesia católica en la custodia de la moral pública, se
trata de una especie de regulación de profesiones que habían logrado un estatus
comercial y ciertos niveles de reconocimiento en el mercado y ante un público.
En unos casos puede tratarse de
asociaciones que reunían a profesiones en ciernes y, en otros, a asociaciones
que reunían a profesiones que habían acumulado una trayectoria pública desde
antes de la Regeneración. Entre esas profesiones vale detenerse en los médicos.
Por lo menos en Bogotá fue evidente el vínculo (quizás una forma eufemística de
la vigilancia) entre la jerarquía eclesiástica y la Iglesia católica y la Academia
Nacional de Medicina, asociación derivada de la Sociedad de Medicina y Ciencias
Naturales. En 1888, esta asociación tuvo pronta colisión con el arzobispo José
Telésforo Paul, quien asistía a sus sesiones: en una de ellas, el presidente de
la asociación presentó las teorías de Charles Darwin y recibió la inmediata
condena de la curia y de la prensa conservadora por la difusión del “evolucionismo
materialista e insultar las creencias de un pueblo altamente religioso”.
A pesar del desliz ideológico, la Sociedad de
Medicina pudo participar ( o debía hacerlo) de las actividades públicas
programadas por el arzobispado. Para 1892, la asociación se tornó en Academia
Nacional de Medicina y se propuso organizar el Congreso Médico Nacional del año
siguiente; una presidencia honoraria compartida por el omnipresente Miguel
Antonio Caro y los médicos Jorge Vargas y Manuel Uribe Ángel lanzó un temario
de discusión para aquel evento en que se revela una preocupación que, en años
venideros, iba a ser mucho más fuerte. Aquel congreso anunció una vocación
pública que la profesión médica supo explotar y consolidar en los primeros
decenios del siglo XX.
Llama la atención que la
profesión médica incluyera a veterinarios y naturalistas; una vieja disposición
científica proveniente de la temprana Ilustración europea parecía arrastrar
todavía la concepción del ejercicio médico. Su espíritu de intervención social
también parece provenir de esa raíz ilustrada en un temario que incluía la
reflexión sobre la higiene pública y más precisamente sobre la necesidad de
determinar políticas públicas de salubridad para ciertos segmentos sociales de
la población, entre ellos “la clase trabajadora”. Quizás más interesante es la tentativa
de institucionalización de la profesión mediante la reglamentación de la
farmacia y de la práctica médica, la diferenciación legal entre la medicina y la
odontología. Punto aparte mereció el interés por las enfermedades de “las vías
genito-urinarias de la mujer”.
Los médicos colombianos estaban
delimitando el ámbito legal de su oficio, negociando con la Iglesia católica su
presencia en la vida pública y activando su injerencia en el control social.
Todavía no se vislumbraba la fuerte presencia del personal médico en el sistema
de instrucción pública, en los procesos de clasificación de las aptitudes de
los individuos.
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